Carta
de Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo de 2002 (17
de marzo de 2002)
Nota: los pormenores básicos de este documento se
analizan en el capítulo 2 del libro Pederastia
en la Iglesia católica.
A pesar de que esta carta fue emitida en plena crisis del escándalo
ocasionado por cientos de casos de menores abusados sexualmente
por sacerdotes en Estados Unidos, pero también en muchos
otros países de todo el mundo (ver el capítulo 8 del
libro recién mencionado), al Papa no le pareció oportuno
dedicar a tan grave asunto más que una breve referencia tangencial
al final de un documento de 22 páginas en el que no se cita
ni una sola vez la palabra pederastia (ir al
párrafo).
Queridos Sacerdotes:
1. Como es tradición, me dirijo a vosotros el día
de Jueves Santo, conmovido, como si me sentara a vuestro lado en
aquella mesa del Cenáculo en la que el Señor Jesús
celebró con los Apóstoles la primera Eucaristía:
un don para toda la Iglesia, un don que, si bien bajo el signo sacramental,
lo hace presente "verdadera, real y sustancialmente" (Concilio
de Trento: DS 1651) en cada uno de los Sagrarios de todo el mundo.
Ante esta presencia especial, la Iglesia se postra de siempre en
adoración: "Adoro te devote, latens Deitas"; de
siempre se deja llevar por la elevación espiritual de los
Santos y, como Esposa, se recoge en íntima efusión
de fe y de amor: "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine".
Al don de esta presencia especial, que se renueva en su supremo
acto sacrificial y lo convierte en alimento para nosotros, Jesús
unió, precisamente en el Cenáculo, una tarea específica
de los Apóstoles y de sus sucesores. Desde entonces, ser
apóstol de Cristo, como son los Obispos y los presbíteros
que participan de su misión, significa estar autorizados
a actuar in persona Christi Capitis. Esto ocurre sobre todo cada
vez que se celebra el banquete sacrificial del cuerpo y la sangre
del Señor.
Entonces, es como si el sacerdote prestara a Cristo el rostro y
la voz:
"Haced esto en conmemoración mía" (Lc 22,
19).
¡Qué vocación tan maravillosa la nuestra, mis
queridos Hermanos sacerdotes! Verdaderamente podemos repetir con
el Salmista: "¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre" (Sal 116, 12-13).
2. Al meditar de nuevo con gozo sobre este gran don, quisiera detenerme
en un aspecto de nuestra misión, sobre el cual llamé
vuestra atención ya el año pasado en esta misma circunstancia.
Creo que merece la pena profundizar más sobre él.
Me refiero a la misión que el Señor nos ha dado de
representarle, no sólo en el Sacrificio eucarístico,
sino también en el sacramento de la Reconciliación.
Hay una íntima conexión entre los dos sacramentos.
La Eucaristía, cumbre de la economía sacramental,
es también su fuente: en cierto sentido, todos los sacramentos
provienen y conducen a ella. Esto vale de modo especial para el
Sacramento destinado a "mediar" el perdón de Dios,
el cual acoge de nuevo entre sus brazos al pecador arrepentido.
En efecto, es verdad que la Eucaristía, en cuanto representación
del Sacrificio de Cristo, tiene también la misión
de rescatarnos del pecado. A este propósito, el Catecismo
de la Iglesia Católica nos recuerda que "la Eucaristía
no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los
pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados" (n. 1393).
Sin embargo, en la economía de gracia elegida por Cristo,
esta energía purificadora, si bien obtiene directamente la
purificación de los pecados veniales, sólo indirectamente
incide sobre los pecados mortales, que trastornan de manera radical
la relación del fiel con Dios y su comunión con la
Iglesia. "La Eucaristía - dice también el Catecismo
- no está ordenada al perdón de los pecados mortales.
Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio
de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están
en la plena comunión con la Iglesia" (n. 1395).
Reiterando esta verdad, la Iglesia no quiere ciertamente infravalorar
el papel de la Eucaristía. Lo que intenta es acoger su significado
dentro de la economía sacramental en su conjunto, tal como
ha sido diseñada por la sabiduría salvadora de Dios.
Por lo demás, es la línea indicada perentoriamente
por el Apóstol, al dirigirse así a los Corintios:
"Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.Examínese,
pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa.Pues
quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio
castigo" (1 Co 11, 27-29). En la perspectiva de esta advertencia
paulina se sitúa el principio según el cual "quien
tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento
de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar"
(Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1385).
3. Al recordar esta verdad, siento el deseo, mis queridos Hermanos
en el sacerdocio, de invitaros ardientemente, como ya lo hice el
año pasado, a redescubrir personalmente y a hacer redescubrir
la belleza del sacramento de la Reconciliación. Éste,
por diversos motivos, pasa desde hace algunos decenios por una cierta
crisis, a la que me he referido más de una vez, queriendo
incluso que un Sínodo de Obispos reflexionara sobre ella
y recogiendo después sus indicaciones en la Exhortación
apostólica Reconciliatio et poenitentia. Por otro lado, he
de recordar con profundo gozo las señales positivas que,
especialmente en el Año jubilar, han puesto de manifiesto
cómo este Sacramento, presentado y celebrado adecuadamente,
puede ser redescubierto también por los jóvenes.
Indudablemente, dicho redescubrimiento se ve favorecido por la exigencia
de comunicación personal, hoy cada vez más difícil
por el ritmo frenético de la sociedad tecnológica
pero, precisamente por ello, sentida aún más como
una necesidad vital. Es verdad que se puede atender a esta necesidad
de diversas maneras. Pero, ¿cómo no reconocer que
el sacramento de la Reconciliación, aunque sin confundirse
con las diversas terapias de tipo psicológico, ofrece también,
casi de manera desbordante, una respuesta significativa a esta exigencia?
Lo hace poniendo al penitente en relación con el corazón
misericordioso de Dios a través del rostro amigo de un hermano.
Sí, verdaderamente es grande la sabiduría de Dios,
que con la institución de este Sacramento ha atendido también
una necesidad profunda e ineludible del corazón humano. De
esta sabiduría debemos ser lúcidos y afables intérpretes
mediante el contacto personal que estamos llamados a establecer
con muchos hermanos y hermanas en la celebración de la Penitencia.
A este propósito, deseo reiterar que la celebración
personal es la forma ordinaria de administrar este Sacramento, y
que sólo en "casos de grave necesidad" es legítimo
recurrir a la forma comunitaria con confesión y absolución
colectiva. Las condiciones requeridas para esta forma de absolución
son bien conocidas, recordando en todo caso que nunca se dispensa
de la confesión individual sucesiva de los pecados graves,
que los fieles han de comprometerse a hacer para que sea válida
la absolución (cf. ibíd., 1483).
4. Redescubramos con alegría y confianza este Sacramento.
Vivámoslo ante todo para nosotros mismos, como una exigencia
profunda y una gracia siempre deseada, para dar renovado vigor e
impulso a nuestro camino de santidad y a nuestro ministerio.
Al mismo tiempo, esforcémonos en ser auténticos ministros
de la misericordia. En efecto, sabemos que en este Sacramento, como
en todos los demás, a la vez que testimoniamos una gracia
que viene de lo alto y obra por virtud propia, estamos llamados
a ser instrumentos activos de la misma. En otras palabras - y eso
nos llena de responsabilidad - Dios cuenta también con nosotros,
con nuestra disponibilidad y fidelidad, para hacer prodigios en
los corazones. Tal vez más que en otros, en la celebración
de este Sacramento es importante que los fieles tengan una experiencia
viva del rostro de Cristo Buen Pastor.
Permitidme, pues, que me detenga con vosotros sobre este tema, como
asomándome a los lugares en que cada día -en las Catedrales,
en las Parroquias, en los Santuarios o en otro lugar- os hacéis
cargo de la administración de este Sacramento. Vienen a la
mente las páginas evangélicas que nos presentan más
directamente el rostro misericordioso de Dios. ¿Cómo
no pensar en el encuentro conmovedor del hijo pródigo con
el Padre misericordioso?¿O en la imagen de la oveja perdida
y hallada, que el Pastor toma sobre sus hombros lleno de gozo? El
abrazo del Padre, la alegría del Buen Pastor, ha de encontrar
un testimonio en cada uno de nosotros, queridos Hermanos, en el
momento en que se nos pide ser ministros del perdón para
un penitente.
Para ilustrar aún mejor algunas dimensiones específicas
de este especialísimo coloquio de salvación que es
la confesión sacramental, quisiera proponer hoy como "icono
bíblico" el encuentro de Jesús con Zaqueo (cf.
Lc 19, 1-10).En efecto, me parece que lo que ocurre entre Jesús
y el "jefe de publicanos" de Jericó se asemeja
a ciertos aspectos de una celebración del Sacramento de la
misericordia. Siguiendo este relato breve, pero tan intenso, queremos
descubrir en las actitudes y en la voz de Cristo todos aquellos
matices de sabiduría humana y sobrenatural que también
nosotros hemos de intentar expresar para que el Sacramento sea vivido
en el mejor de los modos.
5.Como sabemos, el relato presenta el encuentro entre Jesús
y Zaqueo casi como un hecho casual. Jesús entra en Jericó
y lo recorre acompañado por la muchedumbre (cf. Lc 19, 3).
Zaqueo parece impulsado sólo por la curiosidad al encaramarse
sobre el sicómoro. A veces, el encuentro de Dios con el hombre
tiene también la apariencia de la casualidad. Pero nada es
"casual" por parte de Dios. Al estar en realidades pastorales
muy diversas, a veces puede desanimarnos y desmotivarnos el hecho
que no sólo muchos cristianos no hagan el debido caso a la
vida sacramental, sino que, a menudo, se acerquen a los Sacramentos
de modo superficial. Quien tiene experiencia de confesar, de cómo
se llega a este Sacramento en la vida habitual, puede quedar a veces
desconcertado ante el hecho de que algunos fieles van a confesarse
sin ni siquiera saber bien lo que quieren. Para algunos de ellos,
la decisión de ir a confesarse puede estar determinada sólo
por la necesidad de ser escuchados. Para otros, por la exigencia
de recibir un consejo. Para otros, incluso, por la necesidad psicológica
de librarse de la opresión del "sentido de culpa".
Muchos sienten la necesidad auténtica de restablecer una
relación con Dios, pero se confiesan sin tomar conciencia
suficientemente de los compromisos que se derivan, o tal vez haciendo
un examen de conciencia muy simple a causa de una falta de formación
sobre las implicaciones de una vida moral inspirada en el Evangelio.
¿Qué confesor no ha tenido esta experiencia?
Ahora bien, éste es precisamente el caso de Zaqueo. Todo
lo que le sucede es asombroso. Si en un determinado momento no se
hubiera producido la "sorpresa" de la mirada de Cristo,
quizás hubiera permanecido como un espectador mudo de su
paso por las calles de Jericó. Jesús habría
pasado al lado, pero no dentro de su vida. Él mismo no sospechaba
que la curiosidad, que lo llevó a un gesto tan singular,
era ya fruto de una misericordia previa, que lo atraía y
pronto le transformaría en lo íntimo del corazón.
Mis queridos Sacerdotes: pensando en muchos de nuestros penitentes,
releamos la estupenda indicación de Lucas sobre la actitud
de Cristo: "cuando Jesús llegó a aquel sitio,
alzando la vista, le dijo: "Zaqueo, baja pronto; porque conviene
que hoy me quede yo en tu casa"" (Lc 19, 5).Cada encuentro
con un fiel que nos pide confesarse, aunque sea de modo un tanto
superficial por no estar motivado y preparado adecuadamente, puede
ser siempre, por la gracia sorprendente de Dios, aquel "lugar"
cerca del sicómoro en el cual Cristo levantó los ojos
hacia Zaqueo. Para nosotros es imposible valorar cuánto haya
penetrado la mirada de Cristo en el alma del publicano de Jericó.Sabemos,
sin embargo, que aquellos ojos son los mismos que se fijan en cada
uno de nuestros penitentes. En el sacramento de la Reconciliación,
nosotros somos instrumentos de un encuentro sobrenatural con sus
propias leyes, que solamente debemos seguir y respetar. Para Zaqueo
debió ser una experiencia sobrecogedora oír que le
llamaban por su nombre. Era un nombre que, para muchos paisanos
suyos, estaba cargado de desprecio.Ahora él lo oye pronunciar
con un acento de ternura, que no sólo expresaba confianza
sino también familiaridad y un apremiante deseo ganarse su
amistad. Sí, Jesús habla a Zaqueo como a un amigo
de toda la vida, tal vez olvidado, pero sin haber por ello renegado
de su fidelidad, y entra así con la dulce fuerza del afecto
en la vida y en la casa del amigo encontrado de nuevo: "baja
pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa" (Lc
19, 5).
6. Impacta el tono del lenguaje en el relato de Lucas: ¡todo
es tan personalizado, tan delicado, tan afectuoso! No se trata sólo
de rasgos conmovedores de humanidad. Dentro de este texto hay una
urgencia intrínseca, que Jesús expresa como revelación
definitiva de la misericordia de Dios. Dice: "debo quedarme
en tu casa" o, para traducir aún más literalmente:
"es necesario para mí quedarme en tu casa" (Lc
19, 5). Siguiendo el misterioso sendero que el Padre le ha indicado,
Jesús ha encontrado en su camino también a Zaqueo.
Se entretiene con él como si fuera un encuentro previsto
desde el principio. La casa de este pecador está a punto
de convertirse, a pesar de tantas murmuraciones de la humana mezquindad,
en un lugar de revelación, en el escenario de un milagro
de la misericordia. Ciertamente, esto no sucederá si Zaqueo
no libera su corazón de los lazos del egoísmo y de
las ataduras de la injusticia cometida con el fraude. Pero la misericordia
ya le ha llegado como ofrecimiento gratuito y desbordante. ¡La
misericordia le ha precedido!
Esto es lo que sucede en todo encuentro sacramental. No pensemos
que es el pecador, con su camino autónomo de conversión,
quien se gana la misericordia. Al contrario, es la misericordia
lo que le impulsa hacia el camino de la conversión. El hombre
no puede nada por sí mismo. Y nada merece. La confesión,
antes que un camino del hombre hacia Dios, es un visita de Dios
a la casa del hombre.
Así pues, podremos encontrarnos en cada confesión
ante los más diversos tipos de personas. Pero hemos de estar
convencidos de una cosa: antes de nuestra invitación, e incluso
antes de nuestras palabras sacramentales, los hermanos que solicitan
nuestro ministerio están ya arropados por una misericordia
que actúa en ellos desde dentro. Ojalá que por nuestras
palabras y nuestro ánimo de pastores, siempre atentos a cada
persona, capaces también de intuir sus problemas y acompañarles
en el camino con delicadeza, transmitiéndoles confianza en
la bondad de Dios, lleguemos a ser colaboradores de la misericordia
que acoge y del amor que salva.
7. "Debo quedarme en tu casa". Intentemos penetrar más
profundamente aún en estas palabras. Son una proclamación.
Antes aún de indicar una decisión de Cristo, proclaman
la voluntad del Padre. Jesús se presenta como quien ha recibido
un mandato preciso. Él mismo tiene una "ley" que
observar: la voluntad del Padre, que Él cumple con amor,
hasta el punto de hacer de ello su "alimento" (cf. Jn
4, 34). Las palabras con las que Jesús se dirige a Zaqueo
no son solamente un modo de establecer una relación, sino
el anuncio de un designio de Dios.
El encuentro se produce en la perspectiva de la Palabra de Dios,
que tiene su perfecta expresión en la Palabra y el Rostro
de Cristo. Éste es también el principio necesario
de todo auténtico encuentro para la celebración de
la Penitencia. Qué lástima si todo se redujera a un
mero proceso comunicativo humano. La atención a las leyes
de la comunicación humana puede ser útil y no deben
descuidarse, pero todo se ha fundar en la Palabra de Dios. Por eso
el rito del Sacramento prevé que se proclame también
al penitente esta Palabra.
Aunque no sea fácil ponerlo en práctica, éste
es un detalle que no se ha de infravalorar. Los confesores experimentan
continuamente lo difícil que es ilustrar las exigencias de
esta Palabra a quien sólo la conoce superficialmente. Es
cierto que el momento en que se celebra el Sacramento no es el más
apto para cubrir esta laguna. Es preciso que esto se haga, con sabiduría
pastoral, en la fase de preparación anterior, ofreciendo
las indicaciones fundamentales que permitan a cada uno confrontarse
con la verdad del Evangelio. En todo caso, el confesor no dejará
de aprovechar el encuentro sacramental para intentar que el penitente
vislumbre de algún modo la condescendencia misericordiosa
de Dios, que le tiende su mano no para castigarlo, sino para salvarlo.
Por lo demás, ¿cómo ocultar las dificultades
objetivas que crea la cultura dominante en nuestro tiempo a este
respecto? También los cristianos maduros encuentran en ella
un obstáculo en su esfuerzo por sintonizar con los mandamientos
de Dios y con las orientaciones expresadas por el magisterio de
la Iglesia, sobre la base de los mandamientos. Éste es el
caso de muchos problemas de ética sexual y familiar, de bioética,
de moral profesional y social, pero también de problemas
relativos a los deberes relacionados con la práctica religiosa
y con la participación en la vida eclesial. Por eso se requiere
una labor catequética que no puede recaer sobre el confesor
en el momento de administrar el Sacramento. Esto debería
intentarse más bien tomándolo como tema de profundización
en la preparación a la confesión. En este sentido,
pueden ser de gran ayuda las celebraciones penitenciales preparadas
de manera comunitaria y que concluyen con la confesión individual.
Para perfilar bien todo esto, el "icono bíblico"
de Zaqueo ofrece también una indicación importante.
En el Sacramento, antes de encontrarse con "los mandamientos
de Dios", se encuentra, en Jesús, con "el Dios
de los mandamientos". Jesús mismo es quien se presenta
a Zaqueo: "me he de quedar en tu casa". Él es el
don para Zaqueo y, al mismo tiempo, la "ley de Dios" para
Zaqueo. Cuando se encuentra a Jesús como un don, hasta el
aspecto más exigente de la ley adquiere la "suavidad"
propia de la gracia, según la dinámica sobrenatural
que hizo decir a Pablo: "si sois conducidos por el Espíritu,
no estáis bajo la ley" (Ga 5, 18).Toda celebración
de la penitencia debería suscitar en el ánimo del
penitente el mismo sobresalto de alegría que las palabras
de Cristo provocaron en Zaqueo, el cual "se apresuró
a bajar y le recibió con alegría" (Lc19, 6).
8. La precedencia y superabundancia de la misericordia no debe hacer
olvidar, sin embargo, que ésta es sólo el presupuesto
de la salvación, que se consuma en la medida en que encuentra
respuesta por parte del ser humano. En efecto, el perdón
concedido en el sacramento de la Reconciliación no es un
acto exterior, una especie de "indulto" jurídico,
sino un encuentro auténtico y real del penitente con Dios,
que restablece la relación de amistad quebrantada por el
pecado. La "verdad" de esta relación exige que
el hombre acoja el abrazo misericordioso de Dios, superando toda
resistencia causada por el pecado.
Esto es lo que ocurre en Zaqueo. Al sentirse tratado como "hijo",
comienza a pensar y a comportarse como un hijo, y lo demuestra redescubriendo
a los hermanos. Bajo la mirada amorosa de Cristo, su corazón
se abre al amor del prójimo. De una actitud cerrada, que
lo había llevado a enriquecerse sin preocuparse del sufrimiento
ajeno, pasa a una actitud de compartir que se expresa en una distribución
real y efectiva de su patrimonio: "la mitad de los bienes"
a los pobres. La injusticia cometida con el fraude contra los hermanos
es reparada con una restitución cuadruplicada: "Y si
en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo"
(Lc 19, 8). Sólo llegados a este punto el amor de Dios alcanza
su objetivo y se verifica la salvación: "Hoy ha llegado
la salvación a esta casa" (Lc 19, 9).
Este camino de la salvación, expresado de un modo tan claro
en el episodio de Zaqueo, ha de ofrecernos, queridos Sacerdotes,
la orientación para desempeñar con sabio equilibrio
pastoral nuestra difícil tarea en el ministerio de la confesión.
Éste sufre continuamente la fuerza contrastante de dos excesos:
el rigorismo y el laxismo. El primero no tiene en cuenta la primera
parte del episodio de Zaqueo: la misericordia previa, que impulsa
a la conversión y valora también hasta los más
pequeños progresos en el amor, porque el Padre quiere hacer
lo imposible para salvar al hijo perdido. "Pues el Hijo del
hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc
19, 10). El segundo exceso, el laxismo, no tiene en cuenta el hecho
de que la salvación plena, la que no solamente se ofrece
sino que se recibe, la que verdaderamente sana y reaviva, implica
una verdadera conversión a las exigencias del amor de Dios.
Si Zaqueo hubiera acogido al Señor en su casa sin llegar
a una actitud de apertura al amor, a la reparación del mal
cometido, a un propósito firme de vida nueva, no habría
recibido en lo más profundo de su ser el perdón que
el Señor le había ofrecido con tanta premura.
Hay que estar siempre atentos a mantener el justo equilibrio para
no incurrir en ninguno de estos dos extremos. El rigorismo oprime
y aleja. El laxismo desorienta y crea falsas ilusiones. El ministro
del perdón, que encarna para el penitente el rostro del Buen
Pastor, debe expresar de igual manera la misericordia previa y el
perdón sanador y pacificador.
Basándose en estos principios, el sacerdote está llamado
a discernir, en el diálogo con el penitente, si éste
está preparado para la absolución sacramental. Ciertamente,
lo delicado del encuentro con las almas en un momento tan íntimo
y a menudo atormentado, impone mucha discreción. Si no consta
lo contrario, el sacerdote ha de suponer que, al confesar los pecados,
el penitente siente verdadero dolor por ellos, con el consiguiente
propósito de enmendarse. Ésta suposición tendrá
un fundamento ulterior si la pastoral de la reconciliación
sacramental ha sabido preparar subsidios oportunos, facilitando
momentos de preparación al Sacramento que ayuden cada uno
a madurar en sí una suficiente conciencia de lo que viene
a pedir. No obstante, está claro que si hubiera evidencia
de lo contrario, el confesor tiene el deber de decir al penitente
que todavía no está preparado para la absolución.
Si ésta se diera a quien declara explícitamente que
no quiere enmendarse, el rito se reduciría a pura quimera,
sería incluso como un acto casi mágico, capaz quizás
de suscitar una apariencia de paz, pero ciertamente no la paz profunda
de la conciencia, garantizada por el abrazo de Dios.
9. A la luz de lo dicho, se ve también mejor por qué
el encuentro personal entre el confesor y el penitente es la forma
ordinaria de la reconciliación sacramental, mientras que
la modalidad de la absolución colectiva tiene un carácter
excepcional. Como es sabido, la praxis de la Iglesia ha llegado
gradualmente a la celebración privada de la penitencia, después
de siglos en que predominó la fórmula de la penitencia
pública.
Este desarrollo no sólo no ha cambiado la sustancia del Sacramento
-y no podía ser de otro modo- sino que ha profundizado en
su expresión y en su eficacia. Todo ello no se ha verificado
sin la asistencia del Espíritu, que también en esto
ha desarrollado la tarea de llevar la Iglesia "hasta la verdad
completa" (Jn 16, 13).
En efecto, la forma ordinaria de la Reconciliación no sólo
expresa bien la verdad de la misericordia divina y el consiguiente
perdón, sino que ilumina la verdad misma del hombre en uno
de sus aspectos fundamentales: la originalidad de cada persona que,
aun viviendo en un ambiente relacional y comunitario, jamás
se deja reducir a la condición de una masa informe. Esto
explica el eco profundo que suscita en el ánimo el sentirse
llamar por el nombre. Saberse conocidos y acogidos como somos, con
nuestras características más personales, nos hace
sentirnos realmente vivos. La pastoral misma debería tener
en mayor consideración este aspecto para equilibrar sabiamente
los momentos comunitarios en que se destaca la comunión eclesial,
y aquellos en que se atiende a las exigencias de la persona individualmente.
Por lo general, las personas esperan que se las reconozca y se las
siga, y precisamente a través de esta cercanía sienten
más fuerte el amor de Dios.
En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación se
presenta como uno de los itinerarios privilegiados de esta pedagogía
de la persona. En él, el Buen Pastor, mediante el rostro
y la voz del sacerdote, se hace cercano a cada uno, para entablar
con él un diálogo personal hecho de escucha, de consejo,
de consuelo y de perdón. El amor de Dios es tal que, sin
descuidar a los otros, sabe concentrarse en cada uno. Quien recibe
la absolución sacramental ha de poder sentir el calor de
esta solicitud personal. Tiene que experimentar la intensidad del
abrazo paternal ofrecido al hijo pródigo: "Se echó
a su cuello y le besó efusivamente" (Lc 15, 20). Debe
poder escuchar la voz cálida de amistad que llegó
al publicano Zaqueo llamándole por su nombre a una vida nueva
(cf. Lc 19, 5).
10. De aquí se deriva también la necesidad de una
adecuada preparación del confesor a la celebración
de este Sacramento. Ésta debe desarrollarse de tal modo que
haga brillar, incluso en las formas externas de la celebración,
su dignidad de acto litúrgico, según las normas indicadas
por el Ritual de la Penitencia. Eso no excluye la posibilidad de
adaptaciones pastorales dictadas por las circunstancias donde se
viera su necesidad por verdaderas exigencias de la condición
del penitente, a la luz del principio clásico según
el cual la salus animarum es la suprema lex de la Iglesia. Dejémonos
guiar en esto por la sabiduría de los Santos. Actuemos también
con valentía en proponer la confesión a los jóvenes.
Estemos en medio de ellos haciéndonos sus amigos y padres,
confidentes y confesores. Necesitan encontrar en nosotros las dos
figuras, las dos dimensiones.
Sintamos la exigencia rigurosa de estar realmente al día
en nuestra formación teológica, sobre todo teniendo
en cuenta los nuevos desafíos éticos y siendo siempre
fieles al discernimiento del magisterio de la Iglesia. A veces sucede
que los fieles, a propósito de ciertas cuestiones éticas
de actualidad, salen de la confesión con ideas bastante confusas,
en parte porque tampoco encuentran en los confesores la misma línea
de juicio. En realidad, quienes ejercen en nombre de Dios y de la
Iglesia este delicado ministerio tienen el preciso deber de no cultivar,
y menos aún manifestar en el momento de la confesión,
valoraciones personales no conformes con lo que la Iglesia enseña
y proclama. No se puede confundir con el amor el faltar a la verdad
por un malentendido sentido de comprensión. No tenemos la
facultad de expresar criterios reductivos a nuestro arbitrio, incluso
con la mejor intención. Nuestro cometido es el de ser testigos
de Dios, haciéndonos intérpretes de una misericordia
que salva y se manifiesta también como juicio sobre el pecado
de los hombres.
"No todo el que me diga: "Señor, Señor",
entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad
de mi Padre celestial" (Mt 7, 21).
11. Queridos Sacerdotes. Sentidme particularmente cercano a vosotros
mientras os reunís en torno a vuestros Obispos en este Jueves
Santo del año 2002.Todos hemos vivido un renovado impulso
eclesial en el alba del nuevo milenio bajo la consigna de "caminar
desde Cristo" (cf. Novo millennio ineunte, 29 ss.). Fue deseo
de todos que eso coincidiera con una nueva era de fraternidad y
de paz para la humanidad entera. En cambio, hemos visto correr nueva
sangre. Hemos sido aún testigos de guerras. Sentimos con
angustia la tragedia de la división y el odio que devastan
las relaciones entre los pueblos.
Además, en cuanto sacerdotes, nos
sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más
íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que han
traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo
incluso a las peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que
actúa en el mundo. Se provocan así escándalos
graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos
los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio
con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica. Mientras
la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y
se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación
penosa, todos nosotros -conscientes de la debilidad humana, pero
confiando en el poder salvador de la gracia divina- estamos llamados
a abrazar el mysterium Crucis y a comprometernos aún más
en la búsqueda de la santidad.
Hemos de orar para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones
un generoso y renovado impulso de ese ideal de total entrega a Cristo
que está en la base del ministerio sacerdotal.
Es precisamente
la fe en Cristo la que nos da fuerza para mirar con confianza el
futuro. En efecto, sabemos que el mal está siempre en el
corazón del hombre y sólo cuando el hombre se acerca
a Cristo y se deja "conquistar" por Él, es capaz
de irradiar paz y amor en torno a sí. Como ministros de la
Eucaristía y de la Reconciliación sacramental, a nosotros
nos compete de manera muy especial la tarea de difundir en el mundo
esperanza, bondad y paz.
Os deseo que viváis en la paz del corazón, en profunda
comunión entre vosotros, con el Obispo y con vuestras comunidades,
este día santo en que recordamos, con la institución
de la Eucaristía, nuestro "nacimiento" sacerdotal.
Con las palabras dirigidas por Cristo a los Apóstoles en
el Cenáculo después de la Resurrección, e invocando
a la Virgen María, Regina Apostolorum y Regina pacis, os
acojo a todos en un abrazo fraterno: Paz, paz a todos y a cada uno
de vosotros.¡Feliz Pascua!
Vaticano, 17 de marzo, V Domingo de Cuaresma de 2002, vigésimo
cuarto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
|