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Resumen
del libro DIOS NACIÓ MUJER
©
Pepe Rodríguez
©
Ediciones B., Barcelona,
2000.
English
En
todas la culturas prehistóricas, la figura cosmogónica central,
la potencia o fuerza procreadora del universo, fue personalizada
en una figura de mujer y su poder generador y protector simbolizado
mediante atributos femeninos —senos, nalgas, vientre grávido y vulva—
bien remarcados. Esa diosa, útero divino del que nace todo y al
que todo regresa para ser regenerado y proseguir el ciclo de la
Naturaleza, denominada «Gran Diosa» por los expertos —o, también,
bajo una conceptualización limitada, «Gran Madre»—, presidió con
exclusividad la expresión religiosa humana desde c.
30000 a.C. hasta c. 3000
a.C. En la Gran Diosa única y partenogenética —bajo sus diferentes
advocaciones— se contenían todos los fundamentos cosmogónicos: caos
y orden, oscuridad y luz, sequía y humedad, muerte y vida…, de ahí
que su omnipotencia permaneciese indiscutida por milenios (el concepto
de dios varón no apareció hasta el VI o V milenio a.C. y no logró
la supremacía hasta el III o II milenio a.C., según las regiones).
Aunque
sólo sea a nivel de enunciado, debe recordarse que el concepto de
«ser divino» apareció y evolucionó paralelamente a los estadios
de desarrollo del pensamiento lógico-verbal humano —conformado hace
unos 40.000 años—, y que sus símbolos y mitos variaron al mismo
ritmo y en la misma dirección que lo hizo la estructura socioeconómica
humana. Así, durante toda la era preagrícola el control de la producción
de alimentos y las instituciones sociales básicas, salvo la defensa,
estuvo en manos de las mujeres, a las que debemos la gran mayoría
de los adelantos psicosociales y técnicos que nos condujeron hasta
la civilización, y esos colectivos matricéntricos fueron regidos
por la idea de la Gran Diosa. Pero, al adentrarse en la era agrícola,
cuando las sociedades se hicieron sedentarias y dependientes de
sus cultivos, por una serie de circunstancias imposibles de resumir
en este espacio, el varón se vio obligado a implicarse en la producción
alimentaria y comenzó un proceso de transformación que desposeyó
a la mujer de su ancestral poder y lo depositó en manos del varón.
En
unos pocos milenios, tras la implantación de la agricultura excedentaria,
surgió el dios masculino, el clero, la sociedad de clases y la monarquía,
mientras que la mujer fue quedando reducida a un bien propiedad
del varón. Obviamente, el dominio del varón sobre la tierra tuvo
su equivalente en el cielo —los cambios sociales siempre se justificaron
mediante cambios en los mitos— y la deidad masculina comenzó a domeñar
a la femenina. La mujer y la Diosa fueron perdiendo su autonomía,
importancia y poder prácticamente al mismo tiempo, víctimas de un
mundo cambiante en el que los hombres se hicieron con el control
de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose,
por tanto, en detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada,
la paternidad, el pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho
a la vida.
Durante
no menos de 25.000 años la Gran Diosa fue considerada el principio
único de la generación del universo. A partir del V milenio a.C.
se le comenzó a imponer como coadyuvante de su fertilización a una
deidad joven subsidiaria —su hijo y amante— que moría anualmente
tras una cópula en la que, la Diosa, en realidad, se seguía fertilizando
a sí misma ya que el principio masculino no era sino carne
de su propia carne; desde finales del III milenio a.C. —coincidiendo con la divinización
de la monarquía— los reyes pasaron a desempeñar simbólicamente ese
papel de amante y fertilizador de la Diosa. En el paso siguiente,
durante el II milenio a.C., el proceso de la creación dejó de entenderse
mediante el símil de la fisiología reproductora femenina y pasó
a ser descrito como el resultado de instrumentos de poder como la
palabra —«hágase… y se hizo»—,
usados fundamentalmente por dioses masculinos que siempre iban acompañados
de una pareja femenina. El cambio fue realmente transcendente, ya
que el concepto de principio
creador permitió alejarse de la ancestral dependencia de la
Diosa en cuanto principio generador único. Finalmente, un dios varón
todopoderoso pasó a acumular y detentar en exclusiva todos los aspectos
de la generación.
Con
el establecimiento de la sociedad compleja en el Próximo Oriente
y en Europa, el papel y función social de la mujer y de la Diosa
fueron degradados sin compasión. La propia eficacia productiva de
la mujer —tanto en su faceta de reproductora como de recolectora
y horticultora—, que fue sostén de las comunidades humanas durante
cientos de miles de años, acabó siendo, por mor de cambios socioeconómicos
inevitables, el origen involuntario de la progresiva degradación
social de las mujeres y del proceso de trasvase mítico que llevaría
a sustituir la primitiva concepción de una divinidad femenina por
otra masculina. Aunque, a pesar de todo, ninguna formulación religiosa
posterior ha sido tan holística, inteligente y tranquilizadora como
la Diosa; y ningún dios varón, por muy Dios Padre que se haya erigido,
ha tenido ni tendrá jamás la capacidad de integración y de evocación
mítica de la Diosa, por eso, aun en religiones patriarcales, lo
femenino ha perdurado agazapado bajo diversos personajes divinizados,
como es el caso de la Virgen católica, cuyos símbolos (luna creciente,
agua, etc.) son exactamente los mismos que identificaron a la Gran
Diosa paleolítica y neolítica. No en vano… Dios, su concepto, nació
mujer.
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