La
doctrina católica del infierno le fue tan desconocida al Dios
del Antiguo Testamento como al propio Jesús
(Fuente: © Rodríguez,
P. (2011). Mentiras
fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: ©
Ediciones B.,
capítulo 19, pp. 479-486)
(en
este texto se han omitido las referencias y notas a pie de
página que figuran en el libro original)
Según el relato del Génesis, «Viendo Yavé
cuánto había crecido la maldad del hombre so-bre
la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos
designios todo el día, se arrepintió de haber
hecho al hombre en la tierra (...) y dijo: “Voy a exterminar
al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y
con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta aves del cielo,
pues me pesa de haberlos hecho”. Pero Noé halló
gracia a los ojos de Yavé» (Gén 6,5-8).
Este pasaje nos dice, como mínimo, tres cosas: que
Yahveh no fue infinitamente sabio ya que fue incapaz de prever
que su creación se le iría de las manos; que
fue infinitamente injusto ya que castigó también
a todos los animales y vegetales vivos por una maldad que
sólo era obra de los humanos; y que, al no tener otra
forma de castigo posible, tuvo que recurrir al fa-moso diluvio
universal. Parece obvio pensar que Yahveh, en esos días,
aún no podía disponer del infierno —que es el
lugar natural a donde debe mandarse a los malvados— y que,
según cabe suponer, debía ser ya en esa época
la residencia de Satanás, ese ángel caído
que había truncado el destino feliz de toda la creación
divina cuando, disfrazado de serpiente parlanchina, sedujo
a Eva con una manzana.
Si repasamos el capítulo 26 del Levítico y el
28 del Deuteronomio, donde se describen con minuciosidad todos
los premios y castigos (Lev 26,14-45 y Dt 28,15-45) de Dios
para quienes cumplan o no sus mandamientos, veremos que Yahveh
amenazó al pecador con toda suerte de enfermedades
y canalladas conocidas en aquél entonces —incluso con
la de convertirle en cornudo: «tomarás una mujer
y otro la gozará»—, le garantizó un sufrimiento
continuo, insidio-so y torturante en su vida terrenal... que
acabaría, al fin, con su muerte. No hay una sola pala-bra
acerca de ningún infierno —tampoco de ningún
cielo— en el que seguir padeciendo el re-sto de la eternidad.
¡Yahveh ignoraba una amenaza tan maravillosa como el
infierno!
Tampoco dijeron ni mú acerca del infierno los patriarcas
hebreos; y, más sintomático toda-vía,
el mismísimo Moisés no mencionó jamás
la existencia del infierno a pesar de que hablaba familiarmente
con Dios y había sido educado en Egipto, tierra donde
hacía ya siglos que creían en la vida después
de la muerte y en los premios y castigos de ultratumba.
Es evidente que el Dios del Antiguo Testamento, que era sanguinario
y vengativo, que condenaba a quienes se apartaban de sus preceptos
o atacaban a su «pueblo fiel» a sufrir to-do tipo
de muertes, plagas, catástrofes naturales... y castigaba
las faltas de los padres hasta la cuarta generación
(Ex 20,5), sólo podía recurrir a los suplicios
mundanos porque desconocía cualquier otro tipo de castigo
para después de la muerte.
Con el Nuevo Testamento nos encontramos ante un Dios que ya
no es aficionado a los de-güellos masivos sino que, por
el contrario, propugna el amor al prójimo, aunque éste
sea el mismísimo enemigo. Pero también damos
un salto cualitativo hacia alguna parte cuando nos encontramos
con la Gehenna ignis o Gehenna del fuego. Así, en Mateo
leemos: «todo el que se irrita contra su hermano será
reo de juicio; el que le dijere “raca” será reo ante
el Sane-drín y el que le dijere “loco” será
reo de la gehenna del fuego» (Mt 5,22) o, algo más
adelan-te, «Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza,
sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es
que perezca uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo
sea arrojado a la gehenna...» (Mt 5,29).
También en Marcos aparece el fuego eterno o ignis inextinguibilis
cuando se dice: «Si tu mano te escandaliza, córtatela;
mejor te será entrar manco en la vida que con ambas
manos ir a la ge-henna, al fuego inextinguible, donde ni el
gusano muere ni el fuego se apaga...» (Mc 9,43-49).
Pero lo cierto es que la palabra gehenna —a la que en la traducción
latina de la Biblia, se le aña-de la anotación
“al fuego inextinguible”, que no figura en el original— no
se refería sino a una me-táfora basada en los
vertederos de basura que, en tiempos de Jesús, ardían
en el valle de Ge Hinnom, en las afueras de Jerusalén.
Y la frase que le sigue procede de Isaías y tiene un
sentido muy diferente en el original: «y, al salir,
verán los cadáveres de los que se rebelaron
co-ntra mí, cuyo gusano nunca morirá y cuyo
fuego no se apagará, y serán horror a toda carne»
(Is 66,24).
El vocablo gehenna, que aparece tanto en la traducción
latina de la Biblia, como en su ante-rior versión griega
—géenna—, es un término hebreo (escrito como
Ge Hinnom, Ge-hinón, Jehinnom, Jinnom, Ginnom o Hinnom)
que se refiere a un emplazamiento geográfico. Si mira-mos
cualquier mapa detallado de la ciudad de Jerusalén
y sus alrededores —muchas biblias lo incluyen, marcando así
mismo los límites de las murallas en tiempos de Jesús—
encontrare-mos en el sudeste el valle Hinnom, fuera murallas
y conectado hacia el sudoeste con el valle Cedrón,
identificado en época barroca con el valle de Josafat,
lugar en el cual debía tener lugar el Juicio Final.
Ya mencionamos con anterioridad, al tratar la leyenda de la
“persecución de inocentes”, que en los altozanos del
valle de Hinnom los antiguos cananeos habían celebrado
esporádicos sacri-ficios de niños —a quienes
se quemaba vivos en piras— con el fin de intentar aplacar
a sus dio-ses ante el anuncio de alguna futura amenaza o catástrofe
pronosticada por los adivinos; los hebreos habían guardado
memoria de tales sucesos hasta el punto de que cuando alguien
ac-tuaba mal era corriente —en tiempos de Jesús y aún
hoy día— significarlo con la expresión “me-rece
que le arrojen a las llamas del Hinnom” o equivalente.
Las referencias al valle de Hinnom son abundantes en el Antiguo
Testamento, así, por ejem-plo, en II Re 23,10 se dice:
«El rey [Josías? profanó el Tofet del
valle de los hijos de Hinón, pa-ra que nadie hiciera
pasar a su hijo o hija por el fuego en honor de Moloc»;
o en la cita de Jer 7,31 cuando se describe: «Y edificaron
los altos de Tofet, que está en el valle de Ben Hinom
[“Ben” significa “hijo de”?, para quemar allí sus hijos
y sus hijas, cosa que ni yo [Dios Yahveh? les mandé
ni pasó siquiera por mi pensamiento.»
Cuando se tradujo gehenna por infernus , no sólo se
corrompió el verdadero sentido de los textos originales
sino que se sentó las bases para construir la invención
dogmática que más ha aterrorizado a la humanidad
del último milenio... y que más beneficio le
ha producido a la Igle-sia católica siempre amenazante.
Para los hebreos, según el Antiguo Testamento, los
muertos se reunían —tanto los buenos como los malos—
en el she’ôl, donde llevaban una existencia sombría
tanto unos como otros; pe-ro, entrada ya la época helenística,
según puede verse a través del II Libro de los
Macabeos, apareció la creencia en un doble estado tras
la muerte, uno de felicidad, para los justos, y otro de falta
de ella (que no implicaba tormentos físicos) para los
malvados. Durante los cinco primeros siglos de cristianismo,
doctores y santos padres de la Iglesia tan importantes como
Orígenes, Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro,
Teodoro de Mopsuestia o el propio Jerónimo, defendieron
que la pena del infernus era sólo algo temporal, pero
en el concilio de Constantinopla (543) se declaró que
los sufrimientos del infierno eran eternos.
El primer concilio de Letrán (1123) impuso como dogma
de fe la existencia del infierno, amenazando con la condena
a prisión, el tormento y hasta la muerte a quienes
lo negasen. Se abría así camino a uno de los
negocios más saneados y descarados de la Iglesia católica
cuando, obrando en consecuencia, se anunció a los aterrorizados
clientes del infierno, esto es todos los creyentes católicos,
que podían comprar el rescate de sus almas pecadoras
si antes de morir legaban riquezas a la Iglesia y contrataban
la celebración de misas de difuntos en su honor.
La escolástica medieval inventó dos tipos de
penas infernales, las de daño o ausencia de la visión
de Dios, y las de sentido, que eran los diferentes suplicios
—en especial relacionados con el fuego— a que se hacía
acreedor cada especie de pecado. La iconografía católica
de es-ta época, inspirada en textos apócrifos
(declarados oficialmente falsos), como el Evangelio de Nicodemo,
fue la encargada de popularizar las horrendas imágenes
de un infierno que ha ate-rrorizado a incontables de generaciones
hasta el día de hoy.
En este contexto, en el siglo XIII, se inventó una
de las claves del negocio eclesial: el purga-torio, que es
un estado de expiación temporal en el que supuestamente
se encuentran las almas de todos cuantos, aun siendo pecadores,
han muerto en gracia de Dios. Este sofisticado subterfugio,
que permitía el rescate del alma de cualquier pecador
que hubiese sido previsor y generoso para con la Iglesia,
fue la clave para la venta masiva de indulgencias entre los
católi-cos, un escandaloso negocio que alcanzó
su cota de máxima corrupción en el siglo XVI
y des-encadenó la reforma protestante de la mano de
Lutero. Antes de este desenlace, por si había alguna
duda, el concilio de Florencia (1442) había declarado
que cualquiera que estuviese fue-ra de la Iglesia católica
caería en el fuego eterno.
Con la invención del infierno y el purgatorio, la Iglesia
católica dio otro de sus habituales y rentables saltos
teológicos sobre el vacío, construyendo un eficaz
y demoledor instrumento de extorsión basándose
en unos pocos versículos que no significan lo que se
pretende y que son ajenos al discurso global del Jesús
histórico.
En cualquier caso, tal como sostiene el gran teólogo
católico Hans Küng, «Jesús de Nazaret
no predicó sobre el infierno, por mucho que hablara
del infierno y compartiese las ideas apoca-lípticas
de sus coetáneos: en ningún momento se interesa
Jesús directamente por el infierno. Habla de él
sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales;
algunas cosas pueden incluso haber sido añadidas posteriormente.
Su mensaje es, sin duda alguna, eu angelion, evangelio, o
sea, un mensaje alegre, y no amenazador».
En cualquier caso, todo turista que visite Jerusalén
puede descender hasta la gehenna o in-fierno católico,
pasearse tranquilamente por él, broncearse (no asarse)
bajo un sol de justicia (cósmica, no divina), y salir
indemne por su propia voluntad, sin necesidad ninguna de comprar
indulgencias (si exceptuamos la propina que hay que darle
al guía). Después de tamaña haza-ña
ya se estará en condiciones de poder presumir, ante
los amigotes, de «haber descendido a los infiernos»,
tal como el Credo católico obliga a creer que hizo
Jesús.
Sin embargo, para la Iglesia actual, según afirmó
Juan Pablo II, el infierno ya no es el lugar físico
de tormentos eternos cuya explotación tanto poder y
riqueza le dio; ahora, por lo que pa-rece, ya no es un lugar
físico sino una metáfora y un estado del alma:
«Para describir esta realidad [el infierno], la sagrada
Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará
progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición
de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por
la Revelación (...) El Nuevo Testamento proyecta nue-va
luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando
que Cristo, con su resurrec-ción, ha vencido la muerte
y ha extendido su poder liberador también en el reino
de los muer-tos (...)
»Las imágenes con las que la sagrada Escritura
nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente.
Expresan la completa frustración y vaciedad de una
vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica
la situación en que llega a encontrarse quien libre
y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría.
Así resume los datos de la fe sobre este tema el Ca-tecismo
de la Iglesia católica: "Morir en pecado mortal
sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de
Dios, significa permanecer separados de él para siempre
por nuestra propia y libre elección. Este estado de
autoexclusión definitiva de la comunión con
Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la
palabra infierno" (n. 1033)».
Pero el lector, con sobrada razón, podrá argüir:
bien, pero si no existe el infierno ¿cómo es
que Jesús fue tentado por el diablo y se pasó
una buena parte de su vida pública «expulsando
demonios» del cuerpo de la gente?
Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta
varios elementos: la idea del diablo y sus legiones de demonios
procede de la religión pagana persa y penetró
en el judaísmo —y en el Antiguo Testamento— en la época
de dominación persa (siglos VI-IV a.C.); la creencia
en los demonios siempre fue secundaria para el judaísmo,
aunque en determinadas épocas de crisis sociopolítica
—como lo fue la de Jesús y lo es, también, la
época actual— se produjeran fenómenos de intensa
creencia popular en esos seres malignos; a pesar de que Jesús
com-partió con sus coetáneos la creencia en
los demonios, en su mensaje no les concedió la menor
importancia ni preponderancia, salvo la de ser una imagen
de contraste para su evangelio o “buena nueva”; y, finalmente,
en los días de Jesús, muchas enfermedades como
la epilepsia o diversidad de trastornos psiquiátricos
eran atribuidos a la posesión demoníaca.
El Jesús histórico del Nuevo Testamento no creyó
para nada en la existencia del infierno ca-tólico —ni
siquiera en la del persa, origen de los «demonios»
que tanta fama le dieron al ser expulsados de algunos de sus
seguidores— y basta con recordar lo que se conoce del Jesús
histórico para comprender sus motivos.
El teólogo católico Küng, aportó
al menos una razón (teológica) para no creer
en el infierno y que Jesús seguramente habría
compartido: «es una contradicción admitir el
amor y la miseri-cordia de Dios y al mismo tiempo la existencia
de un lugar de eternas torturas».
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