Bula
In Eminenti de Clemente XII, la primera condena de la Iglesia católica
contra los masones (1738)
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (2006). Masonería
al descubierto. Barcelona: © Temas de Hoy, Anexo nº
2, pp.445-448)
Clemente, siervo
de los siervos de Dios, a todos los fieles de Jesucristo, salud
y bendición apostólica.
Elevado por la providencia Divina al grado más superior del
Apostolado, aunque muy indigno de él, según el deber
de la vigilancia pastoral que se nos ha confiado, hemos constantemente
secundado por la gracia divina, llevado nuestra atención
con todo el celo de nuestra solicitud, sobre lo que se puede, cerrando
la entrada a los errores y a los vicios, servir a conservar, sobre
todo, la integridad de la religión ortodoxa, y a desterrar
del mundo católico, en estos tiempos tan difíciles,
los peligros de las perturbaciones.
También hemos llegado a saber aun por la fama pública
que se esparcen a lo lejos, haciendo nuevos progresos cada día,
ciertas sociedades, asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos,
llamados vulgarmente de francmasones o bajo otra denominación,
según la variedad de las lenguas, en las que hombres de toda
religión y secta, afectando una apariencia de honradez natural,
se ligan el uno con el otro con un pacto tan estrecho como impenetrable
según las leyes y los estatutos que ellos mismos han formado
y se obligan, por medio de juramento prestado sobre la Biblia y
bajo graves penas, a ocultar con un silencio inviolable todo lo
que hacen en la oscuridad del secreto.
Pero como tal es la naturaleza del crimen, que se descubre a sí
mismo, da gritos que lo manifiestan y lo denuncian; de ahí,
las sociedades o conventículos susodichos han dado origen
a tan fundadas sospechas en el espíritu de los fieles que
el alistarse en estas sociedades es para las personas honradas y
prudentes contaminarse con el sello de la perversión y de
la maldad; y esta sospecha ha tomado tanto cuerpo que en muchos
Estados estas mencionadas sociedades han sido ya hace mucho tiempo
proscritas y desterradas como contrarias a la seguridad de los reinos.
Por esto, reflexionando nosotros sobre los grandes males que ordinariamente
resultan de esta clase de asociaciones o conventículos, no
solamente para la tranquilidad de los Estados temporales, sino también
para la salud de las almas, y que por este motivo de ningún
modo pueden estar en armonía con las leyes civiles y canónicas;
y como los oráculos divinos nos imponen el deber de velar
cuidadosamente día y noche como fiel y prudente servidor
de la familia del Señor, para que esta clase de hombres,
lo mismo que los ladrones, no asalten la casa y como los zorros
no trabajen en demoler la viña, no perviertan el corazón
de los sencillos, y no los traspasen en el secreto de sus dardos
envenenados; para cerrar el camino muy ancho que de ahí podría
abrirse a las iniquidades, y que se cometerían impunemente,
y por otras causas justas y razonables conocidas de Nos, siguiendo
el parecer de muchos de nuestros venerables hermanos cardenales
de la Santa Iglesia romana y de nuestro propio movimiento de ciencia
cierta, después de madura deliberación, y de nuestro
pleno poder apostólico, hemos concluido y decretado condenar
y prohibir estas dichas sociedades, asambleas, reuniones, agregaciones
o conventículos llamados de francmasones, o conocidos bajo
cualquiera otra denominación, como Nos los condenamos, los
prohibimos por Nuestra presente Constitución valedera para
siempre.
Por eso prohibimos seriamente, y en virtud de la santa obediencia,
a todos y a cada uno de los fieles de Jesucristo de cualquier estado,
gracia, condición, rango, dignidad y preeminencia que sean,
laicos o clérigos, seculares o regulares, aun los que merezcan
una mención particular, osar o presumir bajo cualquier pretexto,
bajo cualesquiera color que éste sea, entrar en las dichas
sociedades de francmasones, o llamadas de otra manera, o propagarlas,
sostenerlas o recibirlas en su casa o darles asilo en otra parte,
y ocultarlas, inscribirse, agregarse y asistir o darles el poder
o los medios de reunirse, suministrarles cualesquiera cosa, darles
consejo, socorro o favor abierta o secretamente, directa o indirectamente
por sí o por medio de otros de cualquiera manera que esto
sea, como también exhortar a los demás, provocarlos,
obligarlos o hacerse inscribir en esta clase de sociedades, a hacerse
miembros y asistir a ellas, ayudarlos y mantenerlos de cualquiera
manera que esto sea o aconsejárselas, pero nosotros les ordenamos
en absoluto que se abstengan enteramente de estas clases de sociedades,
asambleas, reuniones, agregaciones o conventículos, esto
bajo pena de excomunión en que incurren todos contraviniendo
como arriba queda dicho, por el hecho y sin otra declaración
de la que nadie puede recibir el beneficio de la absolución
por otro sino por Nos o por el Pontífice romano que entonces
exista, a no ser en el artículo de la muerte.
Queremos además y mandamos que tanto los Obispos y prelados
superiores y otros ordinarios de los lugares, que todos los inquisidores
de la herejía se informen y procedan contra los transgresores
de cualquiera estado, grado, condición, rango, dignidad o
preeminencia que sean, los repriman y los castiguen con las penas
merecidas como fuertemente sospechosos de herejía; porque
nosotros les damos, y a cada uno de ellos, la libre facultad de
informar y de proceder contra los dichos transgresores, de reprimirlos
y castigarlos con las penas merecidas, aun invocando para este efecto,
si necesario fuere, el auxilio del brazo secular. Asimismo la mano
de un Notario público y selladas con el sello de una persona
constituida en dignidad eclesiástica, se dé el mismo
crédito que se daría a las presentes, si fuesen representadas
en el original.
Que no sea permitido a hombre alguno infringir o contrariar por
una empresa temeraria esta Bula de nuestra declaración, condenación,
mandamiento, prohibición e interdicción, si alguno
presume atentar contra ella sepa que incurrirá en la indignación
de dios Todopoderoso y de los Bienaventurados Apóstoles San
Pedro y San Pablo.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el año de la
Encarnación de N. S. MDCCXXXVIII, el IV de las Calendas de
mayo, VIII año de Nuestro Pontificado.
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