| (Fuente: 
            © Rodríguez, 
            P. (2011). Mentiras fundamentales 
            de la Iglesia católica. Barcelona: © Ediciones 
            B., Introito, pp. 13-29)
 
 
 Nota 
            del autor a esta edición revisada y aumentada
 
 En esta nueva versión de 2011 se ha conservado la estructura 
            básica del libro de 1997, que tiene todo el valor de haber 
            sido una obra pionera en el género y muy exitosa —con más 
            de 150.000 ejemplares vendidos y varias traducciones—, pero para esta 
            edición he revisado muy a fondo todo el contenido, añadiendo 
            decenas de ampliaciones a fin de mejorar el trabajo en todos los sentidos.
 
 He ampliado el texto en la mayoría de los capítulos, 
            a fin de documentar mejor aspectos im-portantes que anteriormente 
            pudieron quedar faltos de argumentación o que se omitieron, 
            y he incluido 127 notas a pie de página más (531 en 
            total), que complementan o amplían el texto principal. También 
            he añadido capítulos y apartados nuevos, dedicados a 
            temas no tratados en la versión anterior, que aportan datos 
            y conocimientos de gran interés sobre el contexto históri-co 
            y doctrinal estudiados y abren nuevos horizontes reflexivos a los 
            lectores y lectoras.
 
 Este libro también se ha beneficiado de la revisión 
            y análisis de una amplia bibliografía aca-démica, 
            aparecida durante la última década, que ha permitido 
            incrementar y fortalecer la base y el rigor de la investigación 
            crítica que se plasma en este trabajo.
 
 Antonio Piñero, catedrático de Filología Neotestamentaria 
            y uno de los mejores expertos en la figura del Jesús histórico, 
            su doctrina y su época, finalizó un artículo 
            sobre este libro dicien-do: «El cristianismo de hoy no debe 
            adoptar la actitud de la avestruz temerosa, sino que ha de plantearse 
            entre otros —en el ocaso del siglo XX y en los comienzos de otro milenio, 
            épocas de gran difusión de ideas—, el enorme reto de 
            responder con claridad y precisión a los argu-mentos de quienes 
            señalan ciertas debilidades del sistema teológico que 
            es la base de la Igle-sia cristiana» (Estudios Eclesiásticos, 
            n. 74, 1999, p. 190).
 Los lectores, hoy todavía más que ayer, encontrarán 
            documentadas en este libro no sólo «ciertas debilidades 
            del sistema teológico» cristiano sino decenas de esas 
            «debilidades», que lo seguirán siendo aunque la 
            Iglesia y los creyentes persistan en su defensiva «actitud de 
            la avestruz temerosa».
 
 Este libro no trata ni cuestiona la fe, sólo se ocupa —y preocupa— 
            de aportar la máxima luz y veracidad posibles al contexto histórico, 
            documental y doctrinal que dio origen al cristianismo, al catolicismo 
            y a sus tradiciones, ficciones históricas, mitos y dogmas.
 
 Dr. Pepe Rodríguez
 6 de enero de 2011
 
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 Introito: “La verdad os hará libres” 
            (Jn 8,32), la mentira, creyentes
 (en 
              este texto se han omitido todas las referencias y notas a pie de 
              página que figuran en el libro original)
 Es probable que el título de este libro, Mentiras fundamentales 
              de la Iglesia católica, pueda parecerle inadecuado o exagerado 
              a algún lector, pero si nos remitimos a la definición 
              de la propia Iglesia católica cuando afirma que «la 
              mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir 
              es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene 
              el derecho de cono-cerla. Lesionando la relación del hombre 
              con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo 
              fundamental del hombre y de su palabra con el Señor», 
              veremos cuan ajustado está este título a los datos 
              de gran calado que iremos descubriendo a lo largo de este trabajo.
 
 Las Iglesias cristianas, pero en particular la Iglesia católica 
              en nuestro ámbito, es una insti-tución que conserva 
              una notable influencia en nuestra sociedad —a pesar de que la mayoría 
              de sus templos suelen estar muy vacíos y de que casi nadie, 
              ni aun sus fieles, sigue las direc-trices oficiales en materia de 
              moral— y sus actuaciones repercuten tanto entre los creyentes católicos, 
              o de cualquier otra religión, como entre los ciudadanos manifiestamente 
              ateos. Por esta razón, no sólo es lícito reflexionar 
              sobre todo cuanto atañe a la Iglesia católica sino 
              que, más aún, resulta obligado tener que hacerlo. 
              Tal como expresó el gran teólogo católico Schi-llebeeckx: 
              «se debe tener el coraje de criticar porque la Iglesia tiene 
              siempre necesidad de pu-rificación y de reformas.»
 
 Lo que es, dice o hace la Iglesia católica, por tanto, nos 
              incumbe en alguna medida a todos, ya que resulta imposible sustraerse 
              a su influjo cultural tras casi dos milenios de predominio absoluto 
              de su espíritu y sus dogmas en el proceso de conformación 
              de mentes, conciencias, costumbres, valores y hasta legislaciones.
 
 Si nos detenemos a pensar, nos daremos cuenta de que no sólo 
              tenemos una estructura mental cristiana o católica para ser 
              creyentes sino que también la tenemos para ser ateos; pa-ra 
              negar algún dios y su religión sólo podemos 
              hacerlo desde la plataforma que nos lo hizo co-nocer, por eso un 
              ateo de nuestro entorno cultural es, básicamente, un ateo 
              cristiano o católi-co. Nuestro vocabulario cotidiano, así 
              como nuestro refranero, supura cristianismo y catolicis-mo por todas 
              partes. La forma de juzgar lo correcto y lo incorrecto parte inevitablemente 
              de postulados cristianos o católicos. Los mecanismos básicos 
              de nuestra culpabilidad existencial son un dramático fruto 
              de la (de)formación católica (heredera, en este aspecto, 
              de la dinámica psicológica judeocristiana).
 
 Nuestras vidas, en nuestro entorno, tanto la del ciudadano más 
              pío como la del más ateo de los convecinos, está 
              dominada por el catolicismo: el nombre que llevamos es, mayoritariamen-te, 
              el de algún santo/a católicos, el de una advocación 
              de la Virgen, o el del mismo Jesús; nuestra vida está 
              repleta de actos sociales que no son más que formas sacramentales 
              católi-cas —bautismos, primeras comuniones, bodas, funerales, 
              etc.—, a los que asistimos con nor-malidad aunque no seamos creyentes; 
              las fiestas patronales de nuestros pueblos se celebran en honor 
              de un santo/a católicos o de la Virgen; nuestros periodos 
              vacacionales preferidos —Navidad, Reyes, Semana Santa, San José, 
              San Juan, el Pilar, la Inmaculada...— son conme-moraciones católicas; 
              un sinnúmero de hospitales, instituciones o calles llevan 
              nombres católi-cos; gran parte del arte arquitectónico, 
              pictórico y escultórico de nuestro patrimonio cultural 
              es católico; un elevadísimo porcentaje de centros 
              educacionales, escolares y asistenciales —y sus profesionales— son 
              católicos; la influencia católica en los medios de 
              comunicación es muy notable, creciente y encubierta —especialmente 
              gracias a las redes conformadas por grupos de poder como el Opus 
              Dei o Legionarios de Cristo—, al igual que sucede en la Administración 
              de Justicia, tal como se encargan de recordar muchas sentencias, 
              entre ellas algunas relevan-tes del Tribunal Supremo y del Tribunal 
              Constitucional; y, en fin, nuestros gobiernos —sin im-portar su 
              color político— siguen financiando con nuestros impuestos 
              a la Iglesia católica.
 
 Lo queramos o no, estamos obligados a vivir bajo un catolicismo 
              social, y ello no es ni bue-no ni malo, simplemente es. Está 
              justificado, por tanto, que nos ocupemos en reflexionar sobre algo 
              que tiene tanto peso en nuestras vidas. Pero ¿qué 
              sabemos en realidad del cristianismo y del origen de sus doctrinas? 
              ¿y de la Iglesia católica y de sus dogmas religiosos? 
              Parece que mucho o todo, puesto que abrigamos la sensación 
              de tener una gran familiaridad con el cristia-nismo y con su versión 
              católica. Tan es así, que conocemos perfectamente, 
              lo creamos o no, que María fue considerada Virgen desde siempre, 
              que Jesús fue hijo único y que murió y resu-citó 
              a los tres días, que fue conocido como consubstancial con 
              Dios desde su mismo nacimien-to, que él fundó el cristianismo 
              y la Iglesia católica e instituyó el sacerdocio, la 
              misa y la euca-ristía, que estableció que el Papa 
              fuese el sucesor directo de Pedro... estamos seguros de que todo 
              esto es así porque siempre nos lo han contado de esta forma, 
              pero, sin embargo, cuando leemos directa y críticamente el 
              Nuevo Testamento vemos, sin lugar a dudas, que ninguna de estas 
              afirmaciones es cierta.
 
 La primera vez que leí la Biblia, en septiembre de 1974, 
              quedé muy sorprendido por las te-rribles contradicciones 
              que la caracterizan, pero también por descubrir que el Jesús 
              de los Evangelios no tenía apenas nada que ver con el que 
              proclama la Iglesia católica. Veintidós años 
              más tarde, en 1996 —cuando escribo la primera versión 
              de este libro—, tras varias lectu-ras críticas de la Biblia 
              y apoyado en el bagaje intelectual que da el haber estudiado decenas 
              de trabajos de expertos en Historia Antigua, religiones comparadas, 
              mitología, antropología re-ligiosa, exégesis 
              bíblica, teología, arte, etc., mi nivel de sorpresa 
              no sólo no ha disminuido sino que se ha acrecentado en progresión 
              geométrica y se mantiene hasta hoy, 2011, cuando revi-so 
              en profundidad este trabajo para su publicación actualizada.
 
 Cuantos más conocimientos he ido adquiriendo para poder analizar 
              la Biblia desde paráme-tros objetivos, más interesante 
              me ha parecido (como colección de documentos de un comple-jo 
              y fundamental proceso histórico) pero, también, más 
              patética me ha resultado la tremenda manipulación 
              de las Escrituras y del mensaje de Jesús, realizada, con 
              absoluta impunidad, du-rante siglos, por el cristianismo en general 
              y la Iglesia católica en particular.
 
 En este libro no se pretende descubrir nada nuevo, puesto que, desde 
              finales del siglo XVIII hasta hoy, decenas de investigadores, todos 
              ellos más cualificados que este autor, han publi-cado trabajos 
              académicos que dinamitaron sin compasión los documentos 
              básicos del cristia-nismo. Los especialistas en exégesis 
              bíblica y en lenguas antiguas han demostrado fuera de toda 
              duda, entre otros, las muchas manipulaciones y añadidos que 
              trufan el Antiguo Testamen-to; el contexto histórico y la 
              autoría reciente (s. VII a.C.) del Pentateuco —falsamente 
              atribuido a Moisés (s. XIII a.C.)—; la inconsistencia de 
              las “profecías”; la verdadera autoría de los Evan-gelios 
              y la presencia de múltiples interpolaciones doctrinales en 
              ellos; la cualidad de pseudoe-pigráficos de textos que se 
              atribuyen falsamente a Pablo y otros en el Nuevo Testamento, etc. 
              Y los historiadores han puesto en evidencia que buena parte de la 
              historiografía católica es, simple y llanamente, mentira. 
              De todas formas, dado que los trabajos citados no son del cono-cimiento 
              del gran público, este texto contribuirá a divulgar 
              parte de lo que la ciencia ya sabe desde hace años.
 
 El breve análisis acerca del origen de los textos que originaron 
              el cristianismo y de la Iglesia católica y algunos de sus 
              dogmas, que se recoge en este trabajo, no fue pensado, en principio, 
              para convertirse en un libro. En su origen no fue más que 
              un proceso de reflexión, absoluta-mente privado, a través 
              del cual este autor quiso profundizar en algunos aspectos doctrinales 
              fundamentales de la Iglesia católica mediante su confrontación 
              con las propias Escrituras en las que decían basarse.
 Desde esta perspectiva, el texto no pretende ser una obra acabada 
              ni definitiva de nada, aunque sí es el fruto del trabajo 
              de muchos meses de investigación, de cientos de horas ante 
              el ordenador, rodeado de montañas de libros, intentando asegurar 
              cada palabra escrita en las bases más sólidas y creíbles 
              que he podido encontrar.
 
 No es tampoco un libro que pretenda convencer a nadie de nada, creo 
              que el lector tiene el derecho y la obligación de cuestionar 
              todo aquello que lee, por eso se facilita una abundante bibliografía 
              y se indica, en notas a pie de página, las referencias documentales 
              que cualquiera puede analizar por sí mismo para extraer sus 
              propias conclusiones.
 
 En cualquier caso, la fuente principal a la que hemos recurrido 
              para fundamentar lo que afirmamos es la Biblia; y para evitar que 
              se nos acuse de basarnos en versículos arreglados, hemos 
              usado una Biblia católica, concretamente la versión 
              de Nácar Colunga, muy recomen-dada entre los católicos 
              españoles y, también, la que contiene más textos 
              manipulados con la intención de favorecer la doctrina católica; 
              pero aún así, la lectura crítica de la Biblia 
              de Ná-car Colunga sigue siendo demoledora para la Iglesia 
              católica y sus dogmas. De todas formas, aconsejamos sinceramente 
              que todo lector de este trabajo, sea cristiano, católico 
              o lo que me-jor le plazca, tenga una Biblia a mano para consultarla 
              siempre que precise guiarse por su pro-pio criterio.
 
 Uno no puede dejar de sorprenderse cuando se hace consciente de 
              que los católicos, así como una buena parte de sus 
              sacerdotes, no conocen la Biblia. A diferencia del resto de de-nominaciones 
              cristianas, la Iglesia católica no sólo no patrocina 
              la lectura directa de las Escritu-ras sino que la dificulta. Si 
              miramos hacia atrás en la historia, vemos que la Iglesia 
              se sirvió del poder político para impedir que el pueblo 
              accediese a la Biblia, así, por ejemplo, el edicto de 1223 
              del rey Jaime de Aragón, que prohibía leer versiones 
              bíblicas en lenguas romance y or-denaba quemar las traducciones, 
              probablemente albigenses, que surgieron en la época. Esa 
              persecución no fue óbice para emprender traducciones 
              al castellano para uso de reyes, como las espléndidas Biblia 
              alfonsina (patrocinada por Alfonso X en 1280) o la Biblia del Duque 
              de Alba (auspiciada por Juan II de Castilla en 1430).
 
 En Italia se publicó en castellano la llamada Biblia de Ferrara 
              (1553), que tradujo el Antiguo Testamento para uso de los judíos 
              españoles desterrados, pero la versión clave es la 
              llamada Biblia del Oso, traducida por Casiodoro de Reina, monje 
              sevillano pasado al protestantismo, y publicada en Basilea en 1569; 
              esta versión es la todavía conocida como Reina-Valera. 
              Hasta el siglo XVI, con la llegada de la reforma protestante de 
              Lutero, desafiando a la Iglesia, sólo los poquísimos 
              que sabían griego y latín podían acceder directamente 
              a los textos bíblicos.
 
 La Iglesia española sólo hace dos siglos que levantó 
              su prohibición, impuesta bajo pena de prisión perpetua, 
              de traducir la Biblia a cualquier lengua vulgar. La primera versión 
              castellana autorizada le fue encargada al sacerdote escolapio Felipe 
              Scío por el rey Carlos III y se publicó en Valencia 
              en 1793. Fue una traducción de la ya muy deficiente versión 
              latina de la Vulgata de san Jerónimo.
 Pero hoy, como en los últimos mil quinientos años, 
              la práctica totalidad de la masa de cre-yentes católicos 
              aún no ha leído directamente las Escrituras. A pesar 
              de que la Biblia está al alcance de cualquiera —incluso con 
              muchas versiones gratuitas accesibles en Internet—, la Iglesia católica 
              sigue formando a su grey mediante el Catecismo, lo que llama Historia 
              Sagrada y otros textos catequizadores elaborados ad hoc. Se intenta 
              evitar la lectura directa de la Biblia —o, en el mejor de los casos, 
              se tergiversan sus textos añadiéndoles decenas de 
              anotaciones “exegéticas” peculiares, como en la Nácar 
              Colunga— por una razón muy simple: lo que la Igle-sia católica 
              sostiene, en lo fundamental, tiene poco o nada que ver con lo que 
              aparece escrito en cualquier Biblia.
 
 El máximo enemigo de los dogmas católicos son las 
              propias Escrituras, ya que éstas los re-futan a simple vista. 
              Por eso en la Iglesia se impuso, desde antiguo, que la Tradición 
              —esto es aquello que “siempre” han creído quienes han dirigido 
              la institución— tenga un rango igual (que en la práctica 
              es superior) al de las Escrituras, que se supone son la palabra 
              de Dios. Con esta argucia, la Iglesia católica niega todo 
              aquello que la contradice desde las Escrituras afir-mando que “no 
              es de Tradición”. Así, por ejemplo, los Evangelios 
              documentan claramente la existencia de hermanos carnales de Jesús, 
              hijos también de María, pero como la Iglesia no tie-ne 
              la tradición de creer en ellos, transformó el sentido 
              de los textos neotestamentarios en que aparecen y sigue proclamando 
              la virginidad perpetua de la madre y la unicidad del hijo.
 
 De igual modo, por poner otro ejemplo, la Iglesia católica 
              sostiene con empecinamiento el significado erróneo, y a menudo 
              lesivo para los derechos del clero y/o los fieles, de versículos 
              mal traducidos —errados ya desde la Vulgata de San Jerónimo 
              (siglo IV d.C.)— aduciendo que su tradición siempre los ha 
              interpretado de la misma manera (equivocada, obviamente, aunque 
              muy rentable para los intereses de la Iglesia).
 
 Para dar cuerpo a la reflexión y a la estructura demostrativa 
              de este libro nos hemos aso-mado sobre dos plataformas complementarias: 
              la primera se basa en los datos históricos y el análisis 
              de textos, que permiten ver que el contenido de los documentos bíblicos 
              suele obede-cer a necesidades político sociales y religiosas 
              concretas de la época en que aparecieron; que fueron escritos, 
              en tiempos casi siempre identificables e identificados, por sujetos 
              con intereses claramente relacionados con el contenido de sus textos 
              (tratándose a menudo de personas y épocas diferentes 
              de las que han impuesto la fe); que fueron el resultado de múltiples 
              reelabo-raciones, añadidos, mutilaciones y falsificaciones 
              en el decurso de los siglos; etc., es decir, que, desde nuestro 
              punto de vista, no hay la menor posibilidad de que Dios —cualquier 
              dios que pueda existir— tuviese algo que ver con la redacción 
              de las Escrituras.
 
 La segunda plataforma, en la que damos un voluntario salto al vacío 
              de la fe, asume la hipó-tesis creyente de que las Escrituras 
              son «la palabra inspirada de Dios»; pero, desde este 
              con-texto, las conclusiones son aún más graves puesto 
              que si la Biblia es palabra divina, tal como afirman los creyentes, 
              resulta obvio que la Iglesia católica, al falsearla y contradecirla, 
              traiciona tanto la voluntad del Dios Padre como la del Dios Hijo 
              —a quienes dice seguir fielmente—, al tiempo que mantiene un engaño 
              colosal que pervierte y desvía la fe y las obras de sus fieles.
 
 Valga decir que este libro no es ningún anti catecismo, es 
              un mero trabajo de recopilación y análisis de datos 
              objetivos que sugiere una serie de conclusiones —que son discutibles, 
              como cualquier otro resultado de un proceso de raciocinio—, pero, 
              a medida que se vaya profundi-zando en este texto, será el 
              propio lector, ya sea posicionado en una óptica creyente, 
              agnósti-ca o atea, quien podrá —y deberá— ir 
              sacando sus propias consecuencias acerca de cada uno de los aspectos 
              tratados.
 
 En esta obra no se aspira más que a reflexionar críticamente 
              sobre algunos elementos fun-damentales de la institución 
              social más influyente de la historia —y tenemos para ello 
              la misma legitimidad y derecho, al menos, que el esgrimido por la 
              Iglesia católica, y las cristianas, para entrometerse y lanzar 
              censuras sobre ámbitos personales y sociales que no son de 
              su incum-bencia y que exceden en mucho su función específica 
              de «pastores de almas»—. No es, por tanto, un libro 
              que pretenda atacar a la Iglesia católica, al cristianismo 
              o a la religión en gene-ral, aunque será inevitable 
              que algunos lo interpreten así; quizá porque su ignorancia 
              y fana-tismo doctrinal les impide darse cuenta de que, en todo caso, 
              son las propias religiones, con su conducta pública, las 
              que van perdiendo su credibilidad hasta llegar a cotas más 
              o menos im-portantes de autodestrucción.
 
 Ningún libro puede dañar a una religión, aunque 
              sí sea habitual que las religiones dañen a los autores 
              de libros. A este respecto son bien conocidos los casos de la fanática 
              persecución religiosa de autores como Salman Rushdi o Taslima 
              Nasrin por el fundamentalismo islámico chiíta, pero 
              la Iglesia católica, actuando de forma más sutil, 
              no se queda atrás en la persecu-ción de los escritores 
              que publican aquello que no le place o pone al descubierto sus miserias. 
              Son muchísimos los casos de escritores contemporáneos 
              que han sufrido represalias por en-frentarse a la Iglesia, pero 
              baste recordar como el papa Wojtyla amordazó a los teólogos 
              dís-colos mediante la imposición del silencio, la 
              expulsión de sus cátedras o la encíclica Veritatis 
              splendor; o los sonados casos de los escritores Roger Peyrefitte 
              y Nikos Karantzakis, perse-guidos con saña por el poderoso 
              aparato vaticano por poner en evidencia la hipocresía de 
              la Iglesia católica. Con el papa Ratzinger, cerebro y mano 
              ejecutora de la represión del anterior pontífice, 
              nada sustancial ha cambiado.
 
 La experiencia de este autor después de publicar La vida 
              sexual del clero (1995), un best seller que ocupó los primeros 
              puestos de ventas en España y Portugal, confirma también 
              que la libertad de expresión no es una virtud de la Iglesia 
              católica. Cuando el libro aún no se había acabado 
              de distribuir, desde la jerarquía eclesiástica se 
              llamó a periodistas de muchos medios de comunicación, 
              “exigiendo”, “aconsejando” o “solicitando” —según la mayor 
              o menor fuerza que tuviesen los prelados y sus jefes de prensa en 
              cada medio y/o en función de la mili-tancia o no del periodista 
              abordado en el Opus Dei— que se guardara silencio sobre la apari-ción 
              del libro, una consigna que cumplieron fielmente buena parte de 
              los periódicos, incluso los que se dicen “progresistas”, 
              y programas de radio y televisión de gran audiencia, así 
              como, ob-viamente, todos los medios conservadores de talante clerical.
 
 Afortunadamente, el boca a boca de la calle superó el silencio 
              de los medios de comunica-ción y miles de españoles 
              acudieron a las librerías a reservar su ejemplar, esperando 
              pacien-temente que las sucesivas reediciones del libro salieran 
              de la imprenta. Un dato curioso es que las librerías religiosas, 
              que habían sido marginadas en la primera fase de distribución 
              del libro, llamaron inmediatamente a la editorial solicitando ejemplares, 
              no en balde los sacerdotes fue-ron grandes lectores de La vida sexual 
              del clero. De todos modos, bastantes librerías fueron coaccionadas 
              y forzadas a quitar el libro de sus aparadores y, en la
 España profunda, algunas otras recibieron amenazas de agresión 
              por parte de vándalos clericales.
 
 Dado que la investigación de ese libro está sólidamente 
              documentada y viene apadrinada por un prólogo multidisciplinar 
              firmado por cuatro prestigiosas figuras, la ofensiva clerical tomó 
              su clásica forma mafiosa, atacando sin dar la cara jamás, 
              intentando —y en algún caso logran-do— perjudicar alguna 
              actividad profesional ajena a la faceta de escritor, coaccionando 
              a sa-cerdotes que habían colaborado en el libro, rescindiendo 
              el contrato de profesor de un brillante teólogo católico 
              y sacerdote por el mero hecho de haberme asesorado desde su especialidad, 
              haciendo publicar supuestas “críticas” del libro que no eran 
              sino meros insultos histéricos que pretendían descalificar 
              globalmente el trabajo sin aportar ni una sola evidencia en contra, 
              voci-ferando desde el púlpito de las iglesias que leer ese 
              libro era pecado mortal, aduciendo que es-te autor tenía 
              prohibida su entrada en las iglesias, censurando al autor en programas 
              de tele-visión ya acordados o grabados, forzando a la primera 
              emisora pública de Cataluña —que en 1997 era muy dócil 
              al partido demócrata-cristiano— a mantener vetado al autor 
              durante varios años, por “orden” del cardenal Carles transmitida 
              por su jefe de prensa, J. J., actualmente pe-riodista de un gran 
              diario siempre próximo a la Iglesia,...
 
 Sin embargo, como muestra de un talante absolutamente contrario 
              al de los prelados espa-ñoles, cabe mencionar, por ejemplo, 
              el caso de Januàrio Turgau Ferreira, obispo de Lisboa y portavoz 
              de la Conferencia Episcopal portuguesa, que no sólo accedió 
              gustoso al debate cuando se publicó A vida sexual do clero, 
              sino que defendió que el libro no suponía ninguna 
              ofensa o ataque a la Iglesia, que al leerlo se tiene «la sensación 
              de abrir los ojos», que la críti-ca debía ser 
              siempre aceptada para cambiar lo que está mal y que hay que 
              «repensar el celi-bato desde el fondo del libro de Pepe Rodríguez».
 
 Este mismo criterio había sido defendido anteriormente desde 
              revistas del clero católico como Tiempo de Hablar (62) o 
              Fraternizar (90); la primera de ellas finalizó su larga y 
              favorable reseña afirmando: «Se ha dicho de este libro 
              que el agnosticismo del autor falsea la realidad. ¿No ocurrirá 
              lo mismo que en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén 
              cuando los fariseos le pedían a Jesús que mandara 
              callar al pueblo? Ya conocemos la respuesta de Jesús: “Os 
              digo que si estos callan gritarán las piedras”. Este libro 
              es un grito de las piedras ya que los amigos de Jesús nos 
              estamos callando» (pp. 38-39).
 
 El largo rosario de hechos vergonzosos y coacciones a la libertad 
              de expresión perpetrados por el poder clerical español 
              durante esos días tuvo una de sus apariciones estelares en 
              el ce-se fulminante, como director de la tertulia Las cosas como 
              son (RNE), del conocido periodista radiofónico Pedro Méyer, 
              acusado, tras mi participación en el programa, de «una 
              falta grave de respeto a una religión, en este caso la católica», 
              cuando no se hizo más que tratar con rigor algunas cuestiones 
              sobre el Papa, el Opus Dei y el celibato sacerdotal. A la jerarquía 
              católica lo que le molesta realmente es que las cosas se 
              digan tal como son. Hoy aún abundan los obispos que añoran 
              las hogueras de la Santa Inquisición.
 
 Cuando, en 1997, decidí publicar este libro, muchos amigos, 
              periodistas y políticos funda-mentalmente, me advirtieron 
              del riesgo que corría haciéndolo. «Ándate 
              con muchísimo cuidado —me aconsejó un querido amigo, 
              conocido político conservador y católico practicante—, 
              no ol-vides que la Iglesia tiene una experiencia de dos mil años 
              en el arte de hacer maldades impu-nemente». Era consciente 
              entonces, y lo soy ahora (2011), del elevado coste personal que 
              de-be pagarse el resto de la vida por publicar este trabajo, pero 
              cuando uno ha luchando siempre en favor de la libertad, no se puede 
              ni se debe cambiar de rumbo.
 
 Omitiré, por no hacer un relato interminable, las presiones 
              mafiosas y censura brutal sufrida tras publicar el libro Pederastia 
              en la Iglesia católica, una investigación que ya en 
              2002 docu-mentaba, explicaba y probaba el funcionamiento estructural 
              consciente, regulado y general de la jerarquía católica 
              —desde tiempos de Juan XXIII a Ratzinger— para encubrir miles de 
              deli-tos sexuales del clero cometidos sobre menores, documentando 
              los casos de más de una vein-tena de prelados importantes, 
              delincuentes ellos mismos y encubiertos por Wojtyla y Ratzinger. 
              El libro fue silenciado por la prensa española —no así 
              por medios norteamericanos o latinoa-mericanos—, aunque no se impidió 
              una formidable venta. El tiempo demostró, a raíz de 
              lo pu-blicado en 2009 y 2010 por la prensa internacional —y replicado 
              por la española a desgana—, que mi libro fue una radiografía 
              perfecta del cáncer clerical que ha sido la pederastia y 
              su en-cubrimiento por la jerarquía católica, pero 
              el precio pagado por el autor fue muy importante.
 
 De todos modos, salvo que el avieso peso clerical que, hasta la 
              fecha, influye subrepticia-mente en los poderes legislativo y judicial 
              españoles, decida variar el contenido del artículo 
              20 de nuestra Constitución, seguiré pensando que cada 
              ciudadano tiene derecho «a expresar y di-fundir libremente 
              los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito 
              o cual-quier otro medio de reproducción». Este derecho 
              no existe para la jerarquía de la Iglesia católi-ca 
              —el dogma es indiscutible y la omertà clásica de la 
              mafia es ley—, y su influyente autorita-rismo lo ahoga siempre que 
              le interesa en los ámbitos sociales que puede controlar.
 
 No tengo, ni mucho menos, vocación de mártir, pero 
              jamás he actuado con cobardía. Este libro no es más 
              que la reflexión personal de este autor y, como tal, un ejercicio 
              del legítimo de-recho a la opinión y a la crítica 
              que, sin duda alguna, conlleva también, necesariamente, el 
              de-recho ajeno a la contracrítica —cosa que yo siempre he 
              agradecido y estimulado públicamen-te—, aunque no el derecho 
              al insulto, a la difamación y/o a la persecución mafiosa.
 
 A fin de cuentas, en este libro no he hecho más que seguir 
              lo que se recomienda en los Hechos de los Apóstoles: «Y 
              llamándolos, les intimaron no hablar absolutamente ni enseñar 
              en el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron y dijéronles: 
              “Juzgad por vosotros mis-mos si es justo ante Dios que os obedezcamos 
              a vosotros más que a El; porque nosotros no podemos dejar 
              de decir lo que hemos visto y oído”. Pero ellos les despidieron 
              con amenazas» (Act 4,18-21). En este libro nos limitamos a 
              comprobar directamente que fue aquello que se dejó escrito 
              en la Biblia, en qué circunstancias se dijo y cómo 
              se ha pervertido con el paso de los siglos. Nos limitamos a decir 
              «lo que hemos visto y oído», como cuentan que 
              hicieron Pe-dro y Juan, aunque también como a ellos los «sacerdotes 
              y saduceos» nos amenacen.
 
 El propio Jesús, según Jn 8,32, dijo que «la 
              verdad os hará libres» y las páginas siguientes 
              son una excursión en busca de las verdades que hay más 
              allá de los dogmas. Quizá la verdad no exista en ninguna 
              parte, puesto que todo es relativo, pero en el propio proceso racional 
              de buscarla alcanzamos cotas de libertad que nos alejan de la servidumbre 
              a la que la mentira y la hipocresía intentan someternos en 
              su esfuerzo por moldearnos como creyentes acríticos.
 
 La verdad puede hacernos libres, pero la mentira, más allá 
              de volvernos crédulos, puede anclarnos como creyentes.
 
 
 
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