|
Introducción:
La
fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del
concepto de "dios"
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (1999). Dios nació mujer.
Barcelona: © Ediciones
B., Introducción, pp. 7-27)
Italiano
Hace
unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba
ya más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en
un planeta inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total
indiferencia del universo. Unos 90.000 años atrás, una parte de
la humanidad de entonces comenzó a albergar esperanzas acerca de
una hipotética supervivencia después de la muerte, pero la idea
de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo desconocido
hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso,
su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa.
La concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como
es imaginado aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse
hasta el III milenio a.C. y no pudo implantarse definitivamente
hasta el milenio siguiente.
Santo
Tomás de Aquino, en su Summa
contra Gentiles, afirmó que «Dios está muy por encima de todo
lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a pesar de su
aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no
decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo
que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón?
El universo entero también está muy por encima de nuestras cabezas
y de los conocimientos que tenemos el común de la gente pero, sin
embargo, la ciencia, a base de pensar que no hay nada tan lejano
que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que
sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran
santo Tomás. Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para
nuestros limitados razonamientos, pero antes de dar la tarea por
imposible deberemos reflexionar, al menos, sobre si puede haber
o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda residir un ser divino).
La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento residirá
la recompensa.
A
pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro
del proceso evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha
incidido sobre el ser humano de tal manera que éste ya nunca ha
podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su
existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser supremo dotado de capacidad
para regir todos los elementos del universo material e inmaterial
y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite
que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses
humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta
propicia.
El
concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia
reciente sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad
—gobernada a través de las instituciones religiosas— ha focalizado
y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado radicalmente
las pautas individuales y colectivas de las relaciones humanas,
y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico en
cada uno de los hábitats conquistados por el Homo
religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en
cualquier grupo humano se encastillen posturas, se desborde la emocionalidad
y, en definitiva, se produzca una clara división en dos bandos o
visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no
creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho,
hacen y harán las más gloriosas heroicidades, pero, también, las
fechorías y masacres más atroces y execrables.
El
mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna,
pero la cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible
a un dios que existe y actúa mediante actos de su voluntad consciente,
o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el hecho cultural
de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos.
Del
primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no
admite discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y
todo, absolutamente todo, prueba su existencia, incluso el mismo
hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo
cuanto se pueda conocer o imaginar, por tanto, nada hay ni puede
haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada
en origen al invertir la carga de la prueba, eso es que no demuestran
fehacientemente aquello que afirman —la existencia de Dios— y, de
modo implícito —cuando no bien explícito— descargan la responsabilidad
probatoria en quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad.
En este caso, la propia substancia de lo que se discute lleva necesariamente
al absurdo desde el punto de vista lógico y racional: unos creen
porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).
Del
segundo tipo de dios, en cambio, se ocupa la historia, arqueología,
psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan
abarcar y comprender la variada gama de comportamientos humanos
que conforman eso que hemos dado en llamar cultura o civilización.
De este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas
materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables
indicios acumulados sobre este tipo de dios le identifican con el
primero —el dios creador/controlador de destinos cuya existencia
se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse
hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.
¿Puede
un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano,
haber querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta
hace apenas unos pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido
privar conscientemente a sus criaturas, durante cientos de miles
de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los
ritos indispensables para la «salvación eterna»? ¿Cómo y cuándo
se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a conocer a través
de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?...
Quizá
Dios se haya limitado a comportarse como un deus
otiosus (dios ocioso), tal como lo describen las más importantes
religiones autóctonas de África, que creen que el Ser
Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans,
por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido
al terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para
hacer puré. Si de justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy
probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles
de razones aún más poderosas y graves que las esgrimidas por los
akans. Eso podría explicar que tengamos un planeta hecho unos zorros
y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es que Dios
no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a
nuestra suerte. Quién sabe. El concepto de deus
otiosus no deja de ser profundamente inteligente, ingenioso
y realista.
Las
religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios
publicando la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las
formas y atribuciones de Dios son tan numerosas y diversas y los
mandatos divinos que emanan
de ellas son tan variados y contradictorios, que resulta francamente
difícil hacerse una idea de Dios. ¿Es como el viejecito barbudo
y presuntamente bondadoso que muestra la Iglesia católica en su
iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la tradición
hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios
creador cananeo representado como un funcionario político de máximo
rango? ¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es
como la Venus de Willendorf,
la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales desmesuradas?
¿Es como el ser no representable de la tradición judía, musulmana
y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua
cosmogonía y teogonía helénica? ¿Es como el Big
bang de la ciencia moderna? ¿Es como quién o como qué? Y, si
cada doctrina divina cambia radicalmente en función de las épocas y de las culturas,
¿cómo saber cual es el verdadero mensaje
divino? ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su doctrina tan a menudo? ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan
la palabra de Dios?
La
dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas,
mal que les pese a éstas, es evidente y resulta fundamental para
no confundir una posible causa de naturaleza no específica —nada
impide que denominemos «Dios» a cuanto pudo haber (¿?) en el instante
previo a la organización de la materia atómica que dio lugar al
nacimiento del universo— con una estructura basada en la explotación
de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica
(práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal
(Dios) de lo claramente instrumental (religión) evitará también
«tomar el nombre de Dios en vano», un vicio troncal de cualquier
sistema religioso. Por este motivo no escasean los científicos —en
particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— que, al ocuparse
del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad
de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento
teológico.
Es
bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja
de Dios, pero mucha nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur,
uno de los científicos más notables del siglo pasado, pero la simplicidad
—que no simpleza—, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora
de esta frase no debe llevarnos necesariamente a conclusiones religiosas.
Quizá, tal como afirma el cosmólogo británico Stephen Hawking —principal
avalador, junto a Roger Penrose, de la teoría del Big
bang—, «si descubrimos una teoría completa [que abarque
la interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso
es el sueño científico de la TGU o Teoría de
la Gran Unificación], debería ser algún día
comprensible en sus grandes líneas por todo el mundo, y no sólo
por un puñado de científicos. Entonces, todos, filósofos, científicos
e incluso la gente de la calle, seríamos capaces de tomar parte
en la discusión acerca de por qué existe el universo y nosotros
mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la
razón humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de
Dios.»
Aunque
el pensamiento científico, debido al método de adquisición de conocimientos
que le caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello
represente contradicción ninguna para los científicos con creencias
religiosas—, la fuerza probatoria del primero hace que algunas de
las más notables religiones monoteístas actuales se acerquen a la
ciencia con la intención de arropar sus dogmas sobre la existencia
de Dios en determinados descubrimientos.
En
este caso está, por ejemplo, la aceptación que tiene la teoría cosmológica
del Big bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que señala claramente
Stephen Hawking —en su libro Breve
historia del tiempo— cuando apunta que «la Iglesia ha establecido
el Big bang como dogma»
y, al mismo tiempo, con elegante malicia, recuerda una afirmación
lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una reunión de cosmólogos,
cuando conminó a estudiar la evolución del universo después del
Big bang, pero sin entrar
a investigar en el mismo Big
bang ya que ese era el momento de la Creación
y, por tanto, de la tarea de Dios —objeto de la teología, no de
la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría decirse
también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos
devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío
de contenido su concepto. Si el Big
bang realiza el trabajo creador
de Dios, éste pierde todo su sentido y función, es decir, deja de
existir científicamente[i].
Si
se demuestra definitivamente que existe una creación continua de
materia cósmica, tal como propone la teoría del Universo Estacionario
o principio cosmológico perfecto de Herman Bondi, Thomas Gold y
Fred Hoyle, el universo pasaría a verse como un complejo mecanismo
autorregulador con capacidad de organizarse a sí mismo hasta el
infinito; una propiedad natural que haría innecesario el tener recurrir
a algún dios para justificar el origen de la materia.
Desde
otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto
por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma
parte de un inmenso conjunto de universos salidos de un «universo-madre»,
del cual se desgajó inflándose hasta estallar en un Big
bang, un proceso que, según esta hipótesis, aún sigue repitiéndose
en otros universos y también en el que nosotros existimos, y puede
estar generando otros universos nuevos; esta teoría cosmológica
tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio organizador
divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni fin.
El
astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante
de Planck, realizó una afirmación críptica pero muy definitoria
cuando dijo que «no podemos saber que sucedió antes de 10-43
segundos del Big bang, un tiempo fantásticamente pequeño que guarda en potencia
el universo entero. Todo eso está contenido en una esfera de 10-33
centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces
más pequeña que el núcleo de un átomo.»
En
lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15.000 millones
de años, salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía
Dios 10-43 segundos antes del Big
bang? y, de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La
ciencia aún no puede responder qué pasó en ese espacio y tiempo
prácticamente inexistentes, pero eso no justifica, ni muchísimo
menos, la afirmación gratuita de quienes, como el epistemólogo Jean
Guitton, defienden que la mejor prueba de la existencia de un ser
creador es que existen límites físicos al conocimiento.
Parece
obvio que una visión teleológica[ii] del cosmos es infinitamente
menos inquietante y resulta más gratificante que su contraria, pero,
al postular que todas las leyes naturales que rigen la evolución
del universo fueron diseñadas, en el marco de un «proyecto cósmico»,
con el fin de poder posibilitar la vida humana sobre este planeta,
se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y acientificismo.
Los
conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que
hasta el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en
los procesos evolutivos de las especies, eso es que cientos de miles
de especies de todas clases siguieron caminos no viables que les
llevaron, más pronto o más tarde, a su extinción; un proceso de
selección natural que no ha concluido todavía y que seguirá en marcha
mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En este
contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies
supervivientes —por ahora— a la evolución de los ecosistemas terrestres.
En
el supuesto de que exista algún dios creador/controlador, la evidencia
de tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados —mal planteados—
desde su mismísima concepción, sólo podría sugerir que éste dios
carece de habilidad y experiencia para crear seres vivos con eficacia
o que disfruta lanzando a la vida a seres irremisiblemente condenados;
en el mejor de los casos, podríamos llegar a la conclusión de que
Dios también crea empleando
los mismos mecanismos que son propios de la Naturaleza y de los
humanos, eso es mediante el proceso del ensayo-error, cosa que,
obviamente, no le puede hacer acreedor ni de la más mínima ventaja
o superioridad sobre ningún ser vivo.
Al
filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón
cuando escribió que el finalismo o teleologismo «es un prejuicio
desastroso, que nace de la ignorancia natural de los hombres y al
mismo tiempo de una actitud utilitarista (...) a la vana, aunque
tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el hombre,
se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo
todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad
absoluta, induciendo así a la superstición del Dios personal, libre
y creador.»[iii]
Otro
filósofo, el cultísimo enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784),
ateo convencido después de ser educado por los jesuitas —de hecho
fue encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta
sobre los ciegos (1749)—, y famoso en su época por ser un brillante
polemista, no supo que contestarle al matemático Leonard Euler cuando,
durante un encuentro en la corte de la reina Catalina II de Rusia,
éste le espetó: «Señor, (A+B)N/N = X, luego Dios existe. ¿Qué me
responde a eso?»
El
notable físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827),
referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades,
en cambio, sí habría sabido responder a la fórmula
envenenada de Euler con al menos tanta eficacia como la que
demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que ocupaba
Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta
en su Tratado de mecánica
celeste (1799-1815). «Señor —le contestó Laplace al emperador—,
no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.»
Tras
siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un
principio ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico,
la cuestión sigue hoy abierta y candente dentro de muchos campos
científicos. Así, mientras unos sostienen que la vida que conocemos
es producto de una larguísima cadena de casualidades —difícilmente
repetibles, pero casualidades al fin y al cabo—, otros argumentan
que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de
las muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca
la vida.
El
concepto de «Dios» es tan atractivo que incluso científicos que
se han declarado agnósticos, como los físicos Heinsenberg o Einstein,
han escrito ensayos, denominados místicos
por algunos, en los que rozaban la idea de «Dios», pero de un dios
absolutamente ajeno a la figura investida de atributos antropomórficos
que postulan las religiones. «Sé que algunos sacerdotes están sacando
mucho partido de mi física en favor de las pruebas de la existencia
de Dios —le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en
la que negaba el rumor de su supuesta conversión al catolicismo—.
No se puede hacer nada al respecto; que el diablo se ocupe de ellos.»
En
cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar
la formación del universo tienen su límite en el llamado teorema
de la incompletud de Gödel. Este teorema, postulado por Kurt
Gödel (1906-1978), una de las figuras más importantes de toda la
historia de la lógica, afirma que «dentro de todo sistema formal
que contenga la teoría de los números existen proposiciones que
el sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración
ni de ellas ni de su negación».
El
teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de
proposiciones matemáticas puede derivar su prueba de consistencia
del conjunto mismo, sino que debe buscarla en una proposición que
esté fuera de él, algo aparentemente imposible para la metodología
matemática y empírica en que se fundamenta la investigación cosmológica
actual. El hecho de que siempre haya enunciados verdaderos indemostrables,
que permanecen fuera del campo de las deducciones lógicas, «no significa
—según señaló el físico Paul Davies— que el universo sea absurdo
o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de su existencia
y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento
racional humano.»
Dentro
de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el teorema
de la incompletud de Gödel siempre puede volver a anidar la
esperanza en la existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos
propiciando ad infinitum
los humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra
existencia y el miedo a nuestro destino tras la muerte siempre serán
más poderosos que la fuerza probatoria de los descubrimientos científicos
que contradigan la visión teísta del universo.
De
todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse
racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que
no puede llegar a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni
su existencia. Siempre cabe, claro está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión que, cumpliendo la función para
la que fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias
preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto
que se han conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero
éste es un camino que sólo sirve a quien busca, necesita o tiene
ese tipo de dinámica mental que conocemos como fe, una actitud directamente
relacionada con los procesos psicológicos derivados del pensamiento
mágico (y que estudiaremos en los capítulos 2 y 3 de este libro).
La
fe, sin duda alguna, puede mover
montañas, pero jamás podrá explicarnos cómo se formaron o de
qué están compuestas esas montañas
que ha logrado desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad,
puede tener innumerables ventajas para el psiquismo humano, pero
resulta un instrumento absolutamente inútil para intentar conocer
algo sobre dicho ser supremo,
objetivo que, por encima de cualquier otro, alienta el trabajo que
se plasma en este libro.
El
gran sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto
de mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia
y la religión, afirmó: «Se dice que la ciencia niega por principio
la religión. Pero la religión existe; es un sistema de datos; en
una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar una
realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que
es un medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede
sustituirla, pues si bien expresa la vida, no la crea; puede, sin
duda, intentar dar una explicación de la fe, pero, por esa misma
razón, la da por supuesta. No hay, pues, conflicto más que en un
punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio
la religión hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse
de ella: se trata de la función especulativa.
»Lo
que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir,
sino el derecho a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la
especie de competencia especial que se atribuía en relación al conocimiento
del hombre y del mundo. De hecho, ni siquiera se conoce a sí misma.
No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades responde. Ella misma
es objeto de ciencia; ¡de ahí, la imposibilidad de que dicte sus
leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la
realidad a que se aplica la reflexión científica no existe ningún
objeto que sea específico de la especulación religiosa, resulta
evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro el mismo papel
que en el pasado.»[iv]
Si
convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en
bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa
será conocer al máximo su materia base —carbón puro comprimido en
una estructura cristalina compacta—, las condiciones de calor y
presión que hicieron posible ese tipo de cristalización y, en menor
grado, las impurezas minerales que le tiñen de uno u otro color.
Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto
no parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es
auténtica desde el punto de vista de la realidad geológica.
Cuando
el diamante en bruto pasa por la exfoliación, aserradura, talla
y pulimento, se obtiene una joya de brillo adamantino que, entre
sus propiedades, adquiere un alto índice de refracción y dispersión
—eso es distorsión—, al tiempo que un gran poder evocador. Lo fundamental
del diamante —su valor— se lo debemos a interacciones geológicas;
lo accesorio —su fama y precio— al tallador y al joyero. Por eso,
en este trabajo, viajaremos dentro de los límites de la geología psicosocial humana y obviaremos, en la medida de lo posible,
detenernos en la contemplación de las mil facetas distorsionadoras
talladas por las teologías.
Descartada
la fe como vía de conocimiento, quedan abiertas todas las demás,
pero ¿a qué disciplinas recurrir? ¿cómo plantear la investigación?
¿qué elementos son básicos y definitorios para establecer la presunta
relación entre Dios y el ser humano? ¿sobre qué pruebas materiales
podemos construir argumentos sólidos? El camino es largo y complejo
y cada cual puede comenzar su andadura desde puntos muy diversos,
ya que lo importante no es el inicio (premisas) sino el final (conclusiones).
Este libro refleja la aventura personal de su autor desde el momento
en que se propuso encontrar algunas respuestas razonables a un abanico
de hechos —determinantes para nuestra sociedad— que son aceptados
sin más por la práctica totalidad de la gente, e intentar llenar
de contenido, coherencia y sentido algunas de las cuestiones importantes
que todos nos hemos planteado en numerosas ocasiones.
Dado
que a Dios, a su concepto, sólo puede llegarse a través del ser
humano y desde un ser humano —intente, sino, extraer conclusiones
de una conversación sobre Dios mantenida entre dos sillas, dos geranios
o dos gatos, o entre cualquiera de ellos y su propietario humano—,
será indispensable intentar conocer con detalle muchos aspectos
del pasado biológico, ecológico y social del ser humano y del proceso
que conformó su estructura psíquica y sus expresiones culturales.
Las primeras evidencias y preguntas a formular deberán llevarnos,
por tanto, hasta el inicio de la evolución humana. En el proceso
de hominización que nos diversificó de los primates se esconden
muchas claves para poder descubrir cosas notables sobre Dios; y
aunque no hayamos encontrado evidencia alguna acerca de cómo y porqué
él nos creó, sí que abundan las que testimonian cómo y porqué nosotros llegamos
a crearle a él.
Al
igual que el criminólogo intenta descubrir una identidad escondida
investigando a partir de los restos hallados en el
lugar del crimen —un trocito de tela, una huella de zapato,
una marca en el espejo del baño, o una gota de sangre reseca, por
ejemplo—, así este autor ha tenido que rastrear entre miles de datos
—aflorados y elaborados por decenas de paleoantropólogos, arqueólogos,
antropólogos, mitólogos, historiadores, psicólogos, etc.— que, al
unirse unos a otros, han acabado mostrando una imagen coherente
y razonable no sólo de la identidad
escondida sino, mucho más importante aún, de todo el contexto
psicosocial que la definió y dotó de atributos y personalidad.
La
estructura de este estudio, en la medida de lo posible, ha seguido
un orden cronológico para relatar y analizar los hechos que hemos
juzgado determinantes para poder llegar a una mejor comprensión
de cómo, cuándo y por qué se produjo la presencia
de Dios entre los humanos. Para facilitar la visión global de algunos
de los aspectos clave tratados, se ha elaborado diversos cuadros
sinópticos que permiten a cualquier persona situarse rápida y fácilmente
dentro del contexto analizado. Con el fin de ampliar la visión y
conocimientos del lector, así como para referenciar las fuentes
documentales en que se basa este trabajo, se ha complementado el
texto con muchas —y, a menudo, tan amplias como fundamentales— notas
a pie de página.
El
desarrollo de este libro plasma con fidelidad el camino seguido
por su autor en busca de respuestas coherentes a la relación que
parece existir entre la humanidad y Dios. La andadura, nacida de
una simple curiosidad, fue convirtiéndose poco a poco en una aventura
fascinante, envolvente y plagada de centenares de alentadoras sorpresas
que han acabado transformado de forma notable algunas presunciones
que tenía este autor en torno al ser humano y su pasado, por lo
que, en consecuencia, le han hecho variar algunos enfoques que resultan
básicos para intentar comprender el presente de nuestra sociedad
y su complicada proyección hacia el futuro.
Algún
lector podrá sentirse perplejo, o incluso defraudado, cuando comience
a leer este libro —no olvidemos que se titula Dios
nació mujer— y se encuentre ante un relato de nuestra evolución
desde los homínidos seguido de un capítulo —inevitablemente complejo—
sobre la formación del lenguaje y del pensamiento discursivo o lógico-verbal.
Con toda la razón se preguntará si el libro no lleva un título erróneo,
¿tiene algo que ver todo eso con Dios y con el género que se le
ha atribuido? Sin duda alguna. Aunque lo esencial para justificar
el título de este trabajo se trate en los capítulos 6, 7 y 10, todo
lo realmente importante, todo lo que nos permitirá comprender cómo,
cuándo y porqué llegamos hasta el concepto de «Dios» y nos sentimos
impulsados a idearlo como mujer muchos milenios antes de cambiarle
de género y hacerle varón, todo ello, digo, lo encontraremos en
el resto de capítulos. Nada sobra, aunque mucho falte en un texto
que no es, ni pretende ser, enciclopédico, así como tampoco filosófico
ni teológico. Desde la ventana al pasado que se abre en estas páginas,
es probable que asistamos a un desfile de hechos que nos lance a
reflexiones mucho más amplias que las sugeridas en este libro.
Después
de adentrarse por los vericuetos de la evolución humana, uno ya
no puede ver a sus semejantes de la misma forma. El ser humano deja
de ser una «criatura de Dios» cuando se le ve a través del prodigioso
proceso que nos diferenció de los monos arborícolas hasta hacernos
tal como somos, llenos de fortaleza y de milagro, pero rebosantes de dramática fragilidad.
Analizar
el desarrollo del lenguaje articulado humano y comprobar la inimaginable
fuerza que ha tenido el dominio de la palabra y del concepto para
determinar nuestro pensamiento, visión del mundo y cultura, acaba
rompiendo tantos esquemas preconcebidos que obliga a vernos a nosotros
mismos y a nuestras creencias más fundamentales como el producto
de un juego infantil en
el que realidad y fantasía se confunden para materializar un ordenamiento
universal del que difícilmente se logra salir. Darse cuenta de que
los relatos imaginados por muchos niños pequeños, para explicarse
su procedencia o el origen del mundo y su funcionamiento, son substancial
y estructuralmente idénticos a las descripciones equivalentes que
se contienen en los llamados textos
sagrados, abre una preciosa puerta para comprender mejor el
psiquismo del ser humano y sus comportamientos dichos religiosos.
Evidenciar
el proceso de elaboración del universo simbólico prehistórico, de
los signos, mitos y ritos que aún son eje central de las religiones
actuales, conduce a conclusiones apasionantes acerca de las dinámicas
de búsqueda de seguridad emocional del ser humano. Una reflexión
en la que no debe quedar al margen la amplia prueba arqueológica
de que la creencia en la supervivencia a la muerte pudo preceder
en unos 60.000 años a cualquier elaboración conceptual sobre entes
supremos o dioses.
Puede
ser que el lector se sorprenda —o escandalice— al comprobar que
el concepto masculino de «Dios», que hoy domina en todas las religiones,
no es más que una transformación relativamente reciente del primer
concepto de deidad creadora/controladora que, tal como demuestran
miles de hallazgos arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenino! ¿Quién,
sino una hembra, de cualquier especie, está capacitada para poder
crear, para dar vida,
mediante la fecundación y el parto? ¿Quién, sino la mujer, cuida
de su prole y se encarga de abastecer las necesidades básicas de
su entorno inmediato?
Si,
como veremos en su momento, el Homo
sapiens primitivo fundamentaba sus conceptualizaciones en analogías,
resulta obvio que ningún ser humano pudo pensar jamás en atribuirle
las cualidades femeninas de generación, fertilidad y protección nutricia a un ente
masculino; por esta razón, la humanidad prosperó bajo la protección
de la Diosa única —en sus diferentes epifanías— durante un período
que fue desde c. 30000
a.C. hasta c. 3000 a.C., momento a partir del cual, de forma progresiva aunque
irregular, comenzó a imponerse la tipología específica del dios
masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras
y protectoras de la diosa, relegando a ésta al papel de madre —virgen,
en algunos casos—, esposa, hermana y/o amante del dios varón.
El
golpe de estado del dios contra la diosa no fue caprichoso, ni casual,
ni inocuo, sino todo lo contrario. En primer lugar, disponemos de
suficiente documentación arqueológica e histórica para mostrar cómo,
partiendo desde una base mítica y ritual común, la personalidad,
atribuciones y funciones del dios —y de los dioses— masculino fue
cambiando según las necesidades económicas y sociopolíticas de cada
cultura y momento histórico. De hecho, podemos comprender más cosas
sobre «Dios» si se estudian las implicaciones socioeconómicas derivadas
de la implantación de la agricultura excedentaria y de la invención
del arado que si nos concentramos en las teogonías, teologías y
rituales asociados a cada dios. Y esta apreciación sirve tanto para
los dioses dichos paganos
—del latín paganus, campesino—
como para su descendiente directo y continuador actual, el Dios
de las religiones monoteístas que se dicen basadas en verdades
reveladas.
Por
otra parte, entender el desarrollo de la aniquilación de la Diosa
por el Dios[v]
nos conduce también a la comprensión de la dinámica histórica que
llevó a la mujer a ser subyugada en todos sus aspectos por el varón.
La mujer y la Diosa fueron perdiendo su autonomía, importancia y
poder prácticamente al mismo tiempo, víctimas de un mundo cambiante
en el que los hombres se hicieron con el control de los medios de
producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose, por tanto, en
detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la paternidad,
el pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.
La
cultura patriarcal acabó con los últimos vestigios de las sociedades
matrilineales[vi],
que rindieron culto a la Diosa desde el Paleolítico superior, y,
lógicamente, rediseñó los mitos y los dioses a su conveniencia,
eso es a su imagen y semejanza. Analizar la derrota de la Diosa
prehistórica no sólo nos descubrirá un enfoque novedoso desde el
que poder abordar el concepto de «Dios», también nos ayudará —y
no es menos importante— a comprender la historia pasada de la mujer
y las causas de la desigualdad e inferioridad que han caracterizado
su situación hasta el momento presente.
El
proceso que se plasma en este libro, siguiendo las huellas de Dios,
ha permitido forjar una imagen sólida y coherente del ser humano
y de sus creencias, pero, tal como cabía esperar, aquello que definimos
bajo el concepto de «Dios» sólo se ha hecho patente a través del
reflejo de su mito, como si se tratase de una imagen que rebota
en un espejo sin proceder, aparentemente, de ninguna parte.
Es
probable que la causa de esta imagen
esté dentro del propio espejo y no fuera, razón por la cual nadie
ha podido verla jamás, ya que ningún humano —sin dejar de ser lo
que es— puede convertirse él mismo en las partículas de sal de plata
que constituyen la base reflectante de un espejo. Si Dios está dentro
de nuestras partículas, como una imagen lo está en la plata del
espejo, ¿cómo poder distinguirle en medio del torrente casi infinito
de emociones, sensaciones, pensamientos y conceptos que desfilan,
hilvanados, a lo largo de un camino de matices que va y viene desde
polos absolutamente opuestos?
Quizá
la estructuración de las creencias en el ser humano tenga mucho
que ver con uno de los evocadores pasajes que describió Charles
Dodgson —diácono, profesor de matemática pura y escritor británico
más conocido por su seudónimo de Lewis Carroll— en su segunda obra
dedicada a la niña Alice Liddell, la deliciosa e inteligentísima
narración de Alicia a través
del espejo (1871):
—¡No
puedo creer eso! —dijo Alicia.
—¿De
veras? —dijo la Reina, con tono compasivo—. Inténtalo de nuevo:
inhala profundamente y cierra los ojos.
Alicia
río.
—No
tiene caso intentarlo —dijo—. Uno no puede creer en cosas imposibles.
—Me
atrevo a decir que no tienes mucha práctica —dijo la Reina.
Cada
cual podrá extraer de este pasaje la conclusión que más le plazca,
porque la cuestión sigue siendo casi la misma: ¿quién tiene más
práctica para creer en
cosas imposibles, aquél que cree en la existencia de Dios o aquél
que la niega?
En
este libro, como en todos los otros textos que se han publicado
desde que se inventó la escritura hace unos 5.000 años, no se demuestra
nada concluyente acerca de la posible existencia o no de Dios, ya
que el autor se ha limitado a documentar cómo y porqué el concepto
de «Dios» que proponen las religiones nació de la mente humana,
se moldeó en función de nuestras ignorancias, temores y esperanzas,
para, finalmente, evolucionar manteniendo una relación directa con
las necesidades de organización y control social, económico y político
propias de cada cultura y momento histórico.
Sólo
después de adjudicar a la evolución natural y al ser humano todo
aquello que fue, es y será su obra, podremos, de manera razonable,
intentar encontrar a Dios en el resto, que quizá siempre seguirá
siendo infinito. O tal vez no.
[i]
La confrontación entre pensamiento científico y «fe» es algo
que obsesiona al papa Wojtyla y que, de hecho, le ha llevado
a protagonizar una cruzada feroz contra el positivismo, que
es poco menos que decir contra la reflexión basada en datos
objetivos sólidos. Muchos de sus documentos públicos han atacado
«los excesos y peligros del uso de la razón». En su encíclica
Veritatis splendor
(Esplendor de la Verdad) prohibió la reflexión teológica crítica
dentro de la Iglesia, amordazando así a los pensadores católicos
más lúcidos y brillantes de este siglo, que también son los
más cercanos al mensaje evangélico frente al brutal alejamiento
del mismo que caracteriza a la Iglesia dogmática oficial. En
otra reciente encíclica, Fides et ratio (Fe y Razón), el ataque contra la razón raya lo patético.
Al presentar Fides et
Ratio, el cardenal Ratzinger manifestó que «la universalidad
del cristianismo procede de su pretensión de ser la verdad,
y desaparece si desaparece la convicción de que la fe es la
verdad. Pero la verdad es válida para todos y el cristianismo
es válido para todos porque es verdadero». Tan autorizada afirmación
no sólo asienta lo frágil que es la «verdad» católica, basada
sobre una convicción subjetiva, sino que postula que, justo
por ser sujeto de duda, debe ser declarada verdad fuera de toda
duda y con valor universal. A lo anterior añadió que la fe cristiana
debe oponerse a aquellas filosofías o teorías «que excluyen
la aptitud del hombre para conocer la verdad metafísica de las
cosas (positivismo, materialismo, cienticismo, historicismo,
problematicismo, relativismo y nihilismo», eso es que debe rechazar
los enfoques fundamentales del pensamiento moderno, especialmente
en todo aquello que cuestione su particular cosmovisión basada
en la «fe».
[ii]
La argumentación teleológica, que pretende demostrar la existencia
de Dios basándose en el concepto de fin (télos
en griego), fue postulada con fuerza por santo Tomás de Aquino,
que la tomó de Averroes (y éste, a su vez, la había tomado del
pensamiento griego: Anaxágoras, Platón, Aristóteles, etc.).
Dado que las cosas naturales, aunque carentes de inteligencia,
aparecen todas ellas ordenadas en razón de un fin —afirmó Tomás
de Aquino al proponer su «quinta vía»—, ello demuestra que debe
existir una inteligencia que las ordena así y que se plantea
como fin supremo; dicho fin supremo es precisamente Dios. El
filósofo británico David Hume (1711-1776), en su obra póstuma
Diálogos sobre la religión
natural (1779), refuta fácilmente el argumento teleológico
por estar basado en analogías antropomórficas (así como el orden
de los materiales de una casa remite a un arquitecto inteligente,
así el orden cósmico remite a la inteligencia divina) y porque
la llamada finalidad natural (verdaderamente todo lo contrario
de perfecta y divina) podría ser el producto casual y contingente
de ciegas disposiciones materiales. También el filósofo alemán
Emmanuel Kant (1724-1804), en su Crítica
de la razón pura (1781), rechaza este argumento que él denomina
«físico-teológico». No obstante el enorme peso intelectual de
los detractores del también llamado finalismo,
entre los que figuran Galileo, Bacon, Descartes, Spinoza, etc.,
entre los defensores encontramos también personajes de la talla
de Boyle, Newton o Leibniz. En el terreno biológico el finalismo
acabó siendo barrido —formalmente al menos— por el evolucionismo
darwiniano, pero sigue vigente en el pensamiento moderno alimentado
por el concepto de «providencia divina» que aún postulan las
grandes religiones monoteístas.
[iii]
Cfr. apéndice a la parte I de su Ethica more geometrico demonstrata (más conocida como Ética).
[iv]
Durkheim, E. (1992). Las
formas elementales de la vida religiosa. Madrid: Akal, p.
400.
[v]
Una aniquilación que, en todo caso, aunque fue real a nivel
del control del poder simbólico y social, no dejó de ser muy
relativa a nivel del inconsciente colectivo de todas las culturas:
hoy, como hace miles de años, las figuras divinas más veneradas y apreciadas por el pueblo llano —dentro de
la llamada «religiosidad popular»— son las femeninas. Un ejemplo
claro, en el seno de la cultura católica, lo tenemos en la gran
fuerza e implantación del fervor mariano
y del movimiento mariológico;
de hecho, tal como veremos, en la Virgen católica sobrevivieron,
de forma controlada y sometida al varón, algunas de las funciones
míticas que caracterizaron a la Diosa prehistórica.
[vi]
El término matrilinealidad designa un sistema de parentesco
(ascendencia, descendencia, herencia), vigente aún en algunas
culturas primitivas actuales —y que fue común antes de implantarse
el patriarcado—, en el cual se tiene en cuenta la línea de descendencia
de madre a hijo y se privilegia la relación de parentesco del
recién nacido con el hermano de la madre.
|