|
Los
antiguos cultos agrarios del solsticio de invierno
(Fuente: © Rodríguez,
P. (1997, 2010). Ritos
y tradiciones de la Navidad. © Barcelona:
Ediciones B., capítulo 1, pp. 9-21)
El
advenimiento de los dioses solares siempre se festejó en Navidad
El
natalicio de Jesús un 25 de diciembre no se fijó hasta el siglo
IV
Durante
la Navidad, solsticio de invierno en el hemisferio norte, el sol
alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día
comienza a alargarse progresivamente en detrimento de sus noches
-hasta llegar al solsticio de verano (21-22 de junio) en
que invierte su curso-;
el término solsticio significa
«sol inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su
declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo
del ecuador celeste.
El
solsticio hiemal es el acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza
con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas
antiguas, representaba el auténtico nacimiento
del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a despertar lentamente
de su letargo invernal y los humanos veían renovadas sus esperanzas
de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba
la presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad
ha venerado.
En el solsticio de invierno todos los pueblos antiguos,
adoradores del sol, celebraban el nacimiento del astro rey mediante
grandes festejos caracterizados por la alegría general y el protagonismo
de las hogueras, alrededor de las cuales se concentraban los lugareños
con el fin de manifestar su alborozo y esperanza mediante ceremonias
colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida
de ciertas plantas mágicas
como el muérdago.
Era también la época adecuada para realizar pactos
protectores con los espíritus de la Naturaleza y con los de los
familiares fallecidos (una costumbre de la que derivó, en pueblos
como el germano, la fiesta de los difuntos, que la Iglesia católica
acabará por transformar en una jornada de tristeza que desplazará
hasta el primer domingo de noviembre para poder alejarla de la alegre
conmemoración del nacimiento de Jesús).
Los pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores
al 24 y 25 de diciembre, así como en los seis posteriores que llevaban
hasta el Año Nuevo, festejaban el retorno del Nuevo Sol y las fuerzas vegetativas de la Naturaleza. Las grandes
hogueras -tal
como veremos en el capítulo 11, dedicado al tió
de Navidad-,
al margen de simbolizar el gran acontecimiento, tenían la función
de excitar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido
que encaraba su curso hacia la primavera inundando la tierra con
su poder regenerador. Otro tanto sucedía durante el solsticio de
verano[i],
época adecuada para mostrarle al divino sol el agradecimiento de
quienes habían sobrevivido un año más gracias a su generosa intervención
en el ciclo agrícola y ganadero.
Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica
por todo el continente europeo, los papas no siempre pudieron imponer
su fe por la fuerza y a menudo tuvieron que obrar con astucia fingiendo
tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban
y transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos
cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la dejó el papa Gregorio
I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos
fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo
que ser más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas
de los anglosajones, aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los
propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que sigue:
«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo,
sino únicamente los ídolos que hay en los mismos; después de asperjar
esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias;
porque si tales templos están bien construidos, perfectamente pueden
transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero,
de manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga
de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda
a los lugares habituales según su vieja costumbre...»
En los pueblos germánicos y galos -pero
especialmente entre los primeros, ya que fueron menos romanizados
y su cristianización fue más tardía, lenta, dificultosa e incompleta-,
estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las fuerzas
ocultas de la Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad
Media; en sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta
la primera mitad del siglo X, y tomando expresiones externas más
o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo han podido
sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de paganismo
la celebración de la Navidad actual hasta el punto de que, tal como
iremos viendo a lo largo de este libro, los mitos solares ancestrales
(conservados en su estructura interna aunque desvirtuados en su
forma externa y en su significado) siguen siendo los verdaderos
protagonistas de los festejos navideños que se celebran en el mundo
de hoy.
Desde
hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas,
la época de Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento
cósmico por excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían
garantizar la supervivencia del hombre pagano
o campesino -pagus significa aldea y paganus
aldeano o rústico-,
del nacimiento -o,
mejor dicho, renacimiento anual-
de la principal divinidad salvadora.
No
es ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales
dioses solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas -como
Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dionisos/Baco (llamado el Salvador),
etc.-
fuese situado durante el solsticio de invierno. Y es menos casual
aún que el natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador
cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la
que hasta finales del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento
del Sol Invictus en el
Imperio Romano.
EL ADVENIMIENTO
DE LOS DIOSES SOLARES SIEMPRE SE FESTEJÓ EN NAVIDAD
Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales
solsticiales agrarios no desaparecieron sino que se adaptaron a
las nuevas circunstancias y necesidades, por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el ámbito campesino y se convirtieron
en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban
para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como prosperidad
y riqueza para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre
todo en invierno, pues la actividad humana sufría en estos meses
una bajada en su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía
a navegar y las faenas agrícolas eran entonces menos intensas. El
invierno es en consecuencia un periodo muy propicio para que las
relaciones que se entablan con el mundo sobrenatural sean más estrechas,
más íntimas»[ii].
Entre las fiestas de los antiguos griegos y romanos
que fueron precedentes de la Navidad cristiana debe destacarse,
por su importancia social y trascendencia mítica y simbólica, las
dedicadas a Dionisos y Saturno.
Dionisos, originado en la fusión de mitos egipcios
y helenos, fue un dios del vino, de la vegetación y de la fecundidad,
pero también de la muerte, ya que los difuntos y las potencias subterráneas
-«infernales»,
de inferus, inferior,
puesto que se creía que el mundo de los muertos estaba por debajo
de la tierra-
eran tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba
multitudes e inspiraba ideales de rebeldía que se enfrentaban con
el orden establecido, tanto el político (oponiéndose a la clase
aristocrática dominante) como el divino (amenazando la supremacía
de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el siglo IV a.C., en el
calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba el
24 de diciembre y tenía 31 días.
En la antigua Atenas -y
en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes-,
el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades:
las Dionisíacas de los campos, las Leneas,
las Antesterias y las
Grandes Dionisíacas. Las dos primeras se celebraban alrededor del
solsticio invernal, con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad
y en medio de festejos caracterizados por la gran alegría general;
las dos últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la resurrección
de la naturaleza. Las Antesterias,
en particular, celebraban el vino nuevo, de la última cosecha, conmemoraban
la llegada de Dionisos a Atenas y su hierogamia y, en su tercera
jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a los difuntos. El ciclo dionisíaco,
como vemos, es el mismo que muchos siglos después adoptará el cristianismo
al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la Pascua de
Resurrección en primavera.
El Saturno romano -equivalente
al griego Cronos-
fue una antigua divinidad agrícola cuyo nombre está relacionado
con satur (saciado, harto)
y sator (sembrador, creador),
siendo sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y plantador
de vides (vitisator),
un arte que enseñó a los hombres cuando, perseguido por su hijo
Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia; bajo el apelativo de Stercutius
presidía el abono de los campos.
Los festejos romanos en honor de Saturno, las Saturnalia,
fueron en su origen fiestas campestres -sementivae feriae,
consualia larentalia,
paganalia-,
pero adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras
la derrota del ejército romano por el cartaginés Aníbal cerca del
lago Trasimeno, preludio del desastre de la batalla Cannas (216
a.C.) que puso fin a la segunda guerra púnica y contribuyó a despertar
el espíritu religioso de los romanos.
La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía lugar entre el 17 y el 23 del
mes de diciembre. Después de la ceremonia religiosa había grandes
festejos y banquetes, se abolía temporalmente las clases sociales
y, en los ágapes, los señores servían a sus esclavos -que
podían burlarse impunemente de los amos-,
cesaba toda actividad pública -en
tribunales, escuelas, comercios, operaciones militares, etc.-
y no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el de la cocina,
se imponía el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban
a sus mesas bien surtidas a los pobres que llamaban a sus puertas,
se practicaban juegos de azar..., en fin, los antiguos romanos hacían
ya más o menos lo mismo que aún se hace actualmente para celebrar
la Navidad cristiana.
Si nos remontamos mucho más atrás en la Historia, hasta
la época en la que los hombres primitivos -que
practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera solar como
deidad-
comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas antropomorfas,
observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a identificar
a su dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón,
con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración
y festejo de su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico
que representaba el solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.
Caldeos, egipcios, cananeos, persas, sirios, fenicios,
griegos, romanos, hindúes y la práctica totalidad de los pueblos
con culturas desarrolladas, entre los cabe incluir los imperios
orientales y las civilizaciones precolombinas -como
los aztecas y su máxima deidad Huitzilopochtli, que tantos quebraderos
de cabeza dio a los misioneros españoles-,
han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de la «Reina
de los Cielos» y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.
En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia
de un dios joven que cada año muere y resucita, encarnando en sí
los ciclos de la vida en la Naturaleza. En las culturas de mitología
astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el
principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el
mundo civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses,
y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos
del Sol (identificado siempre con su divinidad principal). En este
contexto, la antropomorfización del Sol en un dios hijo joven presenta
ejemplos tan conocidos como los de Horus, Mitra, Adonis, Dionisos,
Krisna... o el propio Jesús-Cristo[iii].
En
el Egipto Antiguo se creía que Isis, la virgen Reina de los Cielos,
quedaba embarazada en el mes de marzo y daba a luz a su hijo Horus
a finales de diciembre. El dios
Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del mundo»,
el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una
encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando
el dios Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por
su hermano Seth o Tifón. Era
una divinidad casta -sin
amores-
al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado
con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era
el Christos y simbolizaba
el Sol.
Durante el solsticio de invierno,
la imagen de Horus, en forma de niño recién nacido, era sacada del
santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas.
Era representado como un recién nacido (a menudo recostado en un
pesebre) con cabello dorado, que tenía un dedo en la boca y el disco
solar sobre su cabeza. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron
también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis.
El dios Osiris, dios de
la vegetación y de los muertos, padre de Horus, también había nacido
de una virgen en el solsticio hiemal.
Mitra,
uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra,
desarrollado a partir del antiguo dios funcional indoiranio Vohu-Manah[iv],
objeto de un culto aparecido unos mil años antes de Cristo y que,
tras pasar por diferentes transformaciones, pervivió con fuerza
en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad
de tipo solar -tal
como lo atestigua, entre otros, su cabeza de león-
que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de
deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de
la humanidad, era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd)
y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de
la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas,
y era una especie de mesías que, según sus seguidores, debía volver
al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba
a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el persa,
era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho
de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación
del Sol.
Muchos
siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular,
ya había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta,
siendo adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido,
acabó siendo muerto, resucitó al tercer día...
Todas
las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas
propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando
con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente.
Así, Osiris nació en el mundo como un Salvador o Libertador venido
para remediar la tribulación de los humanos, pero en su lucha por
el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth
o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció
temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió
a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).
El
dios hindú Shiva, en un acto de supremo sacrificio, según cuenta
el Bhâgavata-Purâna, ingirió
una bebida envenenada y corrosiva que había surgido del océano para
causar la muerte del universo -de
ahí el epíteto de Nîlakantha («cuello azul») por el que también
se conoce a Shiva y que fue el resultado del veneno absorbido-, tragedia que el dios evitó con su autoinmolación y vuelta
a la vida.
Baco,
otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad,
también fue asesinado -y
su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho Isis con los
trozos del cadáver de Osiris-
para renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente
a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo)
y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le había estado reservada
a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz),
a Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos
que, como Krisna -muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por
una flecha-
o como Jesús-Cristo -muerto
en la cruz de madera y lanceado-,
fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a
la vida.
Son
dioses que descendieron al Hades
y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la Naturaleza
con sus ciclos estacionales anuales. Todos ellos habían nacido,
según el mito, durante el solsticio de invierno, fecha en la que
algunas tradiciones tardías también sitúan el natalicio de Buda.
EL NATALICIO
DE JESÚS UN 25 DE DICIEMBRE NO SE FIJÓ HASTA EL SIGLO IV
En el siglo II de nuestra era, los cristianos sólo
conmemoraban la Pascua de Resurrección y su misterio, ya que consideraban
irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían
absolutamente cuando pudo haber acontecido.
Durante el siglo siguiente, al comenzar a aflorar el
deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada,
algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como el 6
y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 de mayo
y algunas otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215) no quiso
quedar al margen de la polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero
el papa Fabian (236-250) decidió cortar por lo sano tanta especulación
y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha
del nacimiento del nazareno.
A pesar de la disparidad de fechas apuntadas, todos
coincidieron en pensar que el solsticio de invierno era la fecha
menos probable si se atendía a lo dicho por Lucas en su evangelio:
«Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de
noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel
del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz...» (Lc
2,8-14) [v].
Si los pastores dormían al raso cuidando de sus rebaños,
para que el relato de Lucas
fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de primavera
-de
ahí las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral
e inicio de esta estación-,
ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, el excesivo
frío y las todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier
posibilidad de pernoctar al raso con el ganado.
Forzando la escena relatada por Lucas hasta el límite
de la sutileza, otras Iglesias cristianas ajenas a la católica -como
la Iglesia armenia-
fijaron la conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya
que, según su deducción, aunque no es posible situar el relato de
Lucas en la estación más
fría y lluviosa del año en las tierras de Judea, sí puede ser creíble
situando el nacimiento de Jesús un poco más tarde, en enero y en
el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es muy probable la
existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía
haga frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales,
egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el
día 8 de enero. Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X
aún defendía esta fecha como la única verdadera.
Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro argumento todavía más peculiar
para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo al vuelo la afirmación
de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía unos treinta
años» (Lc 3,23), dedujeron,
de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús murió cuando tenía
«exactamente» treinta años, contados estos desde el día de su concepción,
y, dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de
abril (¡¿?!), sólo tuvieron que añadir los nueve meses exactos de
gestación para llegar hasta el tan celebrado 6 de enero.
Dejando
al margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que
la fecha del 6 u 8 de enero -la
primera que la cristiandad celebró- tenía mucho sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna
de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba
con toda pompa el festival de Core «la Doncella» -identificada con la diosa Isis-
y el nacimiento de su nuevo Aion,
que era una personificación sincrética de Osiris.
San Epifanio, refiriéndose al festival de Core, escribió
en Penarion 51: «la víspera
de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo
las imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta
y se sacaba una imagen de madera, que tenía el signo de una cruz
y una estrella de oro marcada en las manos, rodillas y cabeza. Se
llevaba en procesión, y luego se devolvía a la cripta; se decía
que esto se hacía porque la
Doncella había alumbrado al Aion.»
Entrado ya el siglo IV, cuando ya se había concluido
lo substancial del proceso de trasvase de mitos desde los dioses
solares jóvenes precristianos hacia la figura de Jesús-Cristo[vi],
se decidió fijar una fecha concreta -y
acorde a su nueva concepción mítica-
para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se
le había adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a
su máximo competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue
hacerle nacer el mismo día en que se celebraba el advenimiento de
ese joven dios.
A más abundamiento, cabe recordar que la figura de
Jesús no fue oficialmente declarada como consubstancial con Dios
hasta el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el concilio
de Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes que acatasen el
entonces muy discutido y discutible dogma de que el Padre y el Hijo
compartían la misma substancia divina[vii].
De esta forma, entre
los años 354 y 360, durante el pontificado de Liberio (352-366),
se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de
diciembre, día en que los romanos celebraban el Natalis
Solis Invicti, el nacimiento del Sol Invencible -un
culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían podido
vencer o proscribir hasta entonces-
y, claro está, la misma
fecha en la que todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada
del solsticio de invierno.
Según algunos autores, en la elección del 25 de diciembre
-hecho
que sitúan en el año 345, bajo el papa Julio I-
tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo (del que sabemos que
defendió esta fecha, frente a la del 6 de enero, en, al menos, escritos
del año 375) y Gregorio Nacianceno -uno
de los tres padres capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria
clásica a finales del siglo IV-,
pero lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en
la datación del natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores
del 25 de diciembre a posteriori.
En cualquier caso, San Agustín (354-430) sí debía tener
muy claro el verdadero origen de la Navidad católica, sobrepuesta
al Natalis Solis Invicti,
cuando exhortó a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al
Sol, sino al Creador del Sol».
Con la instauración de la Navidad también se recuperó
en occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias
europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus
feligreses hasta el siglo XII.
A pesar de haberse fijado ya como inmutable la fecha
del 25 de diciembre -o
quizá por esa misma razón-,
las especulaciones en torno al natalicio de Jesús prosiguieron durante
muchos siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a averiguar
la verdad, le encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus (Dionisio el Pequeño)
que, tras un curioso proceso de razonamiento
concluyó que el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación
de Roma, y que la Encarnación misma había tenido lugar el 25 de
marzo y el nacimiento el 25 de diciembre, eso es después de una
gestación matemáticamente exacta de nueve meses.
La peculiar datación de Dionisio el
Pequeño también dejó en herencia otra fecha famosa, la de los
33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero hoy ya está
bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados
hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando
fue ejecutado[viii].
En el siglo XVI, un erudito como José Scaligero aún
se ocupó del asunto y afirmó que Jesús había nacido a finales de
septiembre o principios de octubre. Más prudente, el gran sabio
y teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar todo lo escrito
al respecto, concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto,
callemos también nosotros»[ix].
La fecha del 25 de diciembre, fijada a finales del siglo IV, ya
era inamovible para el orbe católico (aunque no fuese aceptada por
las Iglesias cristianas orientales que siguen celebrando el natalicio
de Jesús en el 6 de enero).
En un principio, la festividad de la Navidad tuvo un
carácter humilde y campesino, pero a partir del siglo VIII comenzó
a celebrarse con la pompa litúrgica que ha llegado hasta hoy, creando
progresivamente la iluminación y decoración de los templos, los
cantos, lecturas, misterios y escenas piadosas que dieron lugar
a representaciones al aire libre del nacimiento del portal de Belén.
[i]
En el solsticio de verano, desde milenios atrás, había igualmente
grandes celebraciones paganas en torno al fuego, pero esa tradición
fue ahogada por la Iglesia católica cuando le implantó encima
la festividad de San Juan (que en muchas regiones, como en todo
el Levante español, aún tiene a las hogueras como rito festivo
central).
[ii]
Cfr. Blázquez, J.M., Martínez-Pinna, J. y Montero, S. (1993). Historia
de las religiones antiguas. Oriente, Grecia y Roma. Madrid:
Cátedra, p. 311.
[iii]
A propósito de la continuidad mítica de la figura de Jesús-Cristo
en relación a los modelos anteriores de dioses solares jóvenes,
puede consultarse el estudio publicado en Rodríguez, P. (1997).
Mentiras
fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: Ediciones
B., pp. 113-151.
[iv]
Vohu-Manah, al igual que Horus y demás dioses-hijo, entre los
que cabe situar a Jesús-Cristo, cumplía un papel fundamental
como intermediario entre los humanos y el dios-padre con respecto
al «Juicio final», así, según se creía, cuando un alma llegaba
al cielo, Vohu-Manah se levantaba de su trono, la tomaba de
la mano y la conducía hasta el gran dios Ahura-Mazda y su corte
celestial.
[v]
Salvo indicación en contra, todas las citas bíblicas referenciadas
en este libro pertenecen a la 36ª edición de la versión Nácar-Colunga
de la Biblia [Cfr.
Nácar, E. y Colunga, A. (1979). Sagrada
Biblia. Madrid: Edica].
[vii]
Ibíd., pp. 207-222.
[viii]
Ibíd., pp. 172-174 y 182-183.
[ix]
Cfr. Bynaei, De Natali J.C.,
libro I, capítulo IV, pp. 403-414.
|