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De
cómo la Iglesia católica malinterpretó de forma interesada el Nuevo
Testamento para poder imponer su voluntad absoluta sobre el
pueblo y el clero
(Fuente:
Rodríguez,
P. (1995). La vida sexual
del clero. Barcelona: Ediciones
B., capítulo 3, pp. 53-64)
La hermenéutica bíblica
actual garantiza absolutamente la tesis de que Jesús no instituyó
prácticamente nada, y menos aún ningún modelo determinado de Iglesia.
Antes al contrario, los textos del Nuevo Testamento ofrecen diversidad
de posibilidades a la hora de estructurar una comunidad eclesial
y sus ministerios sacramentales[i].
Según los Evangelios, Jesús
sólo citó la palabra "iglesia" en dos ocasiones, y en
ambas se refería a la comunidad de creyentes, jamás a una institución
actual o futura. Pero la Iglesia Católica se empeña en mantener
la falacia de poner a Cristo como instaurador de su institución
y de preceptos que no son sino necesidades jurídicas y económicas
de una determinada estructura social, conformada a golpes de decreto
con el paso de los siglos.
Así, por ejemplo, instituciones
organizativas como el episcopado, presbiteriado y diaconado, que
empiezan a formarse hacia finales del siglo II, fueron defendidas
por la Iglesia como dadas "por institución divina" (fundadas
por Cristo)[ii],
hasta que en el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, se
cambió hábilmente su origen y pasaron a ser "por disposición
divina" (por arreglo, por evolución progresiva inspirada por
Dios). Y, finalmente, a partir del Concilio Vaticano II (documentos
Gaudium et Espes, y Lumen
Gentium), en la segunda mitad del siglo XX, la estructura jerárquica
de la Iglesia ya no tiene sus raíces en lo divino sino que procede
"desde antiguo" (es una mera cuestión estructural que
devino costumbre).
Son muchas las interpretaciones
erróneas de los Evangelios que la Iglesia Católica ha realizado
y sostenido vehementemente a lo largo de toda su historia. Errores
que, en general, deben atribuirse antes a la malicia y al cinismo
que no a la ignorancia —nada despreciable, por otra parte—, ya que,
no por casualidad, todos ellos les han resultado inmensamente beneficiosos
a la Iglesia en su afán por acumular dinero y poder. Pero en este
capítulo vamos a ocuparnos sólo de dos mistificaciones básicas:
la que atañe al concepto de la figura del sacerdote, y la que transformó
el celibato en una ley obligatoria para el clero.
Los fieles católicos llevan
siglos creyendo a pies juntillas la doctrina oficial de la Iglesia
que presenta al sacerdote como a un hombre diferente a los demás
—y mejor que los laicos—, "especialmente elegido por Dios"
a través de su vocación,
investido personal y permanentemente de sacro y exclusivo poder
para oficiar los ritos y sacramentos, y llamado a ser el único mediador
posible entre el ser humano y Cristo. Pero esta doctrina, tal como
sostienen muchos teólogos, entre ellos José Antonio Carmona[iii], ni es de fe, ni tiene
sus orígenes más allá del siglo XIII o finales del XII.
La Epístola a los Hebreos (atribuida tradicionalmente a San Pablo) es
el único libro del Nuevo Testamento donde se aplica a Cristo el
concepto de sacerdote —hiereus[iv]—,
pero se emplea para significar que el modelo de sacerdocio levítico
ya no tiene sentido desde entonces. "Tú [Cristo] eres sacerdote
para siempre según el orden de Melquisedec" —se dice en Heb
5,6—, no según el orden de Aarón.
Otros versículos —Heb
5,9-10 y 7,22-25— dejan también sentado que Jesús vino a abolir
el sacerdocio levítico, que era tribal —y de casta (personal sacro),
dedicado al servicio del templo (lugar sacro), para ofrecer sacrificios
durante las fiestas religiosas (tiempo sacro)—, para establecer
una fraternidad universal que rompa la línea de poder que separaba
lo sacro de lo profano[v].
Y en textos como el Apocalipsis
—Ap 1,6; 5,10; 20,6—,
o la I Epístola de San Pedro
—IPe 2,5— el concepto
de hiereus/sacerdote ya
se aplica a todos los bautizados, a cada uno de los miembros de
la comunidad de creyentes en Cristo, y no a los ministros sacros
de un culto.
La concepción que la primitiva
Iglesia cristiana tenía de sí misma —ser "una comunidad de
Jesús"— fue ampliamente ratificada durante los siglos siguientes.
Así, en el Concilio de Calcedonia (451), su canon 6 era taxativo
al estipular que "nadie puede ser ordenado de manera absoluta
—apolelymenos— ni sacerdote, ni diácono (...) si no se le ha asignado
claramente una comunidad local". Eso significa que cada comunidad
cristiana elegía a uno de sus miembros para ejercer como pastor
y sólo entonces podía ser ratificado oficialmente mediante la ordenación
e imposición de manos; lo contrario, que un sacerdote les viniese
impuesto desde el poder institucional como mediador sacro, es absolutamente
herético[vi]
(sello que, estricto sensu, debe ser aplicado hoy a las fábricas de curas que son los seminarios).
En los primeros siglos del
cristianismo, la eucaristía, eje litúrgico central de esta fe, podía
ser presidida por cualquier varón —y también por mujeres— pero,
progresivamente, a partir del siglo V, la costumbre fue cediendo
la presidencia de la misa a un ministro profesional, de modo que
el ministerio sacerdotal empezó a crecer sobre la estructura socio-administrativa
que se llama a sí misma sucesora de los apóstoles —pero que no se
basa en la apostolicidad evangélica, y mucho menos en la que propone
el texto joánico— en lugar de hacerlo a partir de la eucaristía
(sacramento religioso). Y de aquellos polvos vienen los actuales
lodos.
En el Concilio III de Letrán
(1179) —que también puso los cimientos de la Inquisición— el Papa
Alejandro III forzó una interpretación restringida del canon de
Calcedonia y cambió el original titulus
ecclesiae —nadie puede ser ordenado si no es para una iglesia
concreta que así lo demande previamente— por el beneficium
—nadie puede ser ordenado sin un beneficio (salario de la propia
Iglesia) que garantice su sustento—. Con este paso, la Iglesia traicionaba
absolutamente el Evangelio y, al priorizar los criterios económicos
y jurídicos sobre los teológicos, daba el paso para asegurarse la
exclusividad en el nombramiento, formación y control del clero.
Poco después, en el Concilio
IV de Letrán (1215), el Papa Inocencio III cerró el círculo al decretar
que la eucaristía ya no podía ser celebrada por nadie que no fuese
"un sacerdote válida y lícitamente ordenado". Habían nacido
los exclusivistas de lo sacro, y eso incidió muy negativamente en
la mentalidad eclesial futura que, entre otros despropósitos, cosificó
la eucaristía —despojándola de su verdadero sentido simbólico y
comunitario— y añadió al sacerdocio una enfermiza —aunque muy útil
para el control social— potestad sacro-mágica, que sirvió para enquistar
hasta hoy su dominio sobre las masas de creyentes inmaduros y/o
incultos.
El famoso Concilio de Trento
(1545-1563), profundamente fundamentalista —y por eso tan querido
para el Papa Wojtyla y sus ideólogos más significados, léase Ratzinger
y el Opus Dei—, en su sección 23, refrendó definitivamente esta
mistificación, y la llamada escuela francesa de espiritualidad sacerdotal,
en el siglo XVII, acabó de crear el concepto de casta del clero
actual: sujetos sacros en exclusividad y forzados a vivir segregados
del mundo laico.
Este movimiento doctrinal,
pretendiendo luchar contra los vicios del clero de su época, desarrolló
un tipo de vida sacerdotal similar a la monacal (hábitos, horas
canónicas, normas de vida estrictas, tonsura, segregación, etc.),
e hizo que el celibato pasase a ser considerado como de derecho
divino y, por tanto, obligatorio, dando la definitiva vuelta de
tuerca al edicto del Concilio III de Letrán, que lo había considerado
una simple medida disciplinar (paso ya muy importante de por sí
porque rompía con la tradición dominante en la Iglesia del primer
milenio, que tenía al celibato como una opción puramente personal).
El Papa Paulo VI, en el
Concilio Vaticano II, quiso remediar el abuso histórico de la apropiación
indebida y exclusiva del sacerdocio por parte del clero, cuando,
en la encíclica Lumen Gentium,
estableció que "todos los bautizados, por la regeneración y
unción del Espíritu Santo, son consagrados como casa espiritual
y sacerdocio santo (...) El sacerdocio común de los creyentes y
el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieren en esencia
y no sólo en grado, sin embargo se ordenan el uno al otro, pues
uno y otro participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio
de Cristo."
En síntesis —aunque sea
entrar en una clave teológica muy sutil, pero fundamental para todo
católico que quiera saber de verdad que posición ocupa dentro de
esta Iglesia autoritaria—, el sacerdocio común (propio de cada bautizado)
pertenece a la koinonía
o comunión de los fieles, siendo por ello una realidad sustancial,
esencial, de la Iglesia de Cristo; mientras que el sacerdocio ministerial,
como tal ministerio, pertenece a la diakonía
o servicio de la comunidad, no a la esencia de la misma. En este
sentido, el Vaticano II restableció la esencia de que el sacerdocio
común, consustancial a cada bautizado, es el fin, mientras que el
sacerdocio ministerial es un medio para el común. El dominio autoritario
del sacerdocio ministerial durante el último milenio, tal como le
queda claro a cualquier analista, ha sido la base de la tiránica
deformación dogmática y estructural de la Iglesia, de la pérdida
del sentido eclesial tanto entre el clero como entre los creyentes,
y de los intolerables abusos que la institución católica ha ejercido
sobre el conjunto de la sociedad en general y sobre el propio clero
en particular. Pero, como es evidente, el pontificado de Wojtyla
y sus adláteres ha luchado a muerte para ocultar de nuevo este planteo
y ha reinstaurado las falacias trentinas que mantienen todo el poder
bajo las sotanas.
Vista la falta de legitimación
que tiene el concepto y las funciones (exclusivas) del sacerdocio
dominante hasta hoy dentro de la Iglesia Católica, repasaremos también
brevemente la absoluta falta de justificación evangélica que tiene
la ley canónica del celibato obligatorio.
En el Concilio Vaticano
II, Paulo VI —que no se atrevió a replantear la cuestión del celibato
tal como solicitaron muchos miembros del sínodo— asumió la doctrina
tradicional de la Iglesia al dejar sentado —en PO
(16)— que "exhorta también este sagrado Concilio a todos los
presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado
celibato por libre voluntad a ejemplo de Cristo[vii],
a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y perseverando
fielmente en este estado, reconozcan este preclaro don, que les
ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el Señor
(Mt 19,11), y tengan también
ante los ojos los grandes misterios que en él se significan y cumplen."
A primera vista, en la propia
redacción de este texto reside su refutación. Si el celibato es
un estado, tal como se afirma, eso es una situación o condición
legal en la que se encuentra un sujeto, lo será igualmente el matrimonio
y, ambos, en cuanto a estados,
pueden y deben ser optados libremente por cada individuo, sin imposiciones
ni injerencias externas.
En segundo lugar, el celibato
no puede ser un don o carisma, tal como se dice, ya que, desde el
punto de vista teológico, un carisma es dado siempre no para el
provecho de quien lo recibe sino para el de la comunidad a la que
éste pertenece. Así, los dones bíblicos de curación o de profecía,
por ejemplo, eran para curar o para guiar a los otros, pero no eran
aplicables por el beneficiario a sí mismo.
Si el celibato fuese un
don o carisma, lo sería para ser dado en beneficio de toda la comunidad
de creyentes y no sólo de unos cuantos privilegiados,
y es ya bien sabido que resulta una falacia argumentar que el célibe
tiene mayor disponibilidad para ayudar a los demás. El matrimonio,
en cambio, sí que es dado para contribuir al mutuo beneficio de
la comunidad.
En todo caso, finalmente,
en ninguna de las listas de carismas que transmite el Nuevo Testamento
—Rom 12,6-7; 1Cor 12,8-10 o Ef 4,7-11—
se cita al celibato como a tal; luego no es ningún don o carisma
por mucho que la Iglesia así lo pretenda.
La pretendida exaltación
del celibato por el Señor, citada en los versículos 19,10 del Evangelio
de San Mateo, se debe, con toda probabilidad, a una exégesis
errónea de los mismos originada en una traducción incorrecta del
texto griego (primera versión que se tiene de su original hebreo),
cometida al hacer su versión latina (Vulgata).
Según Mt
19,10 Jesús está respondiendo a unos fariseos que le han preguntado
sobre el divorcio, y él afirma la indisolubilidad del matrimonio
(como meta a conseguir, como la perfección a la que debe tenderse,
no como mera ley a imponer), a lo que los fariseos le oponen la
Ley de Moisés que permite el divorcio y él responde[viii]:
Por lo incorregibles que
sois, por eso os consintió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero
al principio no era así. Ahora os digo yo que si uno repudia a su
mujer (no hablo de unión ilegal) y se casa con otra, comete adulterio.
Los discípulos le replicaron: Si tal es la situación del hombre
con la mujer no trae cuenta casarse. Pero él les dijo: No todos
pueden con eso que habéis dicho, sólo los que han recibido el don
[ou pántes joroúsin ton lógon
toúton, all'hois dédotai]. Hay eunucos que salieron así del
vientre de su madre, a otros los hicieron los hombres, y hay quienes
se hacen eunucos por el reino de Dios. El que pueda con eso que
lo haga.
En este texto, que aporta
matices fundamentales que no aparecen en la clásica Vulgata, cuando Jesús afirma que "no todos pueden con eso"
y "el que pueda con eso que lo haga", se está refiriendo
al matrimonio y no al celibato, tal como ha sostenido hasta el presente
la Iglesia. Las palabras ton
lógon toúton se refieren, en griego, a lo que antecede (la dureza
del matrimonio indisoluble, que hace expresar a los discípulos que
no trae cuenta casarse), no a lo que viene después. Lo que se afirma
como un don es el matrimonio, no el celibato y, por tanto, en contra
de la creencia eclesial más habitual, no exalta a éste por encima
de aquél, sino al contrario[ix].
La famosa frase "hay
quienes se hacen eunucos por el reino de Dios", tomada por
la Iglesia como la prueba
de la recomendación o consejo evangélico del celibato, nunca puede
ser tal por dos motivos: el tiempo verbal de un consejo de esta
naturaleza, y dado en ese contexto social, siempre debe ser el futuro,
no el pasado o presente, y el texto griego está escrito en tiempo
pasado; y, finalmente, dado que toda la frase referida a los eunucos
está en el mismo contexto y tono verbal, también debería tomarse
como "consejo evangélico" la castración forzada ("a
otros los hicieron los hombres"), cosa que, evidentemente,
sería una estupidez.
Resulta obvio, por tanto,
que no hay la menor base evangélica para imponer el celibato obligatorio
al clero. Las primeras normativas que afectan a la sexualidad —y
subsidiariamente al matrimonio/celibato de los clérigos— se producen
cuando la Iglesia, de la mano del emperador Constantino, empieza
a organizarse como un poder sociopolítico terrenal. Cuantos más
siglos iban pasando, y más se manipulaban los Evangelios originales,
más fuerza fue cobrando la cuestión del celibato obligatorio, clave,
como veremos, para dominar fácilmente a la masa clerical.
Hasta el Concilio de Nicea
(325) no hubo decreto legal alguno en materia de celibato. En el
canon 3 se estipuló que "el Concilio prohíbe, con toda la severidad,
a los obispos, sacerdotes y diáconos, o sea a todos los miembros
del clero, el tener consigo a una persona del otro sexo, a excepción
de madre, hermana o tía, o bien de mujeres de las que no se pueda
tener ninguna sospecha"; pero en este mismo concilio no se
prohibió que los sacerdotes que ya estaban casados continuasen llevando
una vida sexual normal.
Decretos similares se fueron
sumando a lo largo de los siglos —sin lograr que una buena parte
del clero dejase de tener concubinas— hasta llegar a la ola represora
de los concilios lateranenses del siglo XII, destinados a estructurar
y fortalecer definitivamente el poder temporal de la Iglesia. En
el Concilio I de Letrán (1123), el Papa Calixto II condenó de nuevo
la vida en pareja de los sacerdotes y avaló el primer decreto explícito
obligando al celibato. Poco después, el Papa Inocencio II, en los
canones 6 y 7 del Concilio II de Letrán (1139), incidía en la misma
línea —lo mismo que su sucesor Alejandro III en el Concilio III
de Letrán (1179)— y dejaba perfilada ya definitivamente la norma
disciplinaria que daría lugar a la actual ley canónica del celibato
obligatorio... que la mayoría de clérigos, en realidad, siguió sin
cumplir.
Tan habitual era que los
clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar
la llamada renta de putas,
que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que
pagar a su obispo cada vez que trasgredian la ley del celibato.
Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos exigieron la
renta de putas a todos
los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían
su pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba
que era imposible el no mantener relaciones sexuales de algún tipo.
A este estado de cosas intentó
poner coto el tumultuoso Concilio de Basilea (1431-1435), que decretó
la pérdida de los ingresos eclesiásticos a quienes no abandonasen
a sus concubinas después de haber recibido una advertencia previa
y de haber sufrido una retirada momentánea de los beneficios.
Con la celebración del Concilio
de Trento (1545-1563), el Papa Paulo III —protagonista de una vida
disoluta, favorecedor del nepotismo dentro de su pontificado, y
padre de varios hijos naturales— implantó definitivamente los edictos
disciplinarios de Letrán y, además, prohibió explícitamente que
la Iglesia pudiese ordenar a varones casados[x].
En fin, anécdotas al margen,
de la época de los concilios de Letrán hasta hoy, nada sustancial
ha cambiado acerca de una ley tan injusta y falta de fundamento
evangélico —y por ello calificable de herética—
como lo es la que decreta el celibato obligatorio para el clero.
El Papa Paulo VI, en su
encíclica Sacerdotalis Coelibatus
(1967), no dejó lugar a dudas cuando sentó doctrina con este tenor:
"El sacerdocio cristiano, que es nuevo, no se comprende sino
a la luz de la novedad de Cristo, pontífice supremo y pastor eterno,
que instituyó el sacerdocio ministerial como participación real
de su único sacerdocio" (n. 19). "El celibato es también
una manifestación de amor a la Iglesia" (n. 26). "Desarrolla
la capacidad para escuchar la palabra de Dios y dispone a la oración.
Prepara al hombre para celebrar el misterio de la eucaristía"
(n. 29). "Da plenitud a la vida" (n. 30). "Es fuente
de fecundidad apostólica" (n. 31-32).
Con lo expuesto hasta aquí,
y lo que veremos en el resto de este libro,
demostraremos sin lugar a dudas que todas estas manifestaciones
de Paulo VI, en su famosa encíclica, no se ajustan para nada a la
realidad en que vive la inmensa mayoría del clero católico.
Como sacerdote —explica
el teólogo y cura casado Josep Camps[xi]—,
tuve que vivir muy de cerca —en algunos casos teniéndolas prácticamente
en mis manos— terribles crisis personales de bastantes compañeros
y amigos. Uno de ellos, un profesor prestigioso de una orden religiosa
muy destacada, me confesó que estuvo diez años angustiado antes
de decidirse a confesarse ¡a sí mismo! que deseaba abandonar el
celibato. En el curso de unos tres años celebré las bodas de siete
sacerdotes amigos, hasta llegar al punto de sentirme el casacuras
oficial. Y rechacé en varias ocasiones proposiciones para casar
bajo mano y sin dispensa a algún sacerdote que deseaba legalizar
su situación y dejar el ministerio.
Simultáneamente, un cierto
acercamiento e interés por temas de psicología y psiquiatría me
alertó y empezó a preocuparme. No me pesaba demasiado un celibato
vivido y querido —aunque no fuese nada fácil mantenerlo— por una
decisión libre y constantemente renovada, pero comencé a cuestionarme
sobre su imposición administrativa a una sola categoría de cristianos...
porque es sabido que los sacerdotes de ritos orientales católicos
pueden casarse, y lo mismo cabe decir de los ministros de la Iglesias
surgidas de la Reforma protestante.
En pleno fragor de lo que
la Iglesia llama "deserciones" de sacerdotes —con fines,
entre otros, matrimoniales—, apareció, en 1967, la encíclica de
Paulo VI Sacerdotalis Coelibatus.
Había llegado, para mí, el momento de aclarar todo este asunto del
celibato.
El texto de la encíclica
es un bello panegírico, sabio y profundo, de la virginidad consagrada
a Dios, que forma parte de los llamados tradicionalmente "consejos
evangélicos" (por más que apenas se encuentre rastro de ellos
en los evangelios). Sólo que al llegar al punto, para mí clave,
de las razones por las que se exige el celibato a los sacerdotes
seculares, la encíclica pierde piso y se hunde estrepitosamente:
no hay verdaderas razones, sólo la "secular tradición de la
Iglesia latina", o sea, nada. La encíclica mató en mí la idea
del celibato —¡gracias Paulo VI!—y desistí de él. En teoría, claro,
porque no tenía prisas, ni especiales urgencias, ni había aparecido
aún la persona con la cual establecer una relación profunda y seria.
La Iglesia Católica, a lo
largo de su historia, ha falseado en beneficio propio todo aquello
que le ha interesado. Ha impuesto sobre el pueblo un modelo de sacerdote
(y de su ministerio) mistificado y cínico, pero le ha sido de gran
utilidad para fortalecer su dominio sobre las conciencias y las
carteras de las masas.
Y, del mismo modo, ha impuesto
sobre sus trabajadores
pesos sacros que no les corresponden y leyes injustas y arbitrarias,
como la del celibato obligatorio, que sirven fundamentalmente para
crear, mantener y potenciar la sumisión, servilismo y dependencia
del clero respecto de la jerarquía.
El celibato de los pastores
debe ser opcional —afirma el sacerdote casado Julio Pérez Pinillos—,
ya que el celibato impuesto, además de empobrecer el carácter de
"Signo", es uno de los pilares que sostiene la organización
piramidal de la Iglesia-aparato y potencia el binomio clérigos-laicos,
tan empobrecedor para los primeros como humillante para los segundos[xii].
En este final de siglo,
cuando muchísimos teólogos de prestigio se han levantado contra
las interpretaciones doctrinales erróneas y las actitudes lesivas
que comportan, el Papa Wojtyla ha acallado sus voces con una encíclica
tan autoritaria, sectaria y lamentable como la Veritatis
Splendor. ¿Esplendor de la verdad? ¿de qué verdad? La mentalidad
de Letrán y Trento vuelve a gobernar la Iglesia. Corren malos tiempos
para el Evangelio cristiano.
[i]Cfr.,
por ejemplo, los muy diversos modelos eclesiales de Jerusalén,
Antioquía, Corinto, Éfeso, Roma, las comunidades Joánicas, las
de las Cartas Pastorales, Tesalónica, Colosas...
[ii]En
los tres primeros siglos no son reconocidas como tales. San
Jerónimo, por ejemplo, uno de los principales padres de la Iglesia
y traductor de la Vulgata
(la Biblia en su versión en latín), jamás las aceptó como de
institución divina y, a más abundamiento, nunca se dejó ordenar
obispo; dado que en los Evangelios sólo se habla de diaconado
y presbiteriado, San Jerónimo defendía que ser obispo equivalía
a estar fuera de la Iglesia (entendida en su significado auténtico
y original de Ecclesia
o asamblea de fieles).
[iii]Cfr.
Carmona Brea, J.A. (1994). Los
sacramentos: símbolos del encuentro. Barcelona: Ediciones
Ángelus, capítulo VII.
[iv]Hiereus
es el término que se empleaba en el Antiguo Testamento para
denominar a los sacerdotes de la tradición y a los de las culturas
no judías; su concepto es inseparable de las nociones de poder
y de separación entre lo sagrado y lo profano (valga como ejemplo,
para quienes desconozcan la historia antigua, el modelo de los
sacerdotes egipcios o de los diferentes pueblos de la Mesopotamia).
[v]"Porque
el hombre es el templo vivo (no hay espacio sagrado), para ofrecer
el sacrificio de su vida (toda persona es sagrada), en ofrenda
constante al Padre (no hay tiempos sagrados)", argumenta
el teólogo José Antonio Carmona.
[vi]Y
así lo calificaban padres de la Iglesia como San Agustín en
sus escritos (cfr. Contra
Ep. Parmeniani II,8).
[vii]Resulta
una hipótesis extraordinariamente atrevida y gratuita suponer
que un hombre, del que no se sabe nada sobre su vida familiar
y social real (salvo sus mitos canónicos), fuese célibe en las
circunstancias en que se le sitúa: como judío que era y fue
—el cristianismo como religión diferenciada del judaísmo fue
instituida por el judío fariseo Saulo de Tarso hacia el año
49 de nuestra era, no por el mesías de Nazaret—, Jesús estuvo
siempre sometido a la ley judía que instaba a todos los individuos,
sin excepción, al matrimonio. En aquellos días y cultura, se
hace muy difícil de imaginar que un célibe pudiese alcanzar
ninguna credibilidad o prestigio social.
[viii]Elegimos
la traducción de la Nueva
Biblia Española que, a diferencia de otras versiones de
la Biblia "más clásicas", traduce con bastante exactitud
y coherencia el primitivo texto griego.
[ix]Esto,
lógica e indudablemente debe ser así, puesto que, desde el punto
de vista socio-cultural, dado que Jesús era un judío ortodoxo,
tal como ya mencionamos, jamás podía anteponer el celibato
al matrimonio: la tradición judía obliga
a todos al matrimonio, mientras que desprecia el celibato.
[x]La
ordenación sacerdotal de varones casados había sido una práctica
normalizada dentro de la Iglesia hasta el Concilio de Trento.
Actualmente, debido a la escasez de vocaciones, muchos prelados
—especialmente del tercer mundo— defienden de nuevo esta posibilidad
y han solicitado repetidamente al Papa Wojtyla que facilite
la institución del viri
probati (hombre casado que vive con su esposa como hermanos)
y su acceso a la ordenación. Pero Wojtyla la ha descartado pública
y repetidamente —achacando su petición a una campaña de "propaganda
sistemáticamente hostil al celibato" (Sínodo de Roma, octubre
de 1990)—, a pesar de que él mismo, en secreto, ha autorizado
ordenar varones casados en varios países del tercer mundo. En
el mismo Sínodo citado, Aloisio Lorscheider, cardenal de Fortaleza
(Brasil), desveló el secreto y aportó datos concretos sobre
la ordenación de hombres casados autorizados por Wojtyla.
[xi]En
escrito dirigido a este autor y fechado el 25-10-94.
[xii]Cfr.
Tiempo de Hablar (56-57),
otoño-invierno de 1993, p. 9.
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