Introducción
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (2008). Los pésimos
ejemplos de Dios (Según la Biblia). Barcelona: ©
Temas de Hoy, Introducción,
pp.13-24)
Introito brevísimo
Vaya por delante que este libro está escrito en coautoría.
El 90 % del texto es la palabra de Dios en estado puro, esto es,
tal como se recoge en la Biblia, y el resto son simples
comentarios de un pobre autor al que el Altísimo sólo
dotó de sentido común, pero no de fe.
Si a algún lector no le gusta su contenido, que dirija sus
protestas ante el autor de la Biblia, ya que este escritor no le
ha cambiado ni una palabra a lo que los representantes autorizados
de Dios certifican que dijo.
Escribir este libro no tendría ningún sentido si la
Biblia se considerase una colección de textos inconexos
procedentes de antiguas leyendas mesopotámicas y egipcias,
y de tradiciones orales de pastores nómadas incultos —en
relación al nivel que tenían la mayoría de
las sociedades con las que se relacionaron y coexistieron— que,
tras muchos siglos de remiendos y añadidos fueron recogidas,
ampliadas y reelaboradas por «profetas» y clérigos
muy listos al servicio de los intereses políticos, encubiertos
bajo reformas religiosas, de reyes ambiciosos como Ezequías
(1) o Josías (2). Pero no, tal como veremos más adelante,
la Biblia es la palabra de Dios y él es el único inspirador-autor
de todo lo que contiene esa colección de libros tan disparejos.
Me perdonará el lector el atrevimiento de confesar, de entrada,
que el sentido común con el que Dios me creó y los
conocimientos que el Altísimo ha puesto a mi alcance (3)
me inclinan a pensar que nada hay de divino en la más humana
de las obras. ¿Pero quien soy yo para llevarle la contraria
a unos dos mil millones de cristianos que creen a pies juntillas
que la Biblia la escribió Dios? Nadie, claro; ya
me lo han dicho algunos católicos muy irritados a causa de
otros libros míos; textos que aunque no han visto ni leído
sí han repudiado preventivamente. ¡Qué cómoda
es la fe de esa gente! ¡les evita leer montañas de
libros —los míos no son los únicos que rechazan, ni
mucho menos— al tiempo que les hace sentirse seguros y orgullosos
poseyendo como capital más preciado todo lo que ignoran!
En esta ocasión, sin embargo, no cometeré la torpeza
de cuestionar lo fundamental de la Biblia. Si unos dos
mil millones de creyentes dicen que es la palabra de Dios, sea pues
así. No se hable más. En todo este libro aceptaré
sin la menor duda que cada uno de los textos, ejemplos, leyes, actos,
conductas... que aparecen en las páginas de la Biblia
son la palabra y la voluntad de Dios, la expresión de su
carácter y la transmisión de sus enseñanzas
más principales a través de los actos que confesó
haber realizado directamente y de los que avaló, secundó
y bendijo en los protagonistas bíblicos que el Altísimo
escogió expresamente para llevar a cabo cada uno de sus planes
para el mundo.
Para bien de los lectores, ante la eventualidad de que mi impericia
natural para analizar lo sobrenatural —causada por la falta de fe
que Dios me dio como cruz personal— me lleve a ver en los relatos
bíblicos enseñanzas algo diferentes a las que dicen
hallar doctos prelados y pastores de afamado prestigio entre su
grey, y que, en consecuencia, acabe por sumirles en el error, en
este libro se ha tomado la precaución de suministrar en todo
momento la auténtica y genuina palabra de Dios, reproducida
siempre en medio de un contexto generoso y literal, a fin de que
cada cual pueda juzgar por sí mismo el contenido de los capítulos
y de los versículos bíblicos aquí transcritos
y, al mismo tiempo, pueda aquilatar la mesura o desmesura de las
conclusiones —siempre discutibles— a las que llegó este autor.
Con todo, siempre consuela saber que las llamas del infierno pasaron
ya de moda y, por el momento, no son la eternidad que aguarda a
quienes no acatan la visión monocolor de la dogmática
oficial. Así al menos lo dejó dicho el papa Wojtyla
en agosto de 1999, cuando, tras regresar de sus vacaciones, en una
audiencia semanal, declaró que «las imágenes
utilizadas por la Biblia para presentarnos simbólicamente
el infierno, como un horno en llamas o un estanque de fuego donde
reina el rechinar de dientes, deben ser interpretadas correctamente.
El infierno es la situación de quien se aparta de modo libre
y definitivo de Dios». Pero ni este autor ni sus lectores
pretendemos hacer tal cosa ¿cómo apartarnos de Dios
si en todo este libro no haremos más que leer su palabra
directa y eterna dándola por cierta?
Cualquier lector sensato podrá acusarme de insensato por
tomar en su literalidad los relatos bíblicos, y le sobrará
razón para ello, pero la cuestión no es si este autor
ha descendido o no en la escala evolutiva sino el hecho de que,
de modo expreso e intencionado, se ha prestado a hacer lo mismo
que practican dos mil millones de creyentes, pero sin hacer trampas.
Me parece una indecencia intelectual y moral usar partes de la Biblia
—a menudo meros fragmentos de un versículo— para tomarlos
por «palabra de Dios» merecedora de adoración,
mientras que la inmensa mayoría de los escritos bíblicos,
incluso el contexto de las citas elegidas —que frecuentemente contradicen
el significado dado a la mismas— se ignoran a sabiendas, o se reducen
a letra profana tildándolos de poesía, metáfora,
historia, tradición... Claro que la Biblia es todo
eso, además de un compendio reelaborado y maquillado de mitos
paganos muy diversos y bien conocidos, pero ¿por qué
debe tomarse por «palabra de Dios» una parte de un párrafo
y despreciar el resto considerándolo como mera paja o decorado?
La dogmática católica y cristiana, tal como se verá
más adelante, obliga a creer que cada palabra de la Biblia
procede de Dios mismo... aunque los exegetas autorizados recortan
y retuercen esa «palabra de Dios», que es inmutable
—dicen—, por donde les da su santísima gana.
Cuando uno se ha leído la Biblia varias veces y
con espíritu analítico, no puede menos que darse cuenta
de que es el más contradictorio de los libros, ya que a cada
afirmación en un sentido se le puede encontrar otra o varias
en sentido contrario ¡y todas realizadas por el mismo Dios,
claro está!
Es bien conocido el mandato divino que Dios le dio a Moisés
dentro del decálogo y que podemos leer, por ejemplo, en el
Deuteronomio: «No matarás» (Dt 5,17) (4).
Pero resulta que el mismo Dios, unos capítulos después,
y también bajo forma de ley que recibió Moisés,
impuso para su cumplimiento que: «Si un hombre tiene un hijo
rebelde y desvergonzado, que no atiende lo que mandan su padre o
su madre (...) sus padres lo agarrarán y llevarán
ante los jefes de la ciudad, a la puerta donde se juzga (...) Entonces
todo el pueblo le tirará piedras hasta que muera» (Dt
21,18-21).
Y, sin pretender ser exhaustivos, ese mismo Dios, un poco antes,
en Números, le ordenó al mismísimo Moisés:
«"Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos
de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará
de Israel la cólera de Yavé” (...) Yavé le
dijo entonces a Moisés. "Ataca a los madianitas y acaba
con ellos (...)» (Nm 25,1-17).
¿No matarás? ¿Palabra de Dios? ¿Cuál
es la palabra de Dios? ¿La que prescribió no matar?
¿La que legisló que debía matarse a los hijos
desobedientes sólo por serlo? ¿La que ordenó
matar brutalmente por empalamiento y exterminar a todo un pueblo?
En todos los casos fueron mandatos directos de Dios a Moisés,
dados para su cumplimiento inexcusable.
¿Por qué razón debe hablarse sólo del
primer mandato divino y callar sobre los otros? ¿Dónde
está escrito que las cientos de miles de muertes que relata
la Biblia, y que el propio Dios se adjudicó como
obra personal, fueron una especie de broma, o de tradición
histórica exagerada, y que lo único que legisló
Dios fue el «no matarás»? O Dios dijo todo eso
y más, o no dijo nada de nada. Los creyentes piensan que
Dios dijo todo lo que aparece en la Biblia. Bien. Pues
punto en boca...
Sólo que, si puede tomarse por divina, literal, cierta e
imperativa la frase citada, «no matarás» —así
como otras muchas con notable fama entre la grey—, la decencia intelectual
y moral de la que antes hablaba obliga a tomar también por
tales al resto de palabras, frases y mandatos que, según
Iglesias y exegetas, se contienen en la Biblia por ser,
precisamente, la depositaria de la palabra cierta, fiable e inmutable
de Dios.
En el próximo capítulo volveremos sobre este particular.
Aunque antes, por si los lectores no lo conocieren, introduciré
unos pocos datos muy básicos acerca de la Biblia,
sobre su formato y sobre sus muchas y variadas versiones.
Algunos datos básicos
previos sobre la Biblia y sus diferentes versiones
La palabra Biblia procede del término griego que
significa “libros”, un plural que indica que no se trata de un libro
sino de una colección de muchos libros, que varían
en número, títulos y hasta en versículos en
función de ser una Biblia hebrea, católica
o protestante.
Del griego biblía, libros, se originó el
latino biblia. El nombre deriva del soporte en el que se
escribían esos textos, que eran rollos de papiro denominados
biblos (por ser importados de la ciudad fenicia de Biblos).
La colección de rollos de papiro, o libros, conteniendo los
diversos textos que la conforman, fue denominada, en la propia Biblia,
como Escritura o Escrituras, aunque en el Nuevo Testamento también
fue citada como Santas Escrituras (en Rom 1,2).
El paso de ser considerada una colección de libros, en plural,
al de tenerla por un solo libro, tal como se considera hoy a la
Biblia, se debió a que teológicamente quiso
verse en esos textos tan diversos una sola unidad de proyecto y
redacción «que revela una conducción inteligente,
que no dejó de operar durante los más de mil años
de su redacción». Comúnmente se tiene a Juan
Crisóstomo (347-407 d.C.) como el primero que usó
el término Escritura en el sentido singular y unitario recién
citado.
Las sagradas escrituras del judaísmo actual se dividen en
tres partes, Torah o Ley (5 libros), Profetas (21 libros) y Escritos
(13 libros) y, obviamente, no incluye la colección del Nuevo
Testamento. La forma y composición actual del canon judío
se atribuye a Esdras (c. 458 a.C.).
La Biblia católica y ortodoxa —siguiendo la tradición
de la Septuaginta, la primera traducción al griego del Antiguo
Testamento, realizada en el siglo III a.C.— incluye libros que no
figuran en el canon hebreo, tales como Tobías, Judith, Sabiduría,
Eclesiástico y I y II Macabeos y añade fragmentos
importantes al libro de Daniel, al de Ester y al de Jeremías,
son los textos etiquetados como deuterocanónicos. En total,
la Biblia católica contiene 73 libros (46 en el
Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo Testamento).
La reforma protestante de Lutero (siglo XVI) limitó la Biblia
a los libros del canon hebreo, aunque conservaron los añadidos
del canon católico en otra categoría, bajo la denominación
de apócrifos.
Resulta obvio que los libros de la Biblia no fueron escritos
en el actual formato ni en el orden que guardan los textos actualmente.
El idioma original de los textos del Antiguo Testamento fue el hebreo,
aunque algunas partes de Esdras o Daniel se redactaron en arameo.
El Nuevo Testamento se escribió en griego. Lo que queda de
los soportes materiales más antiguos es apenas nada (5),
y los libros actuales proceden de traducciones, de traducciones,
de traducciones...
La actual división de la Biblia en capítulos
y versículos no procede tampoco de los textos originales,
ya que se debe al inglés Stephen Langton, erudito bíblico
y arzobispo de Canterbury, que, hacia el año 1200, unificó,
revisó y reformó los sistemas de división más
antiguos (la división del Antiguo Testamento en versículos
se originó en el siglo VI o VII). La Biblia más
antigua conocida que incorpora las divisiones de Langton fue publicada
en 1231.
El concepto «testamento» que sirve para denominar las
dos divisiones de la Biblia cristiana —Antiguo Testamento
y Nuevo Testamento—, deriva del latín testamentum,
que fue la traducción adoptada para la palabra griega diutbeke,
que en la práctica totalidad de la Septuaginta significa
“pacto” (aludiendo al pacto jurídico entre Dios y su pueblo
otorgado a Moisés en el desierto). Hacia finales del siglo
II, entre los círculos cristianos comenzó a extenderse
el uso de una nueva denominación para ambas colecciones de
libros: palaia diatheµkeµ (Antiguo Testamento)
y kaineµ diatheµkeµ (Nuevo Testamento).
Al traducir al latín los textos griegos, autores como Tertuliano
dieron a diatheµkeµ el sentido de instrumentum
—documento jurídico— y también el de testamentum,
que prevaleció a pesar de no ser un término exacto
ni correcto.
En el ámbito católico y fundamentalmente en España,
la lectura de la Biblia jamás ha sido propiciada
desde las autoridades eclesiásticas, antes al contrario.
Así, por ejemplo, ya en fecha tan temprana como el año
1223, un edicto del rey Jaime de Aragón prohibió leer
las Sagradas Escrituras en lengua romance y daba un plazo de ocho
días a cualquiera que poseyera alguna traducción —probablemente
realizada por albigenses— para que la entregara a su obispo para
ser quemada.
Esa prohibición, que afectó al pueblo llano y le sumió
en la ignorancia bíblica hasta hace bien poco —una falta
de cultura que ha propiciado que, incluso hoy, la inmensa mayoría
de los católicos no hayan leído jamás la Biblia
directamente—, no impidió traducciones al castellano tan
notables —y elitistas— como la que se considera la primera versión
castellana conocida de la Biblia completa, la llamada Biblia
alfonsina, traducida desde la Vulgata latina y concluida en 1280
bajo demanda y protección del rey Alfonso X el Sabio.
Le siguieron otras muchas versiones, entre las que destacamos la
llamada Biblia del rabino Salomón, fechada en 1420
y que sólo tradujo el Antiguo Testamento. La Biblia
del duque de Alba, concluida en 1430, tradujo también el
Antiguo Testamento bajo el auspicio del rey Juan II de Castilla.
En la ciudad de Ferrara, en 1553, se tradujo al castellano el Antiguo
Testamento para uso de los judíos españoles allí
desterrados, es la que se conoce como Biblia de Ferrara.
La muy notable e importante Biblia del Oso, también
conocida posteriormente como de Reina-Valera, fue traducida por
Casiodoro de Reina, un monje del convento de san Isidoro del Campo
(Sevilla) que se hizo protestante y publicó su versión
bíblica en 1569, en Basilea (Suiza). La primera versión
castellana completa de la Biblia acometida por un sacerdote
católico fue la de Felipe Scío de San Miguel, obispo
de Segovia, publicada en 1793, en Valencia, y traducida desde la
Vulgata bajo encargo del rey Carlos IV.
Han sido muchas las versiones al castellano que surgieron a partir
de la publicación autorizada por la Iglesia católica
de la obra de Scío —como la conocida versión que lleva
el nombre de Torres Amat, obispo de Barcelona, traducida desde la
Vulgata y publicada en 1825—, todas intentan aportar algo nuevo,
ya sea un lenguaje o una estructura discursiva más comprensible
para el lector moderno, o mejoras en la traducción de ciertos
pasajes merced a nuevos conocimientos académicos, pero a
pesar de las fuentes originales que casi todas las versiones se
arrogan, la comparación de más de una veintena de
versiones castellanas sugiere que hay bastante más plagio
de las traducciones castellanas clásicas del que los autores
modernos están dispuestos a reconocer.
La diferencia más fundamental entre las diversas versiones
bíblicas reside, precisamente, en todo aquello que no es
Biblia, esto es, en la exégesis, en los comentarios,
anotaciones e interpretaciones de los textos.
Esa exégesis, pretendiendo orientar y situar al lector —cosa
que muchas veces logra, y es de agradecer—, lo que busca realmente
es mantener su capacidad de comprensión cautiva dentro de
estrechos márgenes doctrinales, a fin de que determinados
versículos no se tomen en su sentido literal y con su valor
contextual —que es el único histórico e indiscutible—
sino que se perciban y asuman tal como cada tradición religiosa
posterior, muy interesadamente, forzó y manipuló para
así poder construir y justificar decenas de creencias absolutamente
ajenas a la Biblia, pero impuestas como fundamentadas en
ella. Esa manipulación grosera de textos bíblicos
es particularmente evidente en algunas versiones católicas,
entre las que la traducción de Nácar-Colunga alcanza
cimas gloriosamente patéticas (6).
En todo caso, dado que no existe “la traducción”, que no
hay una versión que sea un referente indiscutible, para escribir
este libro se ha trabajado con una amplia variedad de traducciones
de la Biblia —en concreto doce, a las que se suman diferentes
revisiones de las mismas, además de la Torah, según
versión de la Universidad de Jerusalén, y la Septuaginta,
en versión de Guillermo Jünemann—, que a menudo debieron
compararse entre sí a fin de comprobar y confirmar el sentido
de palabras o versículos más o menos abstrusos; y
con no menor frecuencia se ha tenido que acudir a obras de referencia
como el Strong’s Hebrew and Greek Dictionaires, y a otros diccionarios
bíblicos especializados —como los de Barclay; Bruce, Marshall
y Millard; Hitchcock; Vine, Unger y White; etc.—, para asegurarse
de que la traducción castellana se correspondiese con los
conceptos originales usados en los textos hebreos o griegos disponibles,
cosa que no siempre sucede debido a los frecuentes maquillajes ideológicos
que salpican las versiones bíblicas.
Las versiones bíblicas consultadas para escribir este libro
han sido las siguientes:
— Biblia Latinoamericana. Traducida por Ramón Ricciardi y
Bernardo Hurault y publicada en 1972, en Madrid, por las editoriales
San Pablo y Verbo Divino. La versión usada aquí es
la de 1995. En Latinoamérica se la considera como la mejor
Biblia a efectos pastorales, siendo de lectura fácil y amena.
Por su calidad, pero también en recuerdo de la injusta persecución
fascista que sufrió (7), la hemos tomado como el texto de
referencia para este libro.
— Biblia de Jerusalén. Traducida por los dominicos de L’Ecole
Biblique de la Ciudad Santa, bajo la dirección de José
Ángel Ubieta, y publicada en 1966 como Edición Española
de la Biblia de Jerusalén. Es una más que excelente
versión aceptada a nivel interdenominacional. La versión
usada aquí es la de 1976; en formato digital se ha usado
la de 1998, editada por Desclée.
— Nueva Biblia Española. Traducción directa de los
idiomas originales realizada por Luis Alonso Schökel y Juan
Mateos. Se trata de una versión católica con lenguaje
claro y moderno publicada en 1975. La versión usada aquí
es de la de 1990, publicada por Ediciones Cristiandad.
— Santa Biblia. Esta traducción, conocida como de Reina-Valera,
fue denominada inicialmente Biblia del Oso. Su autor, Casiodoro
de Reina, monje del convento sevillano de san Isidoro del Campo,
realizó la que fue la primera traducción al castellano
de toda la Biblia desde de el hebreo, arameo y griego.
Se editó en Basilea en 1569. La primera de sus muchas revisiones
la hizo su compañero Cipriano de Valera y se publicó
en Ámsterdam en 1602. Las versiones que hemos usado aquí
son, en papel, la de 1960 y 1995, publicadas, respectivamente, por
Sociedades Bíblicas en América Latina y Sociedades
Bíblicas Unidas, y en formato digital las versiones de 1865,
1960, 1989, 1995 y 2000.
— Sagrada Biblia. Traducción hecha por Eloíno Nácar
y Alberto Colunga, publicada en Madrid, en 1944, por la Biblioteca
de Autores Cristianos. Fue la primera versión católica
de la Biblia tomada directamente de las lenguas originales,
aunque siguieron en buena medida la traducción y sintaxis
de la versión de Reina-Valera. La versión usada aquí
es la de 1979, publicada por Edica.
— Biblia de las Américas. Revisión de la versión
Reina-Valera publicada en 1986 por The Lockman Foundation; tiene
dos revisiones posteriores, 1995 y 1997, y una versión en
español latinoamericano denominada Nueva Biblia de los Hispanos,
publicada en 2005. Aquí hemos usado las últimas revisiones
de ambas versiones.
— Santa Biblia Nueva Versión Internacional. Traducción
directa de las lenguas originales realizada por un amplio equipo
de expertos hispanohablantes bajo la dirección editorial
de Luciano Jaramillo, y publicada por la International Bible Society
en 1973. La versión usada aquí es la de 1984.
— Dios habla Hoy. Versión popular e interconfesional publicada
por Sociedades Bíblicas Unidas en 1979, fue traducida, desde
los idiomas originales, por un amplio equipo, en el que participaron
expertos protestantes y católicos, coordinado por Eugenio
A. Nida.
— Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. Traducción realizada
por la Watchtower Bible and Tract Society (Testigos de Jehová)
en 1961. La versión usada aquí es la de 1967.
— Sagrada Biblia. Traducción de Félix Torres Amat
publicada en Madrid, en 1825, bajo la autoría de Torres Amat,
obispo de Barcelona, aunque en realidad fue hecha por el jesuita
Miguel Petisco, que se basó en la Vulgata latina de san Jerónimo
(siglo IV). La versión usada aquí es la de 1928, publica
por Apostolado de la Prensa.
— King James Version of the Bible. Esta versión fue publicada
en 1611 y fue la principal Biblia de los protestantes de
habla inglesa hasta el siglo XIX. Aquí hemos usado la versión
digitalizada en 1992 por David Turner, del Illinois Benedictine
College, para la biblioteca virtual Project Gutenberg.
En cualquier caso, cada lector puede usar y revisar la versión
o versiones de la Biblia que crea más conveniente, ya que,
en lo fundamental de cada relato, y en lo que atañe a los
textos bíblicos citados en este trabajo, no hay diferencias
insalvables entre unas traducciones y otras.
********************
Notas:
(1) Ezequías subió al trono de Judá hacia el
año 715 a.C. y reinó unos 29 años. Para recuperar
la autonomía de su país y reforzar su identidad tras
su vasallaje ante Asiria, emprendió una profunda reforma
religiosa con la ayuda de redactores como el profeta Isaías
—creador, entre otros aspectos fundamentales, de las bases del mesianismo
davídico (Is 11,1-2)—, arrogándose legitimidad en
base a las leyes y textos de la fuente bíblica denominada
sacerdotal, que fue redactada para la ocasión —e introducida
entre los textos de Génesis, Éxodo, Levítico
y Números— y que es la responsable de cambios doctrinales
y teológicos fundamentales respecto a las tradiciones yahvista
y elohísta anteriores.
(2) Josías llegó al trono de Judá hacia el
año 640 a.C., a la edad de 8 años (según la
Biblia), y se quedó en él 31 años,
alcanzando un prestigio cercano al del rey David. Al igual que hizo
su predecesor Ezequías, emprendió una segunda reforma
religiosa a fin de poder tener un instrumento político con
el que vertebrar a su pueblo mediante una nueva ideología
y una nueva ley divina. Los redactores de los nuevos textos ad
hoc fueron profetas como Jeremías y Baruc, ambos prolíficos
autores de los textos deuteronómicos. La joya de la corona
fue el Deuteronomio, un marco legislativo que logró su fuerza
para ser acatado al serle atribuida su autoría al tándem
Yahvé/Moisés y que, para dar mayor credibilidad a
la falsificación, se presentó como unos rollos hallados
casualmente bajo los cimientos del templo de Jerusalén [Cfr.
Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia
católica. Barcelona: Ediciones B, pp. 57-63].
( 3) Todo ello, claro está, en el caso hipotético
de que algún dios hubiese creado algo alguna vez y de que
se ocupase en algún momento de orientar alguna decisión
o responsabilidad humana.
(4) Y que ya había sido incluido como ley en el decálogo
que figura en Génesis, el segundo libro del Pentateuco: «No
mates» (Ex 20,13).
(5) El manuscrito más antiguo hallado hasta hoy es un fragmento
de Samuel, que se data en torno al año 225 a.C. El fragmento
más antiguo del Nuevo Testamento, según algunos autores,
es una pequeñísima tira de papiro con tres versículos
de Juan que se data entre los años 125 y 150 d.C.; otros
autores, a partir de los manuscritos hallados en las cuevas de Qumram,
concluyen que éstos deben de ser anteriores al año
68 d.C., época en la que sellaron las cuevas donde se halló
el material. En cualquier caso, el total del Nuevo Testamento que
se conserva en soportes de papiro viene a ser un 67,48 % del volumen
total.
(6) De algunas de las más notables e influyentes manipulaciones
de versículos bíblicos este autor ya se ocupó
en libros anteriores. Cfr. Rodríguez, P. (1997).
Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Bar-celona:
Ediciones B; y Rodríguez, P. (1997). Mitos y ritos de
la Navidad. Barcelona: Ediciones B.
(7) Su primera publicación en 1972 fue autorizada por el
obispo de Concepción (Chile), Manuel Sánchez, pero
en 1976 sufrió una crítica feroz por parte de los
prelados más fascistas de la curia argentina que estuvieron
al servicio, y fueron cómplices, de la genocida dictadura
militar de esos días. La campaña difamatoria contra
la Biblia Latinoamericana se fraguó desde la revista Gente
—que publicó la primera andanada el 26-08-1976— y desde el
diario La Razón, controlado por la inteligencia
militar. Los prelados que sostuvieron el acoso fueron Ildefonso
Mª Sansierra (arzobispo de San Juan y promotor de la intervención
de las Fuerzas Armadas en contra de esta versión bíblica),
Adolfo Servando Tortolo (arzobispo de Paraná y vicario castrense),
Antonio Plaza (arzobispo de La Plata) y Octavio Nicolás Derisi
(obispo auxiliar de La Plata y rector de la Universidad Católica
Argentina). A pesar de que esos prelados fascistas prohibieron la
lectura de la Biblia Latinoamericana por ser «apócrifa,
sacrílega, izquierdizante, subversiva, satánica y
mortal», las críticas se limitaron a aspectos paratextuales,
como la inclusión de fotografías actuales o su bajo
precio y gran difusión. La Conferencia Episcopal Argentina,
presionada por la dictadura de Videla, analizó la obra desde
su Comisión Teológica y elaboró un informe
(30-10-1976) en el que se concluyó que la traducción
era sustancialmente fiel, aunque había unas pocas ilustraciones
que consideraron inadecuadas (como las fotografías de un
mitin en La Habana o de una calle de Nueva York, usadas para actualizar
mensajes neotestamentarios); también rechazaron, a pesar
de haber sido aprobado por la Santa Sede, la inclusión de
partes del documento de la reunión del Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM) de Medellín, de 1968, crítico
con la situación de pobreza y explotación de Latinoamérica.
Ante ese ataque fascista injustificado, las conferencias episcopales
de diversos países del continente americano salieron en defensa
de la excelente traducción realizada por la Biblia Latinoamericana.
Ir
a la ficha de este libro
Ir
al índice de este libro
Ir
a críticas Prensa
Ir
a compra on-line
|