Las
muchas y profundas incoherencias que impiden dar crédito a los
relatos neotestamentarios acerca de la resurrección de Jesús
y de sus apariciones posteriores
(Fuente: © Rodríguez,
P. (2011). Mentiras
fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: ©
Ediciones B., capítulo 5, pp. 257-280)
(en este texto se han omitido las referencias, cuadros y notas
a pie de página que figuran en el libro original)
Cuando un profano en misterios teológicos se pone a leer
los pasajes neotestamentarios que relatan la resurrección
de Jesús —que es el episodio fundamental en el que se
basa el cristianismo para demostrar la divinidad de Jesús—,
espera encontrar una serie de relatos pormenorizados, sólidos,
documentados y, sobre todo, coincidentes unos con otros. Pero
los textos de los cuatro evangelistas nos dan justamente la
impresión contraria. A tal punto son contradictorios
los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan que, si sus declaraciones
fuesen presentadas ante cualquier tribunal de justicia, ningún
juez podría aceptar sus testimonios co-mo base probatoria
exclusiva para emitir una sentencia. Basta con comparar los
relatos de to-dos ellos para darse cuenta de la fragilidad de
su estructura interna y, por tanto, de su escasa credibilidad.
Después de que Jesús expirase en la cruz, según
refiere Mateo, «llegada la tarde, vino un hombre rico
de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús.
Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Pilato entonces ordenó que le fuese entregado [puesto
que estaba en poder del juez?. El, tomando el cuerpo, lo envolvió
en una sábana limpia y lo depositó en su propio
sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en
la peña, y corriendo una piedra grande a la puerta del
sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena
y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mt
27,57-61).
En la versión de Marcos, José de Arimatea es ahora
un «ilustre consejero (del Sanedrín), el cual también
esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43) y Pilato no reclama
el cuerpo de Jesús al juez sino al centurión que
controló la ejecución: «Informado del centurión,
dio el cadáver a Jo-sé, el cual compró
una sábana, lo bajó, lo envolvió en la
sábana y lo depositó en un monumen-to que estaba
cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la
entrada del monumento. María Magdalena y María
la de José miraban dónde se le ponía»
(Mc 15,45-47).
El relato que proporciona Lucas, en Lc 23,50-56, es substancialmente
coincidente con éste de Marcos —ya que en éste
se inspiró—, pero en Juan la historia ocurre en un contexto
llama-tivamente diferente: «Después de esto rogó
a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de
Jesús, aunque en secreto por temor de los judíos,
que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato
se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo.
Llegó Nicodemo, el mismo que había ve-nido a El
de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe,
como unas cien libras. To-maron, pues, el cuerpo de Jesús
y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre
sepul-tar entre los judíos. Había cerca del sitio
donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un se-pulcro
nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado.
Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por
estar cerca el monumento, pusieron a Jesús» (Jn
19,38-42).
Ahora José de Arimatea es «discípulo de
Jesús» y no parece ser miembro del Sanedrín
ju-dío; esa víspera del sábado surge de
la nada Nicodemo, que le ayuda a transportar el cadáver
de Jesús y lo amortajan (en los otros Evangelios, como
veremos enseguida, eran varias muje-res las que iban a amortajarle
y eso sucedía en la madrugada del domingo); y se le entierra
en un sepulcro que ya no es señalado como propiedad de
José de Arimatea y al que se recurre «por estar
cerca».
Retomando el texto de Mateo seguimos leyendo: «Al otro
día, que era el siguiente a la Pa-rasceve, reunidos los
príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato,
le dijeron: Señor, recordamos que ese impostor, vivo
aún, dijo: Después de tres días resucitaré.
Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero,
no sea que vengan sus discípulos, le roben y digan al
pueblo: Ha resucitado de entre los muertos (...) Ellos fueron
y pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado
la piedra» (Mt 27,62-66). Estos versículos afirman
al menos dos co-sas: que era conocida por todos la advertencia
de Jesús acerca de su resurrección al tercer día
y que el sepulcro estaba guardado por soldados romanos.
El relato de Mateo prosigue: «Pasado el sábado,
ya para amanecer el día primero de la se-mana, vino María
Magdalena con la otra María [María de Betania?
a ver el sepulcro. Y sobrevi-no un gran terremoto, pues un ángel
del Señor bajó del cielo y acercándose
removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre
ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura
blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias
y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose
a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues sé
que buscáis a Jesús el crucifica-do. No está
aquí; ha resucitado, según lo había dicho...»
(Mt 28,1-6).
La versión de Marcos difiere substancialmente de esta
de Mateo ya que relata el suceso de esta otra forma: «Pasado
el sábado, María Magdalena, y María la
de Santiago [María de Beta-nia?, y Salomé compraron
aromas para ir a ungirle. Muy de madrugada, el primer día
después del sábado, en cuanto salió el
sol, vinieron al monumento. Se decían entre sí:
¿Quién nos re-moverá la piedra de la entrada
del monumento? Y mirando, vieron que la piedra estaba remo-vida;
era muy grande. Entrando en el monumento, vieron a un joven
sentado a la derecha, ves-tido de una túnica blanca,
y quedaron sobrecogidas de espanto...» (Mc 16,1-5) y,
como en Ma-teo, el antes ángel ahora joven ordenó
a las mujeres que dijeran a los discípulos que debían
encaminarse hacia Galilea para poder ver allí a Jesús.
En Lucas se dice: «y encontraron removida del monumento
la piedra, y entrando, no halla-ron el cuerpo del Señor
Jesús. Estando ellas perplejas sobre esto, se les presentaron
dos hombres vestidos de vestiduras deslumbrantes. Mientras ellas
se quedaron aterrorizadas y ba-jaron la cabeza hacia el suelo,
les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los
muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado
(...) y volviendo del monumento, comunicaron todo esto a los
once y a todos los demás. Eran María la Magdalena,
Juana y María de Santiago y las demás que esta-ban
con ellas. Dijeron esto a los apóstoles pero a ellos
les parecieron desatinos tales relatos y no los creyeron. Pero
Pedro se levantó y corrió al monumento, e inclinándose
vio sólo los lien-zos, y se volvió a casa admirado
de lo ocurrido» (Lc 24,1-12).
Nótese que el antes ángel y después joven
es ahora «dos hombres» —y que ya no mandan ir hacia
Galilea dado que, según se dice algo más abajo,
en Lc 24,13-15, Jesús resucitado acudió al encuentro
de los discípulos en Emaús—; las tres mujeres
se han convertido en una pequeña multitud; y Pedro visita
el sepulcro personalmente.
Nótese que si bien Emaús (Lucas) estaba a unos
12 kilómetros de Jerusalén, Galilea (Mar-cos y
Mateo), en especial si pensamos en la zona de vida pública
de Jesús, estaba a más de 150 kilómetros
del lugar de la crucifixión. ¿Para qué
hacer andar tanto a los apóstoles si Jesús pensaba
aparecerse en privado? Lucas, con más sensatez que los
dos primeros evangelios en los que se inspiró, les hizo
citar a poco trecho del lugar de los hechos.
Según Juan, «El día primero de la semana,
María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún
era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento.
Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo
a quien Jesús amaba, y les dijo: Han tomado al Señor
del monumento y no sabemos donde le han puesto. Salió,
pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento.
Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió
más aprisa que Pedro y llegó prime-ro al monumento,
e inclinándose, vio las bandas; pero no entró.
Llegó Simón Pedro después de él,
y entró en el monumento y vio las fajas allí colocadas,
y el sudario (...) Entonces entró también el otro
discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó;
porque aún no se habí-an dado cuenta de la Escritura,
según la cual era preciso que El resucitase de entre
los muer-tos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa.
María se quedó junto al monumento, fuera, llo-rando.
Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio
a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera
y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de
Jesús. Le di-jeron: ¿Por qué lloras, mujer?
Ella les dijo: Porque han tomado a mi Señor y no sé
dónde le han puesto. Diciendo esto, se volvió
para atrás y vio a Jesús que estaba allí,
pero no conoció que fuese Jesús ...» (Jn
20,1-18).
Ahora son dos y no uno o ninguno los discípulos que acuden
al sepulcro, pero una sola la mujer (que ya no va a ungir el
cuerpo de Jesús); en su alucinante metamorfosis, el án-gel/joven/dos
hombres se ha convertido en «dos ángeles»
que aparecen situados en una nue-va posición, que pronuncian
palabras diferentes a sus antecesores en el papel y que, como
en Lucas, tampoco ordenan ir a ninguna parte dado que Jesús
no espera a llegar Galilea o Emaús para aparecerse y
lo hace allí mismo, junto a su propia tumba.
Si resumimos la escena tal como la atestiguan los cuatro evangelistas
inspirados por el Es-píritu Santo obtendremos el siguiente
cuadro: en Mateo las mujeres van a ver el sepulcro; se produce
un terremoto; baja un ángel del cielo; remueve la piedra
de la entrada de la tumba y se sienta en ella; y deja a los
guardias «como muertos».
En Marcos las mujeres (que ya no son sólo las dos Marías,
puesto que se suma Salomé) van a ungir el cuerpo de Jesús;
no hay terremoto; la piedra de la entrada ya está quitada;
un joven está dentro del monumento sentado a la derecha;
y los guardias se han esfumado.
En Lucas, las mujeres, que siguen llevando ungüentos, son
las dos Marías, Juana, que sus-tituye a Salomé,
y «las demás que estaban con ellas»; tampoco
hay terremoto ni guardias; se les presentan dos hombres, aparentemente
procedentes del exterior del sepulcro; se les anun-cia que Jesús
se les aparecerá en Emaús y no en Galilea, tal
como se dice en los dos textos anteriores; y Pedro da fe del
hecho prodigioso.
En Juan sólo hay una mujer, María Magdalena, que
no va a ungir el cadáver; no ve a nadie en el sepulcro
y corre a avisar no a uno sino a dos apóstoles, que certifican
el suceso; después de esto, mientras María llora
fuera del sepulcro, se aparecen dos ángeles, sentados
en la ca-becera y los pies de dónde estuvo el cuerpo
del crucificado; y Jesús se le aparece a la mujer en
ese mismo momento. En lo único en que coinciden todos
es en la desaparición del cuerpo de Jesús y en
la vestimenta blanco/luminosa que llevaba el transformista ángel/joven/dos
hombres/dos ángeles.
No hace falta ser ateo o malicioso para llegar a la evidente
conclusión de que estos pasajes no pueden tener la más
mínima credibilidad. No hay explicación alguna
para la existencia de tantas y tan graves contradicciones en
textos supuestamente escritos por testigos directos —y redactados
dentro de un periodo de tiempo de unos treinta a cuarenta años
entre el primero (Marcos) y el último (Juan)— e inspirados
por Dios... salvo que la historia sea una pura elabo-ración
mítica, tal como ya señalamos, para completar
el diseño de la personalidad divina de Jesús asimilándola
a las hazañas legendarias de personajes divinizados como
Asclepios, Dio-nisio, Heracles y otros —tal como ya nos recordó
Celso anteriormente—, y muy especialmente a las de los dioses
solares jóvenes y expiatorios que le habían precedido,
entre los que estaba Mitra, su competidor directo en esos días,
que no sólo había tenido una natividad igual a
la que se adjudicará a Jesús sino que también
había resucitado al tercer día.
Si leemos entre líneas los versículos citados,
podremos darnos cuenta de algunas pistas in-teresantes para
comprender mejor el ánimo de sus redactores. Marcos,
el primer texto evangé-lico escrito, obra anónima
pero tradicionalmente atribuida al traductor del apóstol
Pedro, esbo-zó el relato mítico con prudencia
y evitó las alharacas sobrenaturales innecesarias. Mateo,
por el contrario, a pesar de que se inspiró en Marcos
para escribir su obra, siguió siendo fiel a su estilo
y se regocijó en adaptar leyendas paganas orientales
al mito de Jesús, por eso —fuesen quienes fuesen los
autores anónimos de este evangelio redactado en Egipto
o Siria, en un con-texto social helenizado— en su texto aparecen
—aunque no en los demás— los típicos terre-motos
y seres celestiales bajados del cielo propios de las leyendas
paganas que vimos en apartados anteriores.
El médico Lucas, ayudante de Pablo, que se inspiró
en Marcos y Mateo puesto que jamás trató con nadie
relacionado con Jesús, adoptó la misma mesura
que Marcos y, dado que escri-bió —de hecho la autoría
real es desconocida— en Roma, eliminó del relato las
referencias ce-lestiales exóticas y aquellas que pudiesen
herir susceptibilidades entre los romanos. Como su objetivo
fue demostrar la veracidad del cristianismo (y también
de este hecho, claro está) recu-rrió a sus típicas
exageraciones y manipulaciones en pos de asegurarse la credibilidad.
Por eso convirtió en hombre maduro a quien había
sido un joven o un ángel y dobló su presencia
para mejor testimonio.
Otro tanto sucedió con las mujeres —a las que ni él
ni Pablo concedían demasiada credibili-dad—, que presentó
como a un grupo numeroso para así poder compensar en
alguna medida el patriarcal menosprecio judío a la mujer,
tenida por crédula genética, gracias a la cantidad
de testimonios coincidentes; pero, aún así, Lucas
creyó necesario incluir el testimonio de un varón
para que el relato pareciese razonable y ahí hizo su
aparición Pedro. El apóstol Pedro no só-lo
gozaba de credibilidad entre la comunidad judeocristiana sino
que era el oponente más duro de Pablo, así que
al incluirlo en el relato se lograban dos cosas a la vez: dar
veracidad al hecho por su testimonio de varón y materializar
una sutil venganza en su contra mermándole su mas-culinidad
y prestigio al presentarlo solo en medio de un grupo de mujeres.
En Juan, el más místico de los cuatro, los hombres
volvieron a ser transformados en ánge-les (dos, por supuesto),
la mujer fue una sola y con un papel totalmente pasivo y, en
sintonía con la conocida pasión que evidencia
el redactor de este Evangelio por el Jesús divino, no
pu-do aguardar para hacerle aparecer en Galilea y le hizo materializarse
en su propia sepultura para mayor gloria. Pero vemos también
que en este relato aparecen dos discípulos, Pedro y «el
otro discípulo a quien Jesús amaba»; al
margen de comprobar otra vez como a cada nuevo evangelio se
va doblando la cantidad de testigos, la elección de estos
dos hombres no es ca-sual. Pedro debía aparecer puesto
que antes lo había situado Lucas en la escena, pero el
otro tenía que figurar también dado que se trataba
de la fuente de quien supuestamente partía ese relato.
Si recordamos lo ya documentado con anterioridad, sabremos que
el autor del Evangelio de Juan no fue el apóstol Juan,
sino el griego Juan “el Anciano” —que se basó en las
memorias del judío Juan el Sacerdote, el “discípulo
querido”—. En los versículos de Juan se presenta a Juan
el Sacerdote corriendo hacia el sepulcro junto a Pedro, pero
ganándole la carrera, que por algo éste es su
texto particular, con lo que quedaba sutilmente valorado por
encima de Pe-dro. Juan fue el primero en ver la tela del sudario
pero, sin embargo, fue Pedro quien entró por delante
en la sepultura; la razón para ello es bien simple: dado
su oficio sacerdotal, Juan, para no adquirir impureza, no podía
penetrar en el sepulcro hasta no saber con certeza que allí
ya no había ningún cadáver; cuando Pedro
se lo confirmó, él también entró
«vio y creyó». Al igual que ocurre en toda
la Biblia, las motivaciones humanas de los escritores dichos
sagrados son tan poderosas y visibles que oscurecen cuantos
rincones se pretenden llenos de luz divina.
Repasando lo que se dice en el Nuevo Testamento acerca de la
actitud de los discípulos frente a la resurrección
de Jesús volvemos a quedar sorprendidos ante la incredulidad
que demuestran éstos al recibir la noticia. En Mt 27,63-64,
tal como ya pudimos leer, se dice que era tan notorio y conocido
por todos que Jesús había prometido resucitar
al tercer día que el Sanedrín forzó a Pilato
a poner guardias ante el sepulcro y a sellar su entrada. Y en
Lucas se refresca la memoria de las mujeres desconsoladas ante
la sepultura vacía diciéndoles: «Acor-daos
cómo os habló [Jesús? estando aún
en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre había de
ser entregado en poder de pecadores, y ser crucificado, y resucitar
al tercer día» (Lc 24,7).
Todos estaban, pues, advertidos, pero a los apóstoles,
según sigue diciendo Lc 24,11, «les parecieron
desatinos tales relatos [el sepulcro vacío que habían
encontrado las mujeres? y no los creyeron». Las mujeres
de Mc 16,8 «a nadie dijeron nada» aunque a renglón
seguido María Magdalena se lo contó a los apóstoles
que «oyendo que vivía y que había sido visto
por ella, no lo creyeron» y, a más abundamiento
«Después de esto se mostró en otra forma
a dos de ellos [apóstoles? que iban de camino y se dirigían
al campo. Estos, vueltos, dieron la noticia a los demás;
ni aun a éstos creyeron» (Mc 16,12-13). En Juan,
Pedro y Juan el Sacerdote «aún no se habían
dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso
que El resucitase de entre los muertos» (Jn 20,9).
A Pedro, en especial, se le presenta en los Evangelios rechazando
con vehemencia la posi-bilidad de la pasión y recibiendo
por ello un durísimo reproche de parte de Jesús,
pero ¿có-mo podía seguir mostrándose
incrédulo ante la noticia de la resurrección de
su maestro alguien que había visto fielmente cumplidos
los vaticinios de Jesús acerca de su detención
y muerte, así como el que advertía que él
mismo le negaría tres veces? Resulta ilógico pensar
que após-toles, que habían sido testigos directos
de los milagros que se atribuyen a Jesús, entre ellos
el de la resurrección de la hija de Jairo —jefe de la
sinagoga judía gerasena— y la de Lázaro , no pudiesen
creer que su maestro fuese capaz de escapar de la muerte tal
como tan repeti-damente había anunciado si hemos de creer
en los versículos siguientes:
En Mc 8,31 Jesús, reunido con sus apóstoles, «Comenzó
a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del
hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos
y los prínci-pes de los sacerdotes y los escribas, y
que fuese muerto y resucitara después de tres días.
Claramente se hablaba de esto».
Mientras todos estaban atravesando el lago de Galilea, según
Mc 9,30-32, Jesús «iba enseñando a sus discípulos,
y les decía: El Hijo del hombre será entregado
en manos de los hombres y le darán muerte, y muerto,
resucitará al cabo de tres dí-as. Y ellos no entendían
esas cosas, pero temían preguntarle». La tercera
predicción de Je-sús acerca de su inminente pasión
figura en Mc 10,33-34 cuando se dice: «Subimos a Jerusa-lén,
y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes
de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán
a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán
de El y le escupirán, y le azotarán y le darán
muerte, pero a los tres días resucitará».
Y en Mc 14,28-29, mientras se dirigían hacia el monte
de los Olivos, encontramos a Jesús afirmando: «pero
después de haber resucitado os precederé a Galilea».
La inexplicable incredulidad de los apóstoles ante la
noticia de la resurrección de Jesús re-sulta aún
mucho más alarmante cuando leemos el testimonio de Mateo
acerca del suceso que siguió a la muerte del mesías
judío: «Jesús, dando de nuevo un fuerte
grito, expiró. La cortina del templo se rasgó
de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se
hendieron las rocas; se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos
de santos que dormían, resucitaron, y saliendo de los
sepulcros, después de la resurrección de El, vinieron
a la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión
y los que con él guardaban a Jesús, viendo el
terremoto y cuanto había sucedido, temieron sobremanera
y se decían: Verdaderamente, éste era el hijo
de Dios...» (Mt 27,50-54).
Ante este testimonio inspirado de Mateo sólo caben dos
conclusiones: o el relato es una ab-soluta mentira —con lo que
también se convierte en una invención el resto
de la historia de la resurrección—, o la humanidad de
esa época presentaba el nivel de cretinéz más
elevado que jamás pueda concebirse. Una convulsión
como la descrita no sólo hubiese sido la “noticia del
siglo” a lo largo y ancho del Imperio romano sino que, obviamente,
tendría que haber llevado a todo el mundo, judíos
y romanos incluidos, con el sumo sacerdote y el emperador al
frente, a peregrinar ante la cruz del suplicio para aceptar
al ejecutado como el único y verdadero «hijo de
Dios», tal como supuestamente apreciaron, con buen tino,
el centurión y sus soldados; pero en lugar de eso, nadie
se dio por aludido en una sociedad hambrienta de dioses y prodigios,
ni cundió el pánico entre la población
—máxime en una época en la que buena parte de
los judí-os esperaban el inminente fin de los tiempos,
cosa que también había creído y predicado
el propio Jesús—, ni tan siquiera logró que los
apóstoles sospechasen que allí estaba a punto
de suceder algo maravilloso y por eso les pilló fuera
de juego la nueva de la resurrección. Es el colmo del
absurdo.
Además, ¿cómo no iban a llamar la atención
y despertar la alarma los muchos santos que, según Mateo,
salieron de sus tumbas y se pasearon por Jerusalén entre
sus moradores? Unos santos de los que, por cierto, no se dice
quienes eran (ni la razón de su santidad), ni quienes
los reconocieron como tales, ni a quienes se aparecieron y que,
tal como expresa el texto, resucitaron antes que el propio Jesús,
con lo que se invalida absolutamente la doctrina de que la resurrección
de los muertos llegó sólo a consecuencia (y después)
de la protagoni-zada por Jesús. Los santos resucitados
de Mateo acabaron por convertirse en un buen pro-blema para
la Iglesia.
Si, hartos de tanta contradicción, intentamos descubrir
algún indicio sobre el fundamento de la resurrección,
nos meteremos de nuevo en medio de otro mar de dudas distinto
y no menos insalvable. Es creencia común entre los cristianos
actuales que Jesús posee el poder de resu-citar a los
muertos en el día del Juicio Final pero, sorprendentemente,
ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas dijeron palabra alguna al respecto
—¿no se habían enterado de tan buena nueva?—,
sólo el místico y esotérico Juan, en la
primera década del siglo II d.C., vino a llenar este
incom-prensible vacío con versículos como los
siguientes: «Porque ésta es la voluntad de mi Padre,
que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día»
(Jn 6,40); «Nadie puede venir a mí si el Padre,
que me ha enviado, no le trae, y yo le resucitaré en
el último día» (Jn 6,44); o «El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le
resucitaré el último día» (Jn 6,54).
Lucas, cuando escribió los Hechos de los Apóstoles,
tampoco mostró que su jefe Pablo es-tuviese convencido
del papel a jugar por Jesús respecto a la resurrección
final, ya que cuando el apóstol de los gentiles se halló
delante del procurador romano le dijo: «Te confieso que
sirvo al Dios de mis padres con plena fe en todas las cosas
escritas en la Ley y en los Profetas, se-gún el camino
que ellos llaman secta, y con la esperanza en Dios que ellos
mismos tienen de la resurrección de los justos y de los
malos...» (Act 24,14-15). Pablo, como judío, reservaba
a Dios la capacidad de resurrección, no al Jesús
divinizado o a cualquier otro.
Pero el mismo Lucas, sin embargo, en unos versículos
que preceden a los citados, presentó al apóstol
Pedro predicando en Lidia y obrando curaciones milagrosas, como
la del paralítico Eneas (Act 9,33-35), y prodigios como
el de la resurrección de Tabita, una discípula
del pueblo de Joppe que murió tras una enfermedad «y,
lavada, la colocaron en el piso alto de la casa. Está
Joppe próximo a Lidia; y sabiendo los discípulos
que se hallaba allí Pedro, le enviaron dos hombres con
este ruego: No tardes en venir a nosotros. Se levantó
Pedro, se fue con ellos y luego le condujeron a la sala donde
estaba, y le rodearon todas las viudas, que lloraban, mos-trando
las túnicas y mantos que en vida les hacía Tabita.
Pedro los hizo salir fuera a todos, y puesto de rodillas, oró;
luego, vuelto al cadáver, dijo: Tabita, levántate.
Abrió los ojos, y viendo a Pedro, se sentó. En
seguida le dio éste la mano y la levantó, y llamando
a los santos y viu-das, se la presentó viva» (Act
9,36-41).
Un millar de años antes, los profetas Elías y
Eliseo ya hacían esos mismos prodigios sin despeinarse.
Elías, afincado en Sarepta (Sidón), en casa de
una viuda a la que Dios ordenó que le mantuviera (1 Re
17,9-12) tuvo que recurrir al milagro cuando la viuda, nada
más llegar el profeta, le dijo que no tenía ni
pan, pero Elías, tan hambriento como devoto, logró
que la harina y el aceite se multiplicase y no faltase en las
tinajas de esas casa (1 Re 17,13-16). Cuando ya podían
comer, el hijo de la viuda enfermó y murió (1
Re 17,17-18), pero Elías invo-có a Yahvé
(1 Re 17,19-23) «y volvió dentro del niño
su alma y revivió».
Eliseo, discípulo de Elías, estando en Samaria,
hizo justo lo mismo que su maestro, pero mejor: solucionó
la pobreza de una viuda convirtiendo en muchos cántaros
comerciables el cantarito de aceite que le quedaba a ésta
(2 Re 4,1-7), hizo concebir a la esposa de un ancia-no en cuya
casa él se alojaba (2 Re 4,12-17) —toda pregunta al respecto
también resulta em-barazosa—, pero el niño que
nació creció hasta no se sabe qué edad
y murió, un tropiezo que Eliseo apañó sin
problemas resucitándole (2 Re 4,21-37) —y lo hizo de
igual forma que Elías con su propio niño muerto;
si la historia fue buena para uno, también lo era para
el otro (eco-nomía creativa)—, saneó aguas contaminadas
y sopas envenenadas (2 Re 4,38-41), alimentó a cien personas
multiplicando la capacidad de veinte panecillos de cebada y
de trigo (2 Re 4,41-44), curó a un leproso (2 Re 5,1-13)...
Queda claro, y es palabra de Dios, que Eliseo, con resucitado
incluido, hizo milagros equivalentes a los que le atribuirán
a Jesús escritores que conocían bien estos relatos
de los dos libros de Reyes.
Es evidente, también, que, en esos días, al menos
desde Elías a Jesús, no hacía falta ser
Dios o Jesús-Cristo para poder resucitar al prójimo
y, en todo caso, no se precisaba ser nadie en especial para
que Dios acordara devolverle la vida ¿a qué entonces
tanto alboroto con la resurrección del «Hijo de
Dios»? ¿es que no merecen idéntico alborozo
la resurrección de Lá-zaro, la de Tabita o la
de los dos niños de los tiempos proféticos? Dado
que los textos de las Escrituras van avalados por la “palabra
de Dios”, las resurrecciones que refieren sólo pueden
ser ciertas e igualmente meritorias e indiciarias —¿de
divinidad?— todas ellas o, por el contra-rio, deben ser consideradas
meras fabulaciones todas ellas sin excepción.
Entre las gentes de esa época ya era común la
creencia en que Dios podía resucitar a los muertos, por
lo que parecería obvio pensar que Jesús fue resucitado
por obra y voluntad ex-presa de Dios, tal como muy bien se indica,
entre otros, en los versículos de Act 2,23-24: «a
éste [Jesús de Nazaret?, entregado según
el designio determinado y la presencia de Dios, después
de fijarlo (en la cruz) por medio de hombres sin ley, le disteis
muerte. Al cual Dios le resucitó después de soltar
las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que fuera
do-minado por ella...»; pero otro texto, tan inspirado
por Dios como éste, parece indicar que es el propio Jesús
quien tiene la potestad de resucitarse a sí mismo: «Por
eso el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo.
Nadie me la quita, soy yo quien la doy por mí mismo.
Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Tal es
el mandato del Padre que he recibido» (Jn 10,17-18), y
poco después se añade: «Yo soy la resurrección
y la vida» (Jn 11,25). En cualquier caso, dado que la
Iglesia manda tomar por cierta cada palabra de la Bi-blia, quizá
no deberíamos encontrar contradicción alguna entre
el hecho de que Jesús fuese resucitado por Dios o por
sí mismo... al fin y al cabo, ambos acabarían
pasando a formar parte de una sola y trina personalidad divina.
Pero, por mucha fe que se le ponga, resulta de nuevo imposible
obviar las disparidades que aparecen en el Nuevo Testamento
cuando se relata el hecho memorable —según cabe supo-ner—
de la aparición de Jesús ya resucitado a los apóstoles.
En Mateo, después que las dos Marías encontraran
el sepulcro vacío y se dirigieran corrien-do a comunicarlo
a los discípulos, «Jesús les salió
al encuentro, diciéndoles: Salve. Ellas, acercándose,
asieron sus pies y se postraron ante El. Díjoles entonces
Jesús: No temáis; id y decid a mis hermanos que
vayan a Galilea y que allí me verán» (Mt
28,9); y el relato concluye diciendo que «Los once discípulos
se fueron [desde Jerusalén? a Galilea, al monte que Jesús
les había indicado, y, viéndole, se postraron,
aunque algunos vacilaron, y acercándose Jesús,
les dijo: Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la
tierra...» (Mt 28,16-18).
En Marcos, «Resucitado Jesús la mañana del
primer día de la semana, se apareció primero a
María Magdalena (...) Ella fue quien lo anunció
a los que habían vivido con El...» (Mc 16,9-10);
«Después de esto se mostró en otra forma
a dos de ellos que iban de camino y se dirigían al campo»
(Mc 16,12); ya en Galilea (se supone) «Al fin se manifestó
a los once, estando re-costados a la mesa, y les reprendió
su incredulidad...» (Mc 16,14); y, finalmente, «El
Señor Je-sús, después de haber hablado
con ellos, fue levantado a los cielos y está sentado
a la diestra de Dios» (Mc 16,19).
En Lucas, «El mismo día [domingo, tras el descubrimiento
de la sepultura vacía?, dos de ellos iban a una aldea
(...) llamada Emaús, y hablaban entre sí de todos
estos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el
mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero
sus ojos no podían reconocerle (...) Puesto con ellos
a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió
y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció
de su presencia» (Lc 24,13-31), después de esto
«En el mismo instante se levantaron, y volvieron a Jerusalén
y encontra-ron reunidos a los once y a sus compañeros,
que les dijeron: El Señor en verdad ha resucitado y se
ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había
pasado en el camino y cómo le reconocieron en la fracción
del pan. Mientras esto hablaban, se presentó en medio
de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros (...) Le dieron
un trozo de pez asado, y tomándolo, comió de-lante
de ellos» (Lc 24,33-43); finalmente, «Los llevó
cerca de Betania, y levantando sus manos, les bendijo, y mientras
los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo»
(Lc 24,50-51).
En Juan, mientras María Magdalena permanecía fuera
del sepulcro llorando «se volvió para atrás
y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció
que fuese Jesús (...) María Magdalena fue a anunciar
a los discípulos: “He visto al Señor” y las cosas
que había dicho» (Jn 20,14-18). «La tarde
del primer día de la semana, estando cerradas las puertas
del lugar donde se hallaban los discípulos por temor
de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de
ellos...» (Jn 20,19). «Pasados ocho días,
otra vez estaban dentro los discípulos (...) Vino Jesús,
cerradas las puer-tas, y, puesto en medio de ellos...»
(Jn 20,26). «Después de esto se apareció
Jesús a los dis-cípulos junto al mar de Tiberíades,
y se apareció así: Estaban juntos Simón
Pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de
Caná de Galilea, y los de Zebedeo, y otros dos discípulos.
Dí-joles Simón Pedro: Voy a pescar (...) Salieron
y entraron en la barca, y en aquella noche no pescaron nada.
Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa;
pero los discípulos no se die-ron cuenta de que era Jesús
(...) El les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis.
La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por
la muchedumbre de los peces (...) Jesús les dijo: Venid
y comed...» (Jn 21,1-12).
Según los Hechos de los Apóstoles de Lucas, Jesús
apareció ante sus apóstoles durante nada menos
que cuarenta días: «después de su pasión,
se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles
durante cuarenta días y hablándoles del reino
de Dios» (Act 1,3) y, al fin «fue arrebatado a vista
de ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos» (Act 1,9).
Pero Pablo, por su parte, complicó aún más
la rueda de apariciones cuando testificó que «lo
que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que
resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y que se apareció a Cefas, luego a los doce. Después
se apareció una vez a más de quinientos hermanos,
de los cuales mu-chos permanecen todavía, y algunos durmieron;
luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles;
y después de todos, como a un aborto , se me apareció
también a mí» (I Cor 15,3-8).
Tomando en cuenta los denodados esfuerzos —con milagros incluidos—
que, según cuen-tan los relatos neotestamentarios, había
hecho Jesús, durante su vida pública, para intentar
convencer de su mensaje a las masas ¿no resulta increíble
que se apareciera solamente ante sus íntimos y no ante
todo el pueblo o el procurador Pilato que le ajustició,
despreciando así su mejor oportunidad para convertir
a todo el Imperio romano de una sola vez?
Por otra parte, si repasamos lo dicho en todos estos testimonios
inspirados que acabamos de exponer, tal como lo resumimos en
el cuadro que insertaremos seguidamente, deberemos convenir
que no es creíble en absoluto que un suceso tan fundamental
como éste se cuente de tantas formas diferentes y que
cada autor sagrado haga aparecer a Jesús las veces que
le venga en gana y en los lugares y ante los testigos que se
le antojen.
Cuadro
4: Apariciones de Jesús después de su resurrección
(...)
Los
machistas Lucas y Pablo excluyeron a María Magdalena
de entre los privilegiados testi-gos de las apariciones de
Jesús, mientras que para los otros fue la primera en
verle. Las apari-ciones en el camino cerca de Jerusalén
sólo figuran en Marcos y en Lucas (que toma el dato
de éste) y aportan contextos muy diferentes.
La presencia de Jesús ante sus apóstoles cuando
aún estaban en Jerusalén fue relatada por Lucas,
Juan y Pablo, que no conocieron a Jesús ni fueron discípulos
suyos, pero inexplica-blemente la omitieron quienes se supone
que estaban allí, esto es el apóstol Mateo y
Pedro (cuyas presuntas memorias originaron el texto de Marcos).
Las apariciones de Jesús en Galilea sólo figuran
en Mateo, Marcos y Juan, pero fueron si-tuadas, respectivamente,
en escenas y comportamientos absolutamente diversos que aconte-cieron
en lo alto de una montaña, alrededor de una mesa y
pescando en el lago Tiberíades (¡¿?!).
Lucas afirmó que hubo apariciones durante cuarenta
días o un día, según el texto suyo (presuntamente)
que se lea, y su maestro Pablo perdió toda mesura y
compostura en su texto de I Cor 15,3-8, donde se situó
a Jesús presentándose tanto a discípulos
solos como a grupos de «quinientos hermanos».
Por último, sólo en Marcos y en Lucas —que,
en el mejor de los casos, se atribuyen a escritores que no
fueron apóstoles— se dice que Jesús fue «levantado
a los cielos», aunque, lógicamente, también
se presentó el hecho en circunstancias substancial-mente
distintas.
Dado que el más elemental sentido común impide
creer que un evangelista hubiese dejado de enumerar ni una
sola de las apariciones de Jesús resucitado, los vacíos
y contradicciones tremendas que se observan sólo pueden
deberse a que esos relatos fueron una pura invención
destinada a servir de base al antiguo mito pagano del joven
dios solar expiatorio que resucita después de su muerte,
una leyenda que, como ya mostramos, se aplicó a Jesús
sin rubor al-guno.
Puestos a observar incongruencias, también aparecen
ciertas dudas razonables cuando calculamos el tiempo que permaneció
muerto Jesús. Si, tal como testifican los evangelistas,
Jesús fue depositado en su sepulcro a finales de la
tarde de un viernes —o de la noche, pues en Lc 23,54 se dice
que «estaba para comenzar el sábado»— y
el domingo «ya para amane-cer» (Mt 28,1) Jesús
había desaparecido del «monumento» debido
a su resurrección en algún momento concreto
que se desconoce, resulta que el nazareno no estuvo en su
tumba más que unas seis horas, como máximo,
el viernes, todo el sábado y otras seis horas o menos
el do-mingo, eso hace un total de unas treinta y seis horas,
un tiempo récord que es justo la mitad de las horas
que debería haber pasado muerto para poder cumplirse
adecuadamente la profecía que el propio Jesús
había hecho a sus apóstoles al decirles que
«El Hijo del hombre será en-tregado en manos
de los hombres y le darán muerte, y muerto, resucitará
al cabo de tres días» (Mc 9,31).
Por si algún cristiano piadoso quisiere defenderse
como gato panza arriba argumentando que viernes, sábado
y domingo, aunque no fueran completos, ya son los «tres
días» profetiza-dos, será obligatorio
recordar la respuesta que dio Jesús en Mt 12,38-40:
«Entonces le interpe-laron algunos escribas y fariseos,
y le dijeron: Maestro, quisiéramos ver una señal
tuya. El, respondiendo, les dijo: La generación mala
y adúltera busca una señal, pero no le será
dada más señal que la de Jonás el profeta.
Porque, como estuvo Jonás en el vientre del cetáceo
tres días y tres noches, así estará el
Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón
de la tierra». Es evidente, pues, que el tiempo de permanencia
en el sepulcro, antes de resuci-tar, debía ser de tres
días completos con sus respectivas noches.
Jesús, por tanto, no resucitó a los tres días
de muerto sino al cabo de un día y medio, con lo que
no pudo validarse a sí mismo mediante la «señal
de Jonás», puesto que incumplió su re-iterada
promesa por exceso de rapidez. Aunque, en cualquier caso,
dejó constancia de su glo-ria y poder al vencer en
su propio mito a su oponente el dios Mitra, que ese sí
tuvo que pasar-se tres días enteros dentro de su tumba
antes de poder resucitar.
En el caso de que la resurrección de Jesús hubiese
sido un hecho cierto, cosa que este au-tor no tiene el menor
interés en negar por principio, resulta absolutamente
evidente que tal prodigio no aparece acreditado en ninguna
parte de las Sagradas Escrituras; cosa bien lamen-table, por
otra parte, ya que no se aborda esta cuestión —ni nada
que se le relacione, aunque sea remotamente— en ningún
otro documento contemporáneo ajeno a los citados.
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