(Fuente:
© Rodríguez,
P. (2011). Mentiras fundamentales
de la Iglesia católica. Barcelona: © Ediciones
B., Introito, pp. 13-29)
Nota
del autor a esta edición revisada y aumentada
En esta nueva versión de 2011 se ha conservado la estructura
básica del libro de 1997, que tiene todo el valor de haber
sido una obra pionera en el género y muy exitosa —con más
de 150.000 ejemplares vendidos y varias traducciones—, pero para esta
edición he revisado muy a fondo todo el contenido, añadiendo
decenas de ampliaciones a fin de mejorar el trabajo en todos los sentidos.
He ampliado el texto en la mayoría de los capítulos,
a fin de documentar mejor aspectos im-portantes que anteriormente
pudieron quedar faltos de argumentación o que se omitieron,
y he incluido 127 notas a pie de página más (531 en
total), que complementan o amplían el texto principal. También
he añadido capítulos y apartados nuevos, dedicados a
temas no tratados en la versión anterior, que aportan datos
y conocimientos de gran interés sobre el contexto históri-co
y doctrinal estudiados y abren nuevos horizontes reflexivos a los
lectores y lectoras.
Este libro también se ha beneficiado de la revisión
y análisis de una amplia bibliografía aca-démica,
aparecida durante la última década, que ha permitido
incrementar y fortalecer la base y el rigor de la investigación
crítica que se plasma en este trabajo.
Antonio Piñero, catedrático de Filología Neotestamentaria
y uno de los mejores expertos en la figura del Jesús histórico,
su doctrina y su época, finalizó un artículo
sobre este libro dicien-do: «El cristianismo de hoy no debe
adoptar la actitud de la avestruz temerosa, sino que ha de plantearse
entre otros —en el ocaso del siglo XX y en los comienzos de otro milenio,
épocas de gran difusión de ideas—, el enorme reto de
responder con claridad y precisión a los argu-mentos de quienes
señalan ciertas debilidades del sistema teológico que
es la base de la Igle-sia cristiana» (Estudios Eclesiásticos,
n. 74, 1999, p. 190).
Los lectores, hoy todavía más que ayer, encontrarán
documentadas en este libro no sólo «ciertas debilidades
del sistema teológico» cristiano sino decenas de esas
«debilidades», que lo seguirán siendo aunque la
Iglesia y los creyentes persistan en su defensiva «actitud de
la avestruz temerosa».
Este libro no trata ni cuestiona la fe, sólo se ocupa —y preocupa—
de aportar la máxima luz y veracidad posibles al contexto histórico,
documental y doctrinal que dio origen al cristianismo, al catolicismo
y a sus tradiciones, ficciones históricas, mitos y dogmas.
Dr. Pepe Rodríguez
6 de enero de 2011
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Introito: “La verdad os hará libres”
(Jn 8,32), la mentira, creyentes (en
este texto se han omitido todas las referencias y notas a pie de
página que figuran en el libro original)
Es probable que el título de este libro, Mentiras fundamentales
de la Iglesia católica, pueda parecerle inadecuado o exagerado
a algún lector, pero si nos remitimos a la definición
de la propia Iglesia católica cuando afirma que «la
mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir
es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene
el derecho de cono-cerla. Lesionando la relación del hombre
con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo
fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»,
veremos cuan ajustado está este título a los datos
de gran calado que iremos descubriendo a lo largo de este trabajo.
Las Iglesias cristianas, pero en particular la Iglesia católica
en nuestro ámbito, es una insti-tución que conserva
una notable influencia en nuestra sociedad —a pesar de que la mayoría
de sus templos suelen estar muy vacíos y de que casi nadie,
ni aun sus fieles, sigue las direc-trices oficiales en materia de
moral— y sus actuaciones repercuten tanto entre los creyentes católicos,
o de cualquier otra religión, como entre los ciudadanos manifiestamente
ateos. Por esta razón, no sólo es lícito reflexionar
sobre todo cuanto atañe a la Iglesia católica sino
que, más aún, resulta obligado tener que hacerlo.
Tal como expresó el gran teólogo católico Schi-llebeeckx:
«se debe tener el coraje de criticar porque la Iglesia tiene
siempre necesidad de pu-rificación y de reformas.»
Lo que es, dice o hace la Iglesia católica, por tanto, nos
incumbe en alguna medida a todos, ya que resulta imposible sustraerse
a su influjo cultural tras casi dos milenios de predominio absoluto
de su espíritu y sus dogmas en el proceso de conformación
de mentes, conciencias, costumbres, valores y hasta legislaciones.
Si nos detenemos a pensar, nos daremos cuenta de que no sólo
tenemos una estructura mental cristiana o católica para ser
creyentes sino que también la tenemos para ser ateos; pa-ra
negar algún dios y su religión sólo podemos
hacerlo desde la plataforma que nos lo hizo co-nocer, por eso un
ateo de nuestro entorno cultural es, básicamente, un ateo
cristiano o católi-co. Nuestro vocabulario cotidiano, así
como nuestro refranero, supura cristianismo y catolicis-mo por todas
partes. La forma de juzgar lo correcto y lo incorrecto parte inevitablemente
de postulados cristianos o católicos. Los mecanismos básicos
de nuestra culpabilidad existencial son un dramático fruto
de la (de)formación católica (heredera, en este aspecto,
de la dinámica psicológica judeocristiana).
Nuestras vidas, en nuestro entorno, tanto la del ciudadano más
pío como la del más ateo de los convecinos, está
dominada por el catolicismo: el nombre que llevamos es, mayoritariamen-te,
el de algún santo/a católicos, el de una advocación
de la Virgen, o el del mismo Jesús; nuestra vida está
repleta de actos sociales que no son más que formas sacramentales
católi-cas —bautismos, primeras comuniones, bodas, funerales,
etc.—, a los que asistimos con nor-malidad aunque no seamos creyentes;
las fiestas patronales de nuestros pueblos se celebran en honor
de un santo/a católicos o de la Virgen; nuestros periodos
vacacionales preferidos —Navidad, Reyes, Semana Santa, San José,
San Juan, el Pilar, la Inmaculada...— son conme-moraciones católicas;
un sinnúmero de hospitales, instituciones o calles llevan
nombres católi-cos; gran parte del arte arquitectónico,
pictórico y escultórico de nuestro patrimonio cultural
es católico; un elevadísimo porcentaje de centros
educacionales, escolares y asistenciales —y sus profesionales— son
católicos; la influencia católica en los medios de
comunicación es muy notable, creciente y encubierta —especialmente
gracias a las redes conformadas por grupos de poder como el Opus
Dei o Legionarios de Cristo—, al igual que sucede en la Administración
de Justicia, tal como se encargan de recordar muchas sentencias,
entre ellas algunas relevan-tes del Tribunal Supremo y del Tribunal
Constitucional; y, en fin, nuestros gobiernos —sin im-portar su
color político— siguen financiando con nuestros impuestos
a la Iglesia católica.
Lo queramos o no, estamos obligados a vivir bajo un catolicismo
social, y ello no es ni bue-no ni malo, simplemente es. Está
justificado, por tanto, que nos ocupemos en reflexionar sobre algo
que tiene tanto peso en nuestras vidas. Pero ¿qué
sabemos en realidad del cristianismo y del origen de sus doctrinas?
¿y de la Iglesia católica y de sus dogmas religiosos?
Parece que mucho o todo, puesto que abrigamos la sensación
de tener una gran familiaridad con el cristia-nismo y con su versión
católica. Tan es así, que conocemos perfectamente,
lo creamos o no, que María fue considerada Virgen desde siempre,
que Jesús fue hijo único y que murió y resu-citó
a los tres días, que fue conocido como consubstancial con
Dios desde su mismo nacimien-to, que él fundó el cristianismo
y la Iglesia católica e instituyó el sacerdocio, la
misa y la euca-ristía, que estableció que el Papa
fuese el sucesor directo de Pedro... estamos seguros de que todo
esto es así porque siempre nos lo han contado de esta forma,
pero, sin embargo, cuando leemos directa y críticamente el
Nuevo Testamento vemos, sin lugar a dudas, que ninguna de estas
afirmaciones es cierta.
La primera vez que leí la Biblia, en septiembre de 1974,
quedé muy sorprendido por las te-rribles contradicciones
que la caracterizan, pero también por descubrir que el Jesús
de los Evangelios no tenía apenas nada que ver con el que
proclama la Iglesia católica. Veintidós años
más tarde, en 1996 —cuando escribo la primera versión
de este libro—, tras varias lectu-ras críticas de la Biblia
y apoyado en el bagaje intelectual que da el haber estudiado decenas
de trabajos de expertos en Historia Antigua, religiones comparadas,
mitología, antropología re-ligiosa, exégesis
bíblica, teología, arte, etc., mi nivel de sorpresa
no sólo no ha disminuido sino que se ha acrecentado en progresión
geométrica y se mantiene hasta hoy, 2011, cuando revi-so
en profundidad este trabajo para su publicación actualizada.
Cuantos más conocimientos he ido adquiriendo para poder analizar
la Biblia desde paráme-tros objetivos, más interesante
me ha parecido (como colección de documentos de un comple-jo
y fundamental proceso histórico) pero, también, más
patética me ha resultado la tremenda manipulación
de las Escrituras y del mensaje de Jesús, realizada, con
absoluta impunidad, du-rante siglos, por el cristianismo en general
y la Iglesia católica en particular.
En este libro no se pretende descubrir nada nuevo, puesto que, desde
finales del siglo XVIII hasta hoy, decenas de investigadores, todos
ellos más cualificados que este autor, han publi-cado trabajos
académicos que dinamitaron sin compasión los documentos
básicos del cristia-nismo. Los especialistas en exégesis
bíblica y en lenguas antiguas han demostrado fuera de toda
duda, entre otros, las muchas manipulaciones y añadidos que
trufan el Antiguo Testamen-to; el contexto histórico y la
autoría reciente (s. VII a.C.) del Pentateuco —falsamente
atribuido a Moisés (s. XIII a.C.)—; la inconsistencia de
las “profecías”; la verdadera autoría de los Evan-gelios
y la presencia de múltiples interpolaciones doctrinales en
ellos; la cualidad de pseudoe-pigráficos de textos que se
atribuyen falsamente a Pablo y otros en el Nuevo Testamento, etc.
Y los historiadores han puesto en evidencia que buena parte de la
historiografía católica es, simple y llanamente, mentira.
De todas formas, dado que los trabajos citados no son del cono-cimiento
del gran público, este texto contribuirá a divulgar
parte de lo que la ciencia ya sabe desde hace años.
El breve análisis acerca del origen de los textos que originaron
el cristianismo y de la Iglesia católica y algunos de sus
dogmas, que se recoge en este trabajo, no fue pensado, en principio,
para convertirse en un libro. En su origen no fue más que
un proceso de reflexión, absoluta-mente privado, a través
del cual este autor quiso profundizar en algunos aspectos doctrinales
fundamentales de la Iglesia católica mediante su confrontación
con las propias Escrituras en las que decían basarse.
Desde esta perspectiva, el texto no pretende ser una obra acabada
ni definitiva de nada, aunque sí es el fruto del trabajo
de muchos meses de investigación, de cientos de horas ante
el ordenador, rodeado de montañas de libros, intentando asegurar
cada palabra escrita en las bases más sólidas y creíbles
que he podido encontrar.
No es tampoco un libro que pretenda convencer a nadie de nada, creo
que el lector tiene el derecho y la obligación de cuestionar
todo aquello que lee, por eso se facilita una abundante bibliografía
y se indica, en notas a pie de página, las referencias documentales
que cualquiera puede analizar por sí mismo para extraer sus
propias conclusiones.
En cualquier caso, la fuente principal a la que hemos recurrido
para fundamentar lo que afirmamos es la Biblia; y para evitar que
se nos acuse de basarnos en versículos arreglados, hemos
usado una Biblia católica, concretamente la versión
de Nácar Colunga, muy recomen-dada entre los católicos
españoles y, también, la que contiene más textos
manipulados con la intención de favorecer la doctrina católica;
pero aún así, la lectura crítica de la Biblia
de Ná-car Colunga sigue siendo demoledora para la Iglesia
católica y sus dogmas. De todas formas, aconsejamos sinceramente
que todo lector de este trabajo, sea cristiano, católico
o lo que me-jor le plazca, tenga una Biblia a mano para consultarla
siempre que precise guiarse por su pro-pio criterio.
Uno no puede dejar de sorprenderse cuando se hace consciente de
que los católicos, así como una buena parte de sus
sacerdotes, no conocen la Biblia. A diferencia del resto de de-nominaciones
cristianas, la Iglesia católica no sólo no patrocina
la lectura directa de las Escritu-ras sino que la dificulta. Si
miramos hacia atrás en la historia, vemos que la Iglesia
se sirvió del poder político para impedir que el pueblo
accediese a la Biblia, así, por ejemplo, el edicto de 1223
del rey Jaime de Aragón, que prohibía leer versiones
bíblicas en lenguas romance y or-denaba quemar las traducciones,
probablemente albigenses, que surgieron en la época. Esa
persecución no fue óbice para emprender traducciones
al castellano para uso de reyes, como las espléndidas Biblia
alfonsina (patrocinada por Alfonso X en 1280) o la Biblia del Duque
de Alba (auspiciada por Juan II de Castilla en 1430).
En Italia se publicó en castellano la llamada Biblia de Ferrara
(1553), que tradujo el Antiguo Testamento para uso de los judíos
españoles desterrados, pero la versión clave es la
llamada Biblia del Oso, traducida por Casiodoro de Reina, monje
sevillano pasado al protestantismo, y publicada en Basilea en 1569;
esta versión es la todavía conocida como Reina-Valera.
Hasta el siglo XVI, con la llegada de la reforma protestante de
Lutero, desafiando a la Iglesia, sólo los poquísimos
que sabían griego y latín podían acceder directamente
a los textos bíblicos.
La Iglesia española sólo hace dos siglos que levantó
su prohibición, impuesta bajo pena de prisión perpetua,
de traducir la Biblia a cualquier lengua vulgar. La primera versión
castellana autorizada le fue encargada al sacerdote escolapio Felipe
Scío por el rey Carlos III y se publicó en Valencia
en 1793. Fue una traducción de la ya muy deficiente versión
latina de la Vulgata de san Jerónimo.
Pero hoy, como en los últimos mil quinientos años,
la práctica totalidad de la masa de cre-yentes católicos
aún no ha leído directamente las Escrituras. A pesar
de que la Biblia está al alcance de cualquiera —incluso con
muchas versiones gratuitas accesibles en Internet—, la Iglesia católica
sigue formando a su grey mediante el Catecismo, lo que llama Historia
Sagrada y otros textos catequizadores elaborados ad hoc. Se intenta
evitar la lectura directa de la Biblia —o, en el mejor de los casos,
se tergiversan sus textos añadiéndoles decenas de
anotaciones “exegéticas” peculiares, como en la Nácar
Colunga— por una razón muy simple: lo que la Igle-sia católica
sostiene, en lo fundamental, tiene poco o nada que ver con lo que
aparece escrito en cualquier Biblia.
El máximo enemigo de los dogmas católicos son las
propias Escrituras, ya que éstas los re-futan a simple vista.
Por eso en la Iglesia se impuso, desde antiguo, que la Tradición
—esto es aquello que “siempre” han creído quienes han dirigido
la institución— tenga un rango igual (que en la práctica
es superior) al de las Escrituras, que se supone son la palabra
de Dios. Con esta argucia, la Iglesia católica niega todo
aquello que la contradice desde las Escrituras afir-mando que “no
es de Tradición”. Así, por ejemplo, los Evangelios
documentan claramente la existencia de hermanos carnales de Jesús,
hijos también de María, pero como la Iglesia no tie-ne
la tradición de creer en ellos, transformó el sentido
de los textos neotestamentarios en que aparecen y sigue proclamando
la virginidad perpetua de la madre y la unicidad del hijo.
De igual modo, por poner otro ejemplo, la Iglesia católica
sostiene con empecinamiento el significado erróneo, y a menudo
lesivo para los derechos del clero y/o los fieles, de versículos
mal traducidos —errados ya desde la Vulgata de San Jerónimo
(siglo IV d.C.)— aduciendo que su tradición siempre los ha
interpretado de la misma manera (equivocada, obviamente, aunque
muy rentable para los intereses de la Iglesia).
Para dar cuerpo a la reflexión y a la estructura demostrativa
de este libro nos hemos aso-mado sobre dos plataformas complementarias:
la primera se basa en los datos históricos y el análisis
de textos, que permiten ver que el contenido de los documentos bíblicos
suele obede-cer a necesidades político sociales y religiosas
concretas de la época en que aparecieron; que fueron escritos,
en tiempos casi siempre identificables e identificados, por sujetos
con intereses claramente relacionados con el contenido de sus textos
(tratándose a menudo de personas y épocas diferentes
de las que han impuesto la fe); que fueron el resultado de múltiples
reelabo-raciones, añadidos, mutilaciones y falsificaciones
en el decurso de los siglos; etc., es decir, que, desde nuestro
punto de vista, no hay la menor posibilidad de que Dios —cualquier
dios que pueda existir— tuviese algo que ver con la redacción
de las Escrituras.
La segunda plataforma, en la que damos un voluntario salto al vacío
de la fe, asume la hipó-tesis creyente de que las Escrituras
son «la palabra inspirada de Dios»; pero, desde este
con-texto, las conclusiones son aún más graves puesto
que si la Biblia es palabra divina, tal como afirman los creyentes,
resulta obvio que la Iglesia católica, al falsearla y contradecirla,
traiciona tanto la voluntad del Dios Padre como la del Dios Hijo
—a quienes dice seguir fielmente—, al tiempo que mantiene un engaño
colosal que pervierte y desvía la fe y las obras de sus fieles.
Valga decir que este libro no es ningún anti catecismo, es
un mero trabajo de recopilación y análisis de datos
objetivos que sugiere una serie de conclusiones —que son discutibles,
como cualquier otro resultado de un proceso de raciocinio—, pero,
a medida que se vaya profundi-zando en este texto, será el
propio lector, ya sea posicionado en una óptica creyente,
agnósti-ca o atea, quien podrá —y deberá— ir
sacando sus propias consecuencias acerca de cada uno de los aspectos
tratados.
En esta obra no se aspira más que a reflexionar críticamente
sobre algunos elementos fun-damentales de la institución
social más influyente de la historia —y tenemos para ello
la misma legitimidad y derecho, al menos, que el esgrimido por la
Iglesia católica, y las cristianas, para entrometerse y lanzar
censuras sobre ámbitos personales y sociales que no son de
su incum-bencia y que exceden en mucho su función específica
de «pastores de almas»—. No es, por tanto, un libro
que pretenda atacar a la Iglesia católica, al cristianismo
o a la religión en gene-ral, aunque será inevitable
que algunos lo interpreten así; quizá porque su ignorancia
y fana-tismo doctrinal les impide darse cuenta de que, en todo caso,
son las propias religiones, con su conducta pública, las
que van perdiendo su credibilidad hasta llegar a cotas más
o menos im-portantes de autodestrucción.
Ningún libro puede dañar a una religión, aunque
sí sea habitual que las religiones dañen a los autores
de libros. A este respecto son bien conocidos los casos de la fanática
persecución religiosa de autores como Salman Rushdi o Taslima
Nasrin por el fundamentalismo islámico chiíta, pero
la Iglesia católica, actuando de forma más sutil,
no se queda atrás en la persecu-ción de los escritores
que publican aquello que no le place o pone al descubierto sus miserias.
Son muchísimos los casos de escritores contemporáneos
que han sufrido represalias por en-frentarse a la Iglesia, pero
baste recordar como el papa Wojtyla amordazó a los teólogos
dís-colos mediante la imposición del silencio, la
expulsión de sus cátedras o la encíclica Veritatis
splendor; o los sonados casos de los escritores Roger Peyrefitte
y Nikos Karantzakis, perse-guidos con saña por el poderoso
aparato vaticano por poner en evidencia la hipocresía de
la Iglesia católica. Con el papa Ratzinger, cerebro y mano
ejecutora de la represión del anterior pontífice,
nada sustancial ha cambiado.
La experiencia de este autor después de publicar La vida
sexual del clero (1995), un best seller que ocupó los primeros
puestos de ventas en España y Portugal, confirma también
que la libertad de expresión no es una virtud de la Iglesia
católica. Cuando el libro aún no se había acabado
de distribuir, desde la jerarquía eclesiástica se
llamó a periodistas de muchos medios de comunicación,
“exigiendo”, “aconsejando” o “solicitando” —según la mayor
o menor fuerza que tuviesen los prelados y sus jefes de prensa en
cada medio y/o en función de la mili-tancia o no del periodista
abordado en el Opus Dei— que se guardara silencio sobre la apari-ción
del libro, una consigna que cumplieron fielmente buena parte de
los periódicos, incluso los que se dicen “progresistas”,
y programas de radio y televisión de gran audiencia, así
como, ob-viamente, todos los medios conservadores de talante clerical.
Afortunadamente, el boca a boca de la calle superó el silencio
de los medios de comunica-ción y miles de españoles
acudieron a las librerías a reservar su ejemplar, esperando
pacien-temente que las sucesivas reediciones del libro salieran
de la imprenta. Un dato curioso es que las librerías religiosas,
que habían sido marginadas en la primera fase de distribución
del libro, llamaron inmediatamente a la editorial solicitando ejemplares,
no en balde los sacerdotes fue-ron grandes lectores de La vida sexual
del clero. De todos modos, bastantes librerías fueron coaccionadas
y forzadas a quitar el libro de sus aparadores y, en la
España profunda, algunas otras recibieron amenazas de agresión
por parte de vándalos clericales.
Dado que la investigación de ese libro está sólidamente
documentada y viene apadrinada por un prólogo multidisciplinar
firmado por cuatro prestigiosas figuras, la ofensiva clerical tomó
su clásica forma mafiosa, atacando sin dar la cara jamás,
intentando —y en algún caso logran-do— perjudicar alguna
actividad profesional ajena a la faceta de escritor, coaccionando
a sa-cerdotes que habían colaborado en el libro, rescindiendo
el contrato de profesor de un brillante teólogo católico
y sacerdote por el mero hecho de haberme asesorado desde su especialidad,
haciendo publicar supuestas “críticas” del libro que no eran
sino meros insultos histéricos que pretendían descalificar
globalmente el trabajo sin aportar ni una sola evidencia en contra,
voci-ferando desde el púlpito de las iglesias que leer ese
libro era pecado mortal, aduciendo que es-te autor tenía
prohibida su entrada en las iglesias, censurando al autor en programas
de tele-visión ya acordados o grabados, forzando a la primera
emisora pública de Cataluña —que en 1997 era muy dócil
al partido demócrata-cristiano— a mantener vetado al autor
durante varios años, por “orden” del cardenal Carles transmitida
por su jefe de prensa, J. J., actualmente pe-riodista de un gran
diario siempre próximo a la Iglesia,...
Sin embargo, como muestra de un talante absolutamente contrario
al de los prelados espa-ñoles, cabe mencionar, por ejemplo,
el caso de Januàrio Turgau Ferreira, obispo de Lisboa y portavoz
de la Conferencia Episcopal portuguesa, que no sólo accedió
gustoso al debate cuando se publicó A vida sexual do clero,
sino que defendió que el libro no suponía ninguna
ofensa o ataque a la Iglesia, que al leerlo se tiene «la sensación
de abrir los ojos», que la críti-ca debía ser
siempre aceptada para cambiar lo que está mal y que hay que
«repensar el celi-bato desde el fondo del libro de Pepe Rodríguez».
Este mismo criterio había sido defendido anteriormente desde
revistas del clero católico como Tiempo de Hablar (62) o
Fraternizar (90); la primera de ellas finalizó su larga y
favorable reseña afirmando: «Se ha dicho de este libro
que el agnosticismo del autor falsea la realidad. ¿No ocurrirá
lo mismo que en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén
cuando los fariseos le pedían a Jesús que mandara
callar al pueblo? Ya conocemos la respuesta de Jesús: “Os
digo que si estos callan gritarán las piedras”. Este libro
es un grito de las piedras ya que los amigos de Jesús nos
estamos callando» (pp. 38-39).
El largo rosario de hechos vergonzosos y coacciones a la libertad
de expresión perpetrados por el poder clerical español
durante esos días tuvo una de sus apariciones estelares en
el ce-se fulminante, como director de la tertulia Las cosas como
son (RNE), del conocido periodista radiofónico Pedro Méyer,
acusado, tras mi participación en el programa, de «una
falta grave de respeto a una religión, en este caso la católica»,
cuando no se hizo más que tratar con rigor algunas cuestiones
sobre el Papa, el Opus Dei y el celibato sacerdotal. A la jerarquía
católica lo que le molesta realmente es que las cosas se
digan tal como son. Hoy aún abundan los obispos que añoran
las hogueras de la Santa Inquisición.
Cuando, en 1997, decidí publicar este libro, muchos amigos,
periodistas y políticos funda-mentalmente, me advirtieron
del riesgo que corría haciéndolo. «Ándate
con muchísimo cuidado —me aconsejó un querido amigo,
conocido político conservador y católico practicante—,
no ol-vides que la Iglesia tiene una experiencia de dos mil años
en el arte de hacer maldades impu-nemente». Era consciente
entonces, y lo soy ahora (2011), del elevado coste personal que
de-be pagarse el resto de la vida por publicar este trabajo, pero
cuando uno ha luchando siempre en favor de la libertad, no se puede
ni se debe cambiar de rumbo.
Omitiré, por no hacer un relato interminable, las presiones
mafiosas y censura brutal sufrida tras publicar el libro Pederastia
en la Iglesia católica, una investigación que ya en
2002 docu-mentaba, explicaba y probaba el funcionamiento estructural
consciente, regulado y general de la jerarquía católica
—desde tiempos de Juan XXIII a Ratzinger— para encubrir miles de
deli-tos sexuales del clero cometidos sobre menores, documentando
los casos de más de una vein-tena de prelados importantes,
delincuentes ellos mismos y encubiertos por Wojtyla y Ratzinger.
El libro fue silenciado por la prensa española —no así
por medios norteamericanos o latinoa-mericanos—, aunque no se impidió
una formidable venta. El tiempo demostró, a raíz de
lo pu-blicado en 2009 y 2010 por la prensa internacional —y replicado
por la española a desgana—, que mi libro fue una radiografía
perfecta del cáncer clerical que ha sido la pederastia y
su en-cubrimiento por la jerarquía católica, pero
el precio pagado por el autor fue muy importante.
De todos modos, salvo que el avieso peso clerical que, hasta la
fecha, influye subrepticia-mente en los poderes legislativo y judicial
españoles, decida variar el contenido del artículo
20 de nuestra Constitución, seguiré pensando que cada
ciudadano tiene derecho «a expresar y di-fundir libremente
los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito
o cual-quier otro medio de reproducción». Este derecho
no existe para la jerarquía de la Iglesia católi-ca
—el dogma es indiscutible y la omertà clásica de la
mafia es ley—, y su influyente autorita-rismo lo ahoga siempre que
le interesa en los ámbitos sociales que puede controlar.
No tengo, ni mucho menos, vocación de mártir, pero
jamás he actuado con cobardía. Este libro no es más
que la reflexión personal de este autor y, como tal, un ejercicio
del legítimo de-recho a la opinión y a la crítica
que, sin duda alguna, conlleva también, necesariamente, el
de-recho ajeno a la contracrítica —cosa que yo siempre he
agradecido y estimulado públicamen-te—, aunque no el derecho
al insulto, a la difamación y/o a la persecución mafiosa.
A fin de cuentas, en este libro no he hecho más que seguir
lo que se recomienda en los Hechos de los Apóstoles: «Y
llamándolos, les intimaron no hablar absolutamente ni enseñar
en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron y dijéronles:
“Juzgad por vosotros mis-mos si es justo ante Dios que os obedezcamos
a vosotros más que a El; porque nosotros no podemos dejar
de decir lo que hemos visto y oído”. Pero ellos les despidieron
con amenazas» (Act 4,18-21). En este libro nos limitamos a
comprobar directamente que fue aquello que se dejó escrito
en la Biblia, en qué circunstancias se dijo y cómo
se ha pervertido con el paso de los siglos. Nos limitamos a decir
«lo que hemos visto y oído», como cuentan que
hicieron Pe-dro y Juan, aunque también como a ellos los «sacerdotes
y saduceos» nos amenacen.
El propio Jesús, según Jn 8,32, dijo que «la
verdad os hará libres» y las páginas siguientes
son una excursión en busca de las verdades que hay más
allá de los dogmas. Quizá la verdad no exista en ninguna
parte, puesto que todo es relativo, pero en el propio proceso racional
de buscarla alcanzamos cotas de libertad que nos alejan de la servidumbre
a la que la mentira y la hipocresía intentan someternos en
su esfuerzo por moldearnos como creyentes acríticos.
La verdad puede hacernos libres, pero la mentira, más allá
de volvernos crédulos, puede anclarnos como creyentes.
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