Jesús,
en los Evangelios, preconizó la igualdad de derechos
de la mujer, pero la Iglesia procuró su marginación
social y religiosa
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (2011). Mentiras
fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: ©
Ediciones B.,
capítulo 14, pp. 413-425)
(en este texto se han omitido las referencias y notas a pie
de página del libro original)
Afirma, con sobrada razón, el teólogo católico
Schillebeeckx que «de hecho hay más mujeres comprometidas
en la vida de la Iglesia que hombres. Y, no obstante, están
desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una
discriminación (...) La exclusión de las mujeres
del ministerio es una cuestión puramente cultural,
que en el momento actual no tiene sentido. ¿Por qué
las mujeres no pueden presidir la Eucaristía? ¿por
qué no pueden recibir la ordenación? No hay
argumentos para oponerse a conferir el sacerdocio a las mujeres».
Con
todo el derecho que le confería su cargo, pero sin
ninguna razón evangélica ni histórica,
el papa Juan Pablo II, en su meditación Dignitatis
mulieris, abundó en el manido argumento de que Jesús
no llamó a ninguna mujer entre los doce apóstoles
y que por ello debe concluirse que las excluyó explícitamente
de la dirección de la Iglesia y también del
ministerio sacerdotal, pero tal pretensión no solamente
es falsa y absurda en sí misma —ya que Jesús
jamás fundó ninguna Iglesia— sino que carece
de fundamento evangélico y es profundamente tramposa.
Si leemos los Evangelios sin prejuicios machistas, observaremos
que Jesús trató a la mujer de un modo bien distinto
al que pretende la Iglesia católica y veremos que en
las primeras comunidades cristianas la mujer ocupaba cargos
de responsabilidad.
En cualquier caso, tal como ya hemos documentado sobradamente
en capítulos anteriores, si a alguien excluyó
Jesús del «reino» que predicó, fue
—de modo bien explícito— a los sacerdotes profesionales
y a todos aquellos que no fueran judíos, una evidencia
que conduce a la paradoja de que son los sacerdotes católicos,
desde el papa hasta el último párroco, los primeros
proscritos para ocupar cargos dentro de la ekklesía
de Jesús (aunque estricto sensu sí puedan desempeñarlos
en la Iglesia católica puesto que ésta no sigue
el modelo ni el mensaje básico y nuclear del Jesús
histórico).
A propósito del texto de Juan Pablo II recién
citado, la teóloga católica Margarita Pintos
reflexionó: «con este argumento se apela a que
Jesús eligió libremente doce varones para formar
su grupo de apóstoles. Esto es cierto, pero también
es importante tener en cuenta que además de varones
eran israelitas, estaban circuncidados, algunos estaban casados,
etc., y, sin embargo, el único dato que se presenta
como inamovible es el de que eran varones, mientras que los
demás datos se consideran culturales. No se tiene en
cuenta que Jesús, como buen judío, quería
restaurar el nuevo Israel, y que la tradición de su
pueblo le imponía de forma simbólica elegir
a doce (uno de cada tribu de Israel), además varones
(las mujeres no hubieran representado la tradición)
y por supuesto israelitas (si hubiera incorporado a un gentil,
ya se hubiera roto la continuidad). Esto demuestra que sólo
se nos dice una parte de la verdad, y que los datos que no
interesa desvelar se nos ocultan.
»Como muy bien ha puesto de manifiesto el escriturista
Lohfink —prosigue Pintos—, la elección de los doce
por Jesús es una acción simbólica y profética
que nada prejuzga y en nada afecta al papel asignado a la
mujer en el pueblo de Dios. Si se quiere apreciar en sus justos
términos la presencia de la mujer en el movimiento
de Jesús, hay que prestar más atención
a la composición del grupo de discípulos. Es
precisamente ahí donde se pone de manifiesto que Jesús,
con una libertad sorprendente y sin tener en cuenta los estereotipos
vigentes en la sociedad judía de entonces, integró
mujeres en su círculo de discípulos».
Efectivamente, si nos fijamos, por ejemplo, en Mt 27,55-56,
Mc 15,40-41, Lc 23,49-55 y otros, encontraremos a un grupo
de mujeres que seguían a Jesús, esto es que
estaban aceptadas en su círculo de discípulos,
todo un signo del nuevo «reino de Dios» que jamás
hubiese sido posible en el entorno judío del que procedían
tanto Jesús como sus apóstoles varones; un signo
claro, por tanto, de que la mujer debía jugar un papel
distinto en los nuevos tiempos.
Si nos fijamos en la utilización del género
en el Nuevo Testamento, tal como propone en un interesante
trabajo el teólogo y sacerdote católico António
Couto, nos llevaremos una buena sorpresa: la palabra “hombre”
como sinónimo de “ser humano” (anthôpos/homo)
aparece 464 veces y la designación de “varón”
(anêr/vir) y “mujer” (gynê/mulier) lo hace exactamente
con la misma frecuencia, esto es 215 veces cada uno de ellos,
ni más ni menos.
Focalizando la revisión en los cuatro Evangelios, vemos
que la palabra “mujer” aparece 109 veces mientras que “hombre”
(varón) lo hace sólo 47; y de los 109 registros
de “mujer”, 63 se refieren a una mujer en cuanto a tal y apenas
46 lo hacen para identificar a la mujer de algún hombre,
es decir, su esposa (en este cómputo hay que tener
en cuenta que Juan, que cita 22 veces la palabra “mujer”,
no lo hace ni una sola vez para situarla en el rol de esposa).
Resulta también sintomático que los nombres
propios femeninos sean muchísimo más abundantes
en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. De los 3.000 nombres
propios que aparecen en toda la Biblia, 2.830 (94,3%) son
masculinos y sólo 170 (5,5%) son femeninos, pero si
nos concentramos en los 150 nombres propios que, en total,
se mencionan en el Nuevo Testamento, vemos que 120 (80%) son
masculinos y 30 (20%) lo son femeninos; el peso de las mujeres,
por tanto, cuadruplicó su porcentaje. Todas estas cifras
implican algo sustancial: aún dentro del entorno judío
en que se desarrollan los pasajes neotestamentarios —que era
esencial y profundamente patriarcal y androcéntrico—,
Jesús quiso mostrar no sólo que la mujer era
importante, sino que podía y debía gozar de
los mismos derechos sociales y religiosos que el varón.
Cuando leemos con detenimiento el Nuevo Testamento y nos fijamos
en los pasajes que tienen a mujeres por eje central, salta
a la vista rápidamente que en estos textos se les adjudicó
un protagonismo muy importante, tanto por el hecho de haberlas
hecho testigos únicos de algunos de los momentos más
claves de la historia del nazareno, como por haberlas elevado
al rango de co protagonistas, junto a Jesús, para asentar
enseñanzas que serían fundamentales para el
cristianismo posterior.
Así, por ejemplo, es una mujer, no un varón,
el primer ser humano que proclamó la divinidad de Jesús;
un honor que le cupo a Isabel, según Lc 1,42-55. Fue
también a mujeres, según ya vimos en el capítulo
5, a quienes les fue revelada en primer lugar la resurrección
del nazareno, el suceso más fundamental para lo que
será la teología y cristología del cristianismo,
y María de Magdala fue la primera en recibir la aparición
de Jesús resucitado y la encargada de comunicárselo
a los discípulos varones.
Al contrario que los apóstoles, las discípulas
galileas de Jesús no huyeron ni corrieron a esconderse
y permanecieron en Jerusalén durante todo el proceso
de ejecución y entierro de su maestro. En relación
a esto último, es de un simbolismo evidente el hecho
de que en el Calvario, a los pies del Jesús crucificado
(inicio del proceso de la salvación, para los creyentes),
sólo había cuatro mujeres, llamadas María
todas ellas —según Jn 19,25—, pero ningún apóstol
varón.
Las siete mujeres que siguen y sirven a Jesús de forma
continua —María de Magdala, María de Betania
y su hermana Marta, Juana, Susana, Salomé y la suegra
de Simón/Pedro— son personas nada convencionales, libres
de amarras sociales, religiosas y de sexo, capaces de poder
decidir su presente y su futuro; mujeres, tal como afirma
el teólogo Couto, «nada marginales, más
bien situadas dentro de la historia y del alma de su pueblo,
cómplices de la esperanza mesiánica, cuya realización
intuyen, esperan, favorecen y aportan. Son mujeres al servicio
de Dios y del Evangelio; no están al servicio de un
varón o de los hombres en general; están al
servicio del Evangelio, a causa de lo cual dejan evangélicamente
todo, dándolo evangélicamente todo (...) son
mujeres evangelizadas y evangelizadoras».
Entre los seguidores de Jesús se dio un discipulado
de iguales entre varones y mujeres, y el rol de éstas,
aunque más restringido a causa de los condicionantes
sociales imperantes, no fue menos importante que el de aquellos.
María de Magdala no sólo aparece en los textos
como discípula y servidora de Jesús y su mensaje
sino que se la inmortalizó con una misión clara
de mensajera, de informadora de los discípulos varones,
un papel que reconocerá la tradición latina
a partir del siglo XII al distinguirla con el título
de apostola apostolorum (apóstola de los apóstoles).
El diálogo más extenso de cuantos mantuvo Jesús,
según aparece en los Evangelios, en Jn 4,7-26, se produjo
entre éste y la “mujer de Samaria”, desarrollándose
a lo largo de siete intervenciones del nazareno y seis de
la samaritana —causando tan gran asombro a los discípulos
cuando los vieron conversando juntos «que se maravillaban
de que hablase con una mujer» —; como resultado de esta
charla, mantenida junto a una fuente de la ciudad de Sicar,
muchos samaritanos reconocieron a Jesús como «Salvador
del mundo» (Jn 4,39-42), siendo éste un pasaje
clave para justificar la extensión del cristianismo
entre los gentiles.
Cuando Juan hizo que Jesús, para ir de Judea a Galilea,
tuviera «que pasar por Samaria» (Jn 4,3-4) —un
camino que podía hacerse perfectamente sin tener que
pasar por el «pozo de Jacob» de Sicar o Siquem
en Samaria—, quiso que ese desvío hacia tierra gentil
y el debate con la mujer del pozo adquiriese un notable y
específico significado simbólico. La samaritana
—que había tenido cinco maridos y vivía amancebada
con un sexto— abandonó su cántaro y corrió
a testimoniar (martyréô) entre sus convecinos
la presencia de Jesús, representando así al
«antiguo Israel adúltero e infiel que se convierte
en el nuevo Israel purificado, fiel y misionero». Si
se hubiese querido excluir a la mujer como elemento activo
del «reino» predicado por Jesús, tal como
hace la Iglesia, se habría elegido un varón
para protagonizar este pasaje o su equivalente, pero no fue
así.
La Iglesia católica habla a menudo de la famosa profesión
de fe que Jesús le pidió a Pedro en Mt 16,15-20,
pero calla que esa misma profesión de fe se la solicitó
también a una mujer, a Marta de Betania: «Díjole
Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el
que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo
el que vive y cree en mí no morirá para siempre.
¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí,
Señor; yo creo que tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn 11,25-27).
Marta, por tanto, fue puesta por Jesús ante el mismo
privilegio que Pedro. Simbolismos al margen, debe aclararse
que, dado que el judío Jesús jamás pudo
expresarse de esa manera, este pasaje es una clara elaboración
teológica ajena a la historia, al igual que, como ya
se dijo, lo es el equivalente, pero anterior, pasaje referido
a Pedro de Mt 16,15-20.
El respeto que Jesús manifestó por la mujer
se trasluce perfectamente en un relato como el de Mt 15,21-28
y Mc 7,24-30, donde una mujer cananea (libanesa) le replica
a Jesús y le gana la disputa dialéctica logrando
su propósito —«¡Oh mujer, grande es tu
fe! Hágase contigo como tú quieres» acaba
por concederle el nazareno (Mt 15,28)—; ésta es la
única ocasión, en todos los Evangelios, en la
que Jesús habló de «fe grande» ¡y
la atribuyó a una mujer!, mientras que al mismísimo
Pedro (Mt 14,31) y a los discípulos (Mt 6,30) les había
tildado previamente de «hombres de poca fe».
Otra mujer, su propia madre, fue la responsable de que Jesús
obrase su primer milagro público, según el relato
de Jn 2,3-5: «No tenían vino, porque el vino
de la boda se había acabado. En esto dijo la madre
de Jesús a éste: No tienen vino. Díjole
Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí
y a ti? No es aún llegada mi hora. Dijo la madre a
los servidores: Haced lo que El os diga», finalizando
el pasaje con la frase: «Este fue el primer milagro
que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó
su gloria y creyeron en El sus discípulos» (Jn
2,11).
Jesús también hizo descansar sobre el protagonismo
de una mujer (Lc 7, 36-50), esta vez una «pecadora arrepentida»,
su fundamental enseñanza sobre la gracia y el perdón
de los pecados, un mensaje básico para el cristianismo
futuro. Del mismo modo mostró su respeto por la mujer
y proclamó su derecho a la igualdad cuando rehabilitó
a la «hemorroísa», la mujer que padecía
flujo de sangre desde hacía doce años y que,
por ello, había sido excluida de la vida social y religiosa
de su comunidad (según lo prescrito por Lev 15,19-29).
No menos clarificador es el pasaje de la mujer sorprendida
en adulterio de Jn 8,1-11, en el que Jesús se dirige
a ella directamente, la trata con el respeto y dignidad que
merece cualquier persona, enfrenta a los varones presentes,
que querían lapidarla, con su propia conciencia y,
finalmente, la declara perdonada.
La visión que expresó Jesús sobre el
divorcio encajaba dentro de una postura doctrinal judía
muy rigurosa, orientada a mantener indefinidamente la pureza
y santidad de la institución matrimonial; en ese marco
Jesús le concedía el mismo trato (inflexible)
al varón que a la mujer, y aunque, según la
ley —la Halajá—, el primero podía solicitar
y lograr el repudio, para Jesús ambos miembros de la
pareja rota «adulteraban» igualmente en ese acto
y en sus matrimonios sucesivos. No era liberal ni progresista,
pero sí muy igualitario en una sociedad, la judía,
que sólo concedía derechos al varón y
se los negaba a la mujer.
Jesús colocó a varón y mujer en el mismo
plano de igualdad en cuanto al criterio (rigorista) de conducta
moral respecto al matrimonio y divorcio.
En este contexto, es muy curiosa la frase que se le adjudica
a Jesús en el primer evangelio, Marcos, cuando, tras
sostener lo mismo que argumentaría en Mt 5,32 y en
Lc 16,18, añadió: «y si la mujer repudia
al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc
10,12). Tanto Jesús como el redactor de Marcos sabían
bien que, por ley, la mujer judía no podía repudiar
a su esposo, por lo que este añadido impropio carece
de sentido. Sin embargo, al ser escrito mucho después
de la muerte de Jesús y con las iglesias paulinas en
expansión, podría verse como dirigido hacia
comunidades gentiles en las que la mujer también podía
solicitar el divorcio, pero a las que, según Marcos,
debía aplicárseles el mismo criterio rigorista
ya expresado.
La ekklesía que puso en marcha Jesús era un
pueblo de hombres y mujeres reunidos ante Dios, no sólo
de varones, como había sido la tradición judía
hasta entonces. Pablo recogió esta idea y la amplió
a los gentiles cuando escribió: «Todos, pues,
sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque
cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis
vestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay
siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos
sois uno en Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo,
luego sois descendencia de Abraham, herederos según
la promesa» (Gál 3,26-29).
En esta declaración bautismal del movimiento misionero
pre paulino se proclamó específicamente que
la iniciación, el ingreso en «el pueblo de Dios»,
no se producía ya a través de la circuncisión
(patrimonio exclusivo del varón) sino mediante el bautismo,
que incluye a todos sin excepción bajo un mismo Salvador
y dentro del nuevo —y ampliado— pueblo de Dios. Era una nueva
visión religiosa que negaba las prerrogativas basadas
en la masculinidad y abría las puertas a mujeres y
esclavos, lanzando una novedosa concepción igualitaria
en todos los campos, que incluso integraba a los gentiles,
excluidos hasta entonces del «pueblo de Dios».
Podría matizarse, no obstante, que tanto Jesús
como Pablo, y con ellos sus discípulos, defendieron
sus respectivas ekklesías para aguardar al que creían
inminente fin de los tiempos.
Tras un somero repaso de las epístolas paulinas puede
verse que las mujeres de las comunidades cristianas de esos
días eran aceptadas y valoradas como miembros que gozaban
de los mismos derechos y obligaciones que los varones. Pablo
dejó escrito que las mujeres trabajaban con él
en igualdad de condiciones y mencionó específicamente
a Evodia y Síntique (que «lucharon por el evangelio»),
Prisca («colaboradora»), Febe (diákonos,
hermana y prostatis o protectora de la iglesia de Céncreas),
Junia (apóstol, considerada apóstola por los
padres de la Iglesia, pero transformada en varón en
la Edad Media por no poder admitir que una mujer hubiese sido
apóstol junto a Pablo y tomada como «ilustre
entre los apóstoles»).
Se relacionan también parejas de misioneros que trabajaron
en plano de igualdad uno con otra, como son los casos de Aquila
y Prisca, que fundaron una iglesia en su casa, el de Andrómico
y Junia, etc. Esas mujeres fueron misioneras, líderes,
apóstoles, ministros del culto, catequistas que predicaban
y enseñaban el evangelio junto a Pablo, que fundaron
iglesias y ocuparon cargos en ellas... pero muy pronto el
varón retomó el poder e hizo caer en el olvido
una de las facetas más novedosas del mensaje cristiano;
en el siglo II, la declaración de Gál 3,26-29
ya había sido traicionada en todo lo que hace a la
igualdad entre los dos sexos.
En alguna parte del camino se había dado un golpe de
mano tomando por bandera una exégesis incorrecta de
algunas frases paulinas polémicas. Cuando Pablo escribió
«quiero que sepáis que la cabeza de todo varón
es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la
cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3) y, pocos versículos
más adelante, entró en la discusión acerca
del deber de las mujeres de llevar velo en la cabeza para
orar, el autor del texto había empleado la palabra
griega exousía (autoridad), pero fue traducida por
“dependencia de” o “sujeción a”, que conlleva una interpretación
absolutamente diferente y lesiva para la mujer.
De lo anterior derivan sentencias tan conocidas como la de
Haimo d’Auxerre (siglo VIII): «en la Iglesia se entiende
por mujer a quien obra de manera mujeril y boba»; la
de Graciano (siglo XII): «la mujer no puede recibir
órdenes sagradas porque por su naturaleza se encuentra
en condiciones de servidumbre»; o la de Santo Tomás
(siglo XIII): «como el sexo femenino no puede significar
ninguna eminencia de grado, porque la mujer tiene un estado
de sujeción, por eso no puede recibir el sacramento
del Orden». La mujer, según la ha entendido la
patrística cristiana, es un ser inferior, boba y condenada
a la servidumbre «por su naturaleza». Hoy, no
pocos sacerdotes y prelados siguen pensando lo mismo de ellas
(aunque haciéndolas, también, como siempre fue,
objeto de su lascivia).
A pesar de que, según lo visto, no fuese así
en los Evangelios, sino todo lo contrario, la mujer comenzó
a ser discriminada de la ekklesía cristiana bastante
tempranamente; entre los siglos II y IV fue aboliéndose
progresivamente la presencia de las diaconisas en las congregaciones
cristianas y, bajo el control del emperador Constantino, la
Iglesia católica fue configurándose según
el modelo del sacerdocio pagano que había sido oficial,
hasta entonces, en el Imperio romano. Por igual razón,
los escritos bíblicos se han interpretado siempre desde
una óptica profundamente androcéntrica y con
un lenguaje no solo escasamente neutral sino abiertamente
antifemenino.
La Declaración Inter insigniores, emitida por la Congregación
para la Doctrina de la Fe (ex Santa Inquisición) el
15 de octubre de 1976, es un claro ejemplo de este machismo
clerical falto de fundamento y discriminatorio para la mujer.
A propósito de este texto, la teóloga católica
Margarita Pintos comenta muy certeramente que «la antropología
que subyace en esta declaración está claramente
ligada al androcentrismo. Se asume la teología escolástica
medieval que adoptó la antropología aristotélica
en la que se define a las mujeres como “hombres defectuosos”.
Esta antropología defendida por San Agustín
y más tarde reforzada por Santo Tomás, que declara
que las mujeres en sí mismas no poseen la imagen de
Dios, sino sólo cuando la reciben del hombre que es
“su cabeza”, no es, como parece obvio, una antropología
revelada.
»El hecho de que el sacerdote actúa in persona
Christi capitis sobre todo en la eucaristía —añade
Margarita Pintos—, sirve a la declaración para afirmar
que si esta función fuera ejercida por una mujer “no
se daría esta semejanza natural que debe existir entre
Cristo y el ministro”. Queda así reforzado el principio
de masculinidad para el acceso al ministerio ordenado. Sólo
el ser humano de sexo masculino puede actuar in persona Christi,
es decir, representar a Cristo, ser su imagen. Así
se acentúa el carácter androcéntrico
de la cristología y de la eclesiología».
Sólo desde esta plataforma ideológica que considera
a las mujeres como a «hombres defectuosos», especialmente
enquistada en la jerarquía católica, puede comprenderse
la marginación que la mujer católica todavía
sufre en cuanto a sus derechos de participación en
el ejercicio y organización de su propia religión.
La mujer católica tiene limitadas sus posibilidades
de contribución eclesial a los roles de clienta y de
sirvienta de la Iglesia (o, más a menudo, del clero
masculino).
A pesar de que las corrientes evangélicas actuales
están intentando devolver a la mujer el protagonismo
religioso que nunca debió perder y que, desde 1958,
va incrementándose de modo progresivo e imparable el
número de Iglesias cristianas que han aceptado con
normalidad la ordenación sacerdotal de mujeres, la
Iglesia católica prefiere seguir ignorando lo que el
Nuevo Testamento aportó como novedad y mantenerse atrincherada
en su tradición: ¡las mujeres no pasarán!
Qué lejos y olvidado ha quedado aquel Jesús
que predicó la igualdad de derechos de la mujer y las
aceptó junto a él como discípulas, con
gran escándalo de los sacerdotes, claro está.
Igual que hoy.
En lo personal, el modelo de mujer que la jerarquía
de la Iglesia católica actual quiere imponer es el
de un ser volcado en la maternidad por encima de todo y que
sea dócil y servil al varón aún a riesgo
de su propia vida. El mensaje lo ratificó con claridad
el papa Wojtyla no sólo a través de sus documentos
y discursos sino mediante sus actos más solemnes, por
ejemplo, canonizando a dos italianas cuyos mayores méritos
fueron, el de una, dejarse morir de cáncer de útero
por no querer abortar para someterse al tratamiento médico
que la hubiese salvado —con lo que dejó sin madre a
sus cuatro hijos y al recién nacido que no quiso perder—
y, el de la otra, aguantar hasta la muerte los malos tratos
constantes de su marido en lugar de divorciarse de él.
Podemos suscribir sin reparo alguno la frase con la que la
teóloga feminista católica Rosemary Radford
Ruether comenzó uno de sus últimos trabajos:
«Escribo este ensayo tristemente consciente de que parece
cada vez menos probable que el catolicismo institucional avance
en dirección a los evangelios».
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