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Introducción:
ser menor no es ninguna ganga
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (1993). Qué hacemos mal con
nuestros hijos. Barcelona: ©
Ediciones B., Introducción, pp. 13-23)
Han
transcurrido ya más de veintitrés siglos desde que el pensador Aristóteles,
pilar de nuestra cultura, dijera que "un
hijo o un esclavo son propiedad y nada de lo que se hace con la
propiedad es injusto", pero, a pesar de ello, su sentido
parece estar tan metido en nuestros genes que, aún hoy, la realidad
cotidiana se encarga de validar consuetudinariamente esta máxima
de la Ética aristotélica.
Así,
pues, la plena vigencia de esta terrible frase, y de la filosofía
que emana, justifica y da contenido a la denuncia que patentizan
los hechos y comportamientos que se describen en el presente libro;
un trabajo que no pretende señalar culpables -o culpabilizar en
general- sino adjudicar responsabilidades -y evidenciar responsables-
allí en donde realmente estén, que pocas veces coincide con las
personas y lugares que, hipócritamente, solemos definir como el
origen de los problemas que afectan al menor.
Hoy,
en España, casi diez millones de menores, de uno y otro sexo, que
representan algo más de la cuarta parte de nuestra población (26%),
se debaten en medio de una lucha sorda para poder llegar a ser adultos
algún día. Muchos no van a conseguirlo y muchos más, decenas de
miles de ellos, llegarán a la meta con su vida hecha jirones.
El
camino del crecimiento nunca ha sido fácil y los tiempos actuales,
a pesar del espejismo de la 'sociedad del bienestar', abundan en
escollos capaces de hacer naufragar las vidas de los menores. Pero
lo más lamentable, en todo caso, no es tanto el grado de dureza
o dificultad en el que pueda desarrollarse el crecimiento de un
menor, sino el hecho de que seamos los adultos los responsables
de la mayor parte de los daños y problemas que sufren estos.
Durante
el último medio siglo, fundamentalmente, se han llegado a producir
tal cantidad de cambios brutales y vertiginosos en el seno de nuestra
dinámica social, que una buena parte de su estructura se ha desencajado
y ha provocado un deterioro progresivo de muchos patrones de comportamiento
y pautas socioculturales básicas para la supervivencia psicológica.
El
desarrollismo industrial provocó corrientes inmigratorias que han
desembocado en tremendas bolsas de población aculturalizada, hacinada,
frustrada, deprimida, con una gran proporción de marginalidad, y
con un creciente deterioro de las estructuras de relación familiar
y social.
Los
propios valores reinantes en nuestra sociedad (competitividad, consumismo,
culto al triunfo y la riqueza, individualismo, insolidaridad y deshumanización),
junto a los deshechos contaminantes -físicos y psíquicos- de la
actividad industrial y sociocultural actual, agravan el deterioro
de la relación interpersonal en todas las capas sociales, con lo
que la vida cotidiana se vuelve más estresante, dura y deprimente.
Y, tal como es lógico suponer, los menores son las principales víctimas
de este mundo irracional creado y mantenido por los adultos. Ellos
sufren las consecuencias, en última instancia, de los fracasos y
frustraciones de sus mayores. Y sus vidas son forzadas a cambios
traumáticos e insanos en la misma medida en que los adultos van
perdiendo sus últimos restos de sentido común e instinto de supervivencia.
La
vida en una ciudad fuerza al aislamiento y la artificialidad. Los
menores apenas tienen ocasiones para verse con su familia extensa
(abuelos, primos, etc.), tienen dificultades para hacer amigos en
el propio barrio en que viven, pasan gran parte de sus días entre
paredes (colegio, hogar, gimnasio, locales de recreo,...), y ya
ni pueden explorar su propio entorno urbano sin correr algún riesgo.
Todo está estructurado y lejos; hay que planificar hasta los más
mínimos detalles de la vida cotidiana y, por ello, es obligatorio
someterse al dirigismo de los adultos, volverse absolutamente dependiente
de ellos para todo. Nunca como ahora los menores han tenido tan
escasa capacidad para elegir qué hacer y cuándo hacerlo.
El
mundo es un espacio hecho por y para los adultos, y no parece haber
jamás nadie que piense en las necesidades y en los puntos de vista
del menor. Así, acabamos por aparcarlos -debidamente encerrados,
eso sí- en espacios físicos -hogar, ciudad, escuela, centros de
recreo- que cada vez están más colapsados, les condenamos a ocios
mediatizados por adultos y sus intereses exclusivos, o les enviamos
a parques infantiles que ni son parques ni, mucho menos, infantiles
(por ser duros, áridos y hasta peligrosos).
La
cultura de los media (básicamente la televisión) ha competido con
los padres en el campo del aporte formativo y, trágicamente, ha
ganado por goleada. Los menores, gracias a la televisión, conocen
ya el mundo adulto sin haberlo vivido ni, por ello, comprender sus
reglas de juego, y eso distorsiona de manera muy negativa su proceso
de maduración psico-social. Desde que nacen se los familiariza con
el consumismo y el mundo irreal de la televisión, y llegan a crecer
persuadidos de la bondad de la 'lógica' consumista de que todo es
posible, comprable, consumible y sustituible, regla que, en el futuro,
pasarán a aplicar, sin más, en las relaciones interpersonales.
La
riqueza de estímulos de nuestro entorno social hace que los menores
se desarrollen más de lo que sus padres son capaces de controlar
y, entonces, se los reprime y castra, generando desajustes de personalidad
notables.
A
los menores no se les deja participar ni opinar en nada, son convidados
de piedra, seres secuestrados y forzados a permanecer mudos ante
el desarrollo de la sociedad y de la vida. Se los margina sin caer
en la cuenta de que el niño marginado de hoy es el padre del hombre
marginado del mañana.
En
el desarrollo de un menor interviene una diversidad de factores,
sociales y personales, capaces de decantar su evolución hacia situaciones
de correcta integración social o, por el contrario, de marginación.
Los
menores con trastornos de conducta son, en su mayoría, producto
de situaciones familiares conflictivas tales como la insuficiencia
o privación de afecto, la dejación o sobreprotección de la madre,
el autoritarismo paterno, el abandono, los padres con pautas patológicas
(oligofrénicos, psicóticos, alcohólicos o heroinómanos), etcétera.
Y
dado que los factores sociales y educativos, así como el propio
proceso de escolarización, proveen los medios de aprendizaje para
el desarrollo de un menor, será evidente que la calidad de acceso
a los mismos determinará sus pautas de desarrollo. En el mismo sentido,
una sociedad consumista, competitiva e insolidaria como la nuestra
acaba provocando que unos mismos factores sociales y/o educativos
actúen en sentidos contrapuestos: favoreciendo el desarrollo de
los menores más privilegiados socialmente y actuando como elementos
de marginación para los niños de las clases de menor estatus socioeconómico.
Nunca
debe perderse de vista que toda sociedad rica alberga en su seno
a niños pobres que, por sus circunstancias, tienen una peor nutrición,
mayor número de infecciones y accidentes, más alto absentismo y
fracaso escolar (y menor desarrollo intelectual) y un más elevado
índice de mortalidad y morbilidad que los niños no pobres de su
mismo entorno social. En España se calcula que existen cerca de
2.250.000 menores de 16 años en situación de pobreza
y, entre la población de edades comprendidas entre los 10 y 19 años,
hay actualmente, según el INE, 49.705 analfabetos.
Traer
una criatura al mundo implica una grave responsabilidad que muchos
padres, demasiados, por los motivos que sea, no asumen debidamente.
Todo el mundo está de acuerdo en que dar alimento, ropa, cobijo
y medios de aprendizaje son necesidades inalienables -y básicas-
que tiene cualquier menor y que, por el simple hecho de haber sido
parido, debe tener cubiertas de modo suficiente. Pero, sin embargo,
son muchísimos los adultos, de cualquier clase social, que actúan
olvidándose de la existencia de otros elementos mucho más sutiles
-como el afecto, el respeto, la comprensión, el diálogo, la seguridad,
etcétera- que resultan tanto o más imprescindibles para la formación
y supervivencia de un menor. En este campo de 'olvidos' es donde
crecen infinidad de malos tratos que acaban por dañar severamente
o arruinar totalmente las vidas de decenas de miles de menores.
En
un estudio reciente se evidenciaba que el 62,1% de la población
española mayor de 18 años considera que las personas no están preparadas
para ser padres o madres cuando tienen a su primer hijo. Y el porcentaje
se mantiene en un elevado 50,2% al considerar que, en general, aún
teniendo más hijos, las personas no están suficientemente preparadas
para ejercer la maternidad o paternidad.
Y
no vale pensar en la posibilidad -a todas luces muy deseable- de
que un menor pueda 'divorciarse' de sus padres cuando estos incumplen
gravemente su función. Casos como el del menor norteamericano Gregory
Kingsley, el primer niño que ha logrado divorciarse judicialmente
de su madre, no son más que una 'rara avis' jurídica, una excepción
y un lujo demasiado lejano para los menores de hoy que, lo quieran
o no, están atados a los padres que les ha tocado en suerte y fuera
de ellos no tienen más posibilidades que las ofertadas por saturadas
y discutibles soluciones institucionales.
Cuando
hablamos de "menor" nos referiremos al menor de edad (en
sentido jurídico), eso es menor de 16 años, aún y sabiendo que tal
categorización es inadecuada en muchos sentidos; principalmente
porque las circunstancias de cualquier ser humano varían con una
tremenda frecuencia e intensidad entre los 0 y los 16 años. Hablar
de "menores" no permite discriminar entre mundos tan radicalmente
distintos como son el de la niñez y la adolescencia (con toda su
escala evolutiva intermedia), y tampoco es cierto que una persona,
por el simple hecho de haber cumplido los 16 años, deje de estar
inmersa en las circunstancias -positivas y negativas- que le habían
rodeado hasta ese momento y cambie la orientación de sus necesidades.
Pero,
de todas formas, asumimos este riesgo definitorio ya que, para los
objetivos de este trabajo, consideramos que las situaciones de maltrato
son un continuum que, con maneras e intensidades diversas, van sucediéndose
desde la etapa prenatal hasta la edad adulta, generando problemáticas
aparentemente distintas en la niñez y en la adolescencia que, en
todo caso, sólo adquieren verdadero sentido y explicación si se
las considera como el resultado lógico de un sinnúmero de hechos
acumulados y concatenados.
A
lo largo de todo este libro vamos a tratar un solo aspecto, el maltrato
del menor, pero visto desde diversidad de ángulos distintos y complementarios
entre sí. Definir qué es maltrato no es tan simple como parece,
y los propios expertos difieren en notables matices en cuanto a
su tipificación. A efectos del presente trabajo, hemos adoptado
una definición de maltrato infantil intrafamiliar que subdivide
el concepto en ocho subtipos de maltratos. A saber:
1.-
Maltrato físico: ya sea por el uso intencionado de la fuerza con
la finalidad de dañar, herir o matar, o por la negligencia intencionada
que pone en peligro la integridad del menor.
2.-
Negligencia o abandono: cuando no se atienden las necesidades del
menor en lo que respecta a su alimentación, ropa de abrigo, higiene
o tratamientos médicos, y no tiene horarios ni ritmos y se pasa
horas sin atención protectora y/o educativa.
3.-
Maltrato psíquico: ya sea de una forma activa o por falta de un
contexto afectivo. Vendría definido por comportamientos como el
presionar o atemorizar al menor, o por su inmersión en un medio
familiar caracterizado por la frialdad de las relaciones, la falta
de estimulaciones afectivas y cognitivas y la carencia generalizada
de afecto.
4.-
Sometimiento sexual: cuando el menor es utilizado de forma habitual
o coyuntural por un adulto para satisfacer su deseo sexual.
5.-
Explotación sexual: ya sea obligada o inducida, como forma de explotación
laboral mediante la sumisión sexual (que también puede ser indirecta,
como la pornografía).
6.-
Explotación laboral: que puede abarcar desde el trabajo en condiciones
físicas duras hasta la utilización pasiva o activa del menor para
pedir caridad.
7.-
Sometimiento químico-farmacéutico: cuando el menor es forzado a
ingerir cualquier tipo de sustancia o droga sin necesidad médica,
y resulte por ello más o menos incapacitado para desarrollar su
autonomía, resistencia y control.
8.-
Maltrato prenatal: cuando hay una falta de cuidado, por acción u
omisión, del propio cuerpo y/o autosuministro de sustancias o drogas
por parte de la madre gestante que, de una manera consciente o inconsciente,
perjudica al feto.
La
victimización del menor por parte de su familia, de una forma u
otra, siempre adoptará uno o varios de los ocho tipos de maltrato
enunciados.
No
hay cifras exactas acerca de la realidad del maltrato de menores,
pero todas las estimaciones y opiniones de expertos coinciden en
señalar que su número es muy elevado, que está extendido por toda
la escala social, y que sus consecuencias son muy graves para los
menores y, claro está, para el futuro de la sociedad.
En
el capítulo 28 se resumen las cifras de las principales estimaciones
que hemos recogido en este trabajo. Una somera mirada en sus listados
de datos es suficiente para mostrarnos una realidad terrible, un
drama humano del que todos somos cómplices en alguna medida.
En
España estimamos que 1.640.344 menores viven en hogares con padres
que presentan una acusada tendencia al empleo de alguna modalidad
de violencia física o psicológica y 4.225.130 menores están bajo
la tutela de padres que emplean pautas educativas extremas (rigidez/permisividad)
y, por ello, lesivas en algún grado; 477.191 menores sufren habitualmente
malos tratos físicos y 864.909 los padecen psicológicos. Entre 708.038
y 834.473 niñas sufren abusos sexuales antes de los 15 años, y en
la misma situación se encuentran 266.640 niños. En el 75% de los
casos los abusos sexuales los cometen adultos conocidos del menor.
Las relaciones incestuosas afectan a 429.880 niñas, que en un número
que oscila entre las 50.574 y 75.861 son forzadas a mantener relaciones
sexuales por sus propios padres. Casi una cuarta parte de los menores
que nacen son hijos no deseados por la madre. Alrededor de 400.000
menores son explotados laboralmente y un número algo superior no
están escolarizados. Más de 35.000 adolescentes quedan embarazadas
cada año y más de 10.000 de ellas abortan. Los accidentes en el
hogar son la primera causa de mortalidad infantil. Cada vez hay
más suicidios, adicciones a drogas o delincuencia entre menores
y adolescentes...
Los
adultos, para mantener en pie uno de los mitos más falsos y amargos
de la historia humana, el de la "infancia feliz" -que
presupone que todos lo menores son felices por el mero hecho de
que a esas edades no pueden tener problemas importantes-, hemos
acabado por falsear la propia realidad para no ser tocados por su
crueldad. Nuestras conciencias aburguesadas se resisten a admitir
la existencia de millares de niños explotados laboral y económicamente,
o que son maltratados, que sufren abusos sexuales en sus propios
hogares, que son manipulados, deformados y encaminados a su propia
autodestrucción.
"Eso
son casos excepcionales", o "sólo suceden entre la gente
marginal", decimos a menudo. Y nos creemos nuestra propia mentira.
Es más cómodo. Así no hay que hacer nada. No hay que cambiar nada.
Los menores son felices porque así se lo hemos decretado los adultos.
Y, ellos, que son remisos a los decretos absurdos, cada día se suicidan
en mayor número o se empiezan a drogar con mayor intensidad y a
edades más tempranas, comportamientos que, en todo caso, no parecen
sugerir que los menores se hallen en idílicas situaciones de felicidad.
A
finales de 1992, en uno de esos concursos estúpidos de televisión
donde la gente vende su intimidad a cambio de dinero, un niño concursante
afirmó, en respuesta a una pregunta, que sus padres no le querían.
Y lo dijo sonriendo, como si fuese algo normal el que unos padres
no quieran a su hijo. Y todo el mundo se sonrió, como si la brutal
denuncia que salía de la pantalla fuese una simple travesura de
colegial. Y todos nos olvidamos de la acusación y del niño porque
a nadie nos gusta que pongan en evidencia nuestras miserias por
televisión. Pero no dejamos de ser miserables por mucho que nos
empeñemos en ignorar y negar que lo somos.
Es
cierto que, desde el punto de vista legislativo, la protección del
menor español goza de un marco bastante bueno, pero también es evidente
que las leyes protectoras resultan muy ineficaces debido a la falta
de estructuras adecuadas y medios suficientes para poder hacerlas
cumplir. Y no es menos cierto que una buena parte de los adolescentes
actuales parecen estar en mejor forma de lo que cabría deducir si
generalizamos los datos de este libro, pero esto no es ningún mérito
de los adultos (aunque quizá sí lo sea de los menores capaces de
sobrevivir a nuestras agresiones continuas) sino, en todo caso,
una casualidad que, de no variar
muchas cosas, cada día se producirá en menor medida.
Ser
menor, tal como queda sobradamente acreditado, no es ninguna ganga.
Supone, en el mejor de los casos, una especie de estado de cosa
-sujeto cosificado- a la que condena, en lugar de absolver,
su propia poca edad y nula experiencia. El mecanismo del lenguaje,
expresión de nuestros más íntimos resortes mentales, pone al descubierto
el hecho notable de que para referirnos a los menores usamos el
verbo ser (enfermizo, malo, nervioso, inquieto, travieso) pero,
en cambio, empezamos a emplear el verbo estar a medida que el sujeto
crece en edad. De alguna manera, ya desde la expresión verbal condenamos
al menor a situaciones categóricas, sin apelación posible -"Manolito
es un niño nervioso"-, mientras que a los adultos, a
nosotros mismos, nos concedemos el privilegio de situarnos sólo
en circunstancias relativas, momentáneas -"Manolo está nervioso"-,
y con posibilidad de cambio. El menor es un objeto al que le pasan
cosas, mientras que el adulto es un sujeto que pasa por las cosas.
El
doctor Cobo Medina aporta una reflexión que resume a la perfección
la denuncia que subyace en las páginas de este libro.
-
Marginamos ya al niño -afirma Cobo Medina- cuando en su desarrollo
evolutivo le negamos tres de sus derechos básicos: el sexo, como
a los ángeles, el razonamiento, como a los animales, y el sufrimiento,
como a las cosas. Creer que el adulto es la culminación feliz de
la infancia, la superación e integración armoniosa de la anarquía
pulsional infantil, el colofón de las diferentes etapas de la niñez,
no sólo es una falacia sino una solemne estupidez. El adulto es,
sobre todo, un niño reprimido y disfrazado."
Entre
todos hemos hecho que nuestra sociedad alcance un grado de deterioro
global -social, institucional, ideológico y medioambiental- tan
elevado y trágico que hasta resulta imposible soñar en la recuperación
de las dimensiones y necesidades humanas que precisamos para sobrevivir
dentro de parámetros de dignidad suficiente. Pero la ciega y obstinada
perseverancia en la perversión de nuestra dinámica social no sólo
degrada nuestro presente sino que fortalece y eterniza la putrefacción
de nuestro futuro.
Los
menores se forman al calor de las actitudes de los adultos y estas,
tal como documentaremos a lo largo de este libro, son peor que pésimas.
No estoy seguro de que nos merezcamos el mundo futuro que construirán
los que hoy son menores, pero no me cabe duda alguna de que nos
lo estamos ganando a pulso. Y esto no es ninguna duda filosófica.
Es una simple y pura amenaza.
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