Pepe Rodríguez

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Introducción: 07.39 a 07.42 horas: Tres minutos que cambiaron España en tres días

(Fuente: © Rodríguez, P. (2004). 11-M: Mentira de Estado. Barcelona: © Ediciones B., Introducción, pp.7-24)

A las 7.39 horas, en el tren de cercanías número 17.305, estacionado en el segundo andén de la estación de Atocha, decenas de pasajeros se están apeando de sus vagones o subiendo a ellos para iniciar su jornada cuando tres explosiones sucesivas, entre las 07.39 y 07.42 horas, revientan los vagones tercero, cuarto y sexto, más tarde se sabría que una cuarta bomba, colocada en el primer vagón, no estalló y fue desactivada por los artificieros de la Policía. En ese instante terrible murieron 34 personas.
En ese mismo momento, el convoy del Corredor de Henares número 21.431 circula en paralelo a la calle Téllez encarando los últimos 800 metros antes de entrar en la estación de Atocha, pero no llega; cuatro explosiones, también entre las 07.39 y 07.42 horas, desarman prácticamente el convoy, arrasando los vagones primero, quinto (con dos bombas) y sexto. Entre el horror inconmensurable en que se convierte la escena yacen los cuerpos sin vida de 64 personas.
A las 7.41 horas, cuando el cercanías número 21.435, procedente de Azuqueca de Henares se dispone a abandonar los andenes de la estación de El Pozo del Tío Raimundo para encaminarse hacia Madrid, el cuarto y quinto vagón revientan completamente y la brutal explosión siega la vida de 67 personas.
A las 7.42 horas, en la estación de Santa Eugenia, el convoy número 21.713, procedente de Guadalajara, se dispone a iniciar el corto trayecto que le resta hasta la capital, pero apenas ha recorrido dos metros cuando el cuarto vagón salta por los aires, al volver a tocar el suelo ya han muerto 25 personas.
El balance final de este brutal atentado será de 199 muertos y 1.463 heridos de diversa gravedad.
Con el sonido de la onda expansiva apenas disipado, con las retinas repletas de un horror inconcebible, con la actividad desenfrenada de cientos de brazos y corazones solidarios que rápidamente llegaron -o, simplemente, olvidándose de su condición de supervivientes, se quedaron hasta más allá del límite de sus fuerzas para ayudar a quienes tuvieron menos suerte que ellos-, a los escenarios de la masacre, se abría una semana de dolor desgarrado para cientos de familias afectadas por la tragedia, pero también para el conjunto de un país que, de una u otra forma, ya no volvería a ser el mismo. Las bombas no sólo habían arrasado las vidas y esperanzas de muchos, también habían colapsado la percepción social de todos.
Mientras los equipos asistenciales y técnicos se volcaban rescatando y atendiendo a cientos de heridos y brindando soporte emocional y ayuda de todo tipo a los familiares que comenzaron a llegar a las zonas devastadas, la masacre forzaba a reclamar también otro tipo de atención urgente que en nada se parecía a la avenida de solidaridad que inundaba Madrid; el atentado exigía palabras, razones, explicaciones, datos... y en los tres días siguientes se dirían tantas palabras y se darían o callarían, según el caso, tantas explicaciones, que la información, como concepto, como instrumento de servicio público, también sufrió una agresión de tal magnitud que la dejó muy malherida.
El terrible atentado fue perpetrado 72 horas antes de abrir las urnas para elegir al Presidente del Gobierno español, y tras una campaña electoral tensa, vacua, demagógica, fastidiosa, fatigosa y deplorable en la que, fundamentalmente, el partido en el Gobierno, el Partido Popular (PP), había usado la política de lucha contra el terrorismo -referido básicamente al terrorismo de ETA- como un arma arrojadiza contra sus oponentes, en particular contra el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y contra los partidos nacionalistas vascos y catalanes.
La excelente cualificación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad españoles había evitado en varias ocasiones, algunas muy recientes, grandes atentados de ETA, pero ahora, sin más, el terrorismo se había concretado con el peor de sus rostros, situándose en el epicentro de una campaña electoral que el PP -al igual que la inmensa mayoría de los españoles, con independencia de su intención de voto- consideraba que tenía ganada.
Poco después del atentado, los candidatos a la Presidencia del Gobierno, en particular los del PP y PSOE, Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero, acordaron suspender la campaña electoral como un lógico y necesario gesto de duelo, pero el impacto emocional que habían producido las bombas entre los ciudadanos, que estaban a punto de asumir el rol de votantes, era demasiado importante como para ignorarlo. Esa tensión, esa fuerza emocional que crecía por momentos sin intención de disiparse, podía convertirse en votos. Los políticos lo sabían, claro está, pero no podían pedirlos para sí mismos aunque sí "para la democracia".
"Esta batalla [contra el terrorismo de ETA] la democracia la va a ganar, los españoles la vamos a ganar desde la ley", afirmó Mariano Rajoy, candidato conservador, poco después de la masacre, mientras que el candidato socialista proclamó que "la mejor respuesta cívica es la movilización masiva el domingo en las urnas". No cabe ser ingenuos, el primero intentaba retener y captar electorado invitando a votar a un partido que propugna la dureza legislativa no sólo contra el terrorismo sino también contra los partidos con veleidades nacionalistas; el segundo invitaba a la movilización general sabiendo que existe una gran bolsa de voto de izquierdas desmovilizado, que no acude a las urnas, una grave dejación de derechos que favorece siempre a los partidos conservadores. Y esta misma idea es la que animó a Gaspar Llamazares, candidato de Izquierda Unida (IU), a proclamar que "la mejor respuesta a ETA la podemos dar el próximo domingo en las urnas".
La masacre había impedido a los partidos cerrar adecuadamente la campaña electoral con sus argumentos más contundentes, ahora todos debían mantenerse equidistantes de la tragedia, del dolor nacional, nadie podía mover ficha a su favor y, en esas circunstancias, la ventaja la tiene quien ya detenta el poder, quien ya está en el Gobierno, el PP, que, además, contaba con los sondeos electorales más favorables... aunque el PSOE, en las últimas semanas, había estado acortando distancias hasta posicionarse en un empate técnico con el PP.
Pero, sin embargo, contra todo pronóstico, ese domingo electoral el PP -que ya estaba celebrando anticipadamente la consagración definitiva del advenimiento de la derecha salvadora en España-, perdió la mayoría absoluta y fue desalojado del poder por un PSOE que ascendió como la espuma.
El PSOE obtuvo 10.907.530 votos, un 42,64 por ciento del total, y 164 escaños (en las elecciones del año 2000 había obtenido 7.918.752 votos, un 34,16 por ciento, y 125 escaños). El PP obtuvo 9.628.201 votos, un 37,64 por ciento del total, y 148 escaños (en las elecciones del año 2000 había obtenido 10.321.178 votos, un 44,52 por ciento, y 183 escaños). La tercera fuerza más votada IU obtuvo 1.269.447 votos, un 4,96 por ciento del total, y 5 escaños (en las elecciones del año 2000 había obtenido 1.382.333 votos, un 5,96 por ciento, y 9 escaños). La fuerza política que más ascenso relativo experimentó, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el partido que había sufrido un ataque frontal e insultante por parte del PP, que lo quiso presentar como socio de ETA, obtuvo 649.999 votos, un 2,54 por ciento del total, y 8 escaños (en las elecciones del año 2000 había obtenido 194.715, un 0,84 por ciento, y 1 escaño).
La participación de los ciudadanos se incrementó en un 8,51 por ciento con respecto a los últimos comicios, pasando de un 68,71 por ciento al 77,22 por ciento obtenido en esta contienda electoral, un dato que, a priori, siempre beneficia a la izquierda ya que en ella reside la mayor parte del voto desmovilizado, de la gente que no acude a las urnas.
Explicar este vuelco electoral sin duda obligaría a tomar en cuenta un montón de consideraciones políticas y sociales, algo que ya han realizado o intentado muchos analistas, pero en este trabajo nos concentraremos únicamente en un aspecto que sin duda fue muy importante para el cambio de Gobierno, aunque es demasiado pronto -este libro se escribe dos semanas después de ocurridos los hechos que analiza y, obviamente, está falto de distancia- para saber qué peso tuvo en el proceso electoral del 14 de marzo de 2004. El aspecto al que nos referimos es la política de comunicación que mantuvo el Gobierno tras el atentado del 11-M.
Parece obvio, al menos para todos los analistas independientes, que el Gobierno de Aznar se equivocó en su política informativa sobre el atentado, pero ¿se pasó conscientemente de cometer un grave error a perpetrar una patética manipulación? ¿El Gobierno facilitó en todo momento la información que creía cierta, o manipuló, desinformó y engañó a todo el mundo con afirmaciones que sabía falsas pero que le aseguraban unos buenos réditos electorales?
A pesar de tener el corazón afligido por tamaña barbarie, nadie -ya fuese periodista, analista, político o simple ciudadano- dejó de reflexionar, el mismo jueves día 11, en que ese brutal atentado "de ETA" le iba a dar la mayoría absoluta al PP, así como tampoco pudimos evitar pensar durante el día siguiente, cuando la hipótesis más plausible señalaba al radicalismo islámico (aunque el Gobierno la negaba con ferocidad), que ese nuevo escenario sería bastante o muy perjudicial para las aspiraciones electorales del PP, ya que muchos votantes -de forma demasiado superficial y en parte errónea, todo hay que decirlo- podían interpretar que la tragedia era consecuencia de la decisión personal de Aznar de alinear a España con Estados Unidos y Gran Bretaña en la invasión de Irak y, por ello, era factible esperar un elevado voto de castigo contra el Gobierno.
Esta reflexión será una clave que no debemos perder de vista en ningún momento; primero porque todos, políticos y ciudadanos, la tuvieron muy presente en sus actuaciones durante los días 11, 12, 13 y 14 de marzo y, segundo, porque sin ese análisis dicotómico un tanto perverso aunque realista -ningún suceso es inocente o aséptico; todos producen efectos colaterales que, al mismo tiempo, benefician a unos y perjudican a otros- será imposible comprender el empecinamiento del Gobierno en mantener la hipótesis de la autoría de ETA cuando todas las pistas, evidencias y pruebas de la investigación policial señalaban hacia el terrorismo islámico.
A lo largo de este libro no sólo mostraremos que el Gobierno se equivocó en su gestión de la información relacionada con el 11-M, sino que veremos también como recurrió a la desinformación, al engaño consciente, en un intento desesperado por ganar las inminentes elecciones a cualquier precio.
Para estudiar ese proceso, que se concretó en tres días, tanto con actuaciones desde el Gobierno como desde los medios de comunicación que controlaba y desde los que le son afines, analizaremos la cronología de los hechos, documentos muy diversos, declaraciones públicas del entonces Presidente José María Aznar, de sus Vicepresidentes Mariano Rajoy, Eduardo Zaplana y de sus ministros Ángel Acebes y Ana Palacio, así como las consecuencias y credibilidad que sus declaraciones oficiales tuvieron para la Prensa, la ciudadanía, etc.
Veremos que el Gobierno hizo casi todo lo que no debe hacerse para transmitir información en medio de una crisis, quizá no tomó en cuenta lo que le asesoraron sus responsables de Gabinete y de Comunicación o quizá éstos no se merecían el sueldo que cobraban. Aunque tal vez al Gobierno le perdió un autoritarismo y una prepotencia que habían llegado al paroxismo en los últimos cuatro años de poder de Aznar; quizá pensaron que tras manipular y desinformar descaradamente en muchos asuntos graves -como la huelga general del 2002, el desastre ecológico provocado por el naufragio del petrolero Prestige, la muerte de los militares en el rui-noso avión Yak-42, la intervención en la invasión de Irak, etc.- y no pagar el menor coste polí-tico, en esta ocasión también impondrían su versión manipulada y manipuladora de los hechos a una ciudadanía que, en buena medida, estaba y está muy harta de toda la clase política. Se equivocaron totalmente.
Millones de ciudadanos, que en otras ocasiones acataron con indiferencia las manipulaciones gubernamentales, ahora se sintieron demasiado insultados, demasiado agredidos, demasiado despreciados por un Gobierno que, dijese o no la verdad, acabó perdiendo su credibilidad a lo largo del día 12, la jornada que siguió al atentado.
La indignación ante la desinformación del Gobierno llevó a miles de personas a concentrarse pacíficamente ante las sedes del PP durante la jornada de reflexión; fue, sin duda, una vulneración de las normas que deben regir para una jornada previa a la electoral, pero ese sábado 13 nadie fue inocente de nada. Poderosos e influyentes medios de comunicación afines al Gobierno, en la mismísima jornada de reflexión, sostenían en sus editoriales la necesidad de obtener una mayoría absoluta del PP y las comparecencias y declaraciones de los miembros del Gobierno estuvieron muy lejos de ser neutrales. La percepción de que el Gobierno estaba desinformando para intentar ganar las elecciones, en incremento desde el viernes 12 por la mañana, prendió como la pólvora durante el sábado. Se perdieron los nervios, se perdieron las formas democráticas, pero cuando se tiene la percepción de que en el juego democrático se está haciendo trampa -y, para colmo, la hacía el más poderoso de los jugadores- las formas no son una prioridad de la calle, lo que prima es la necesidad de que se reponga aquello que se cree justo.
Salir a la calle para exigir saber la verdad sobre un suceso que todavía nos ahogaba el corazón se convirtió en una reacción de muchos que influyó a muchos más. El sábado, muchos españoles se fueron a dormir muy tarde e irritados por las dos apariciones patéticas e inadmisibles -por su estilo y contenido- de Rajoy y Zaplana en televisión. También apareció Alfredo Pérez Rubalcaba, portavoz socialista, forzado a manifestarse públicamente y exigir información veraz y serenidad ante la perseverancia del Gobierno en la desinformación y ante las graves descalificaciones y acusaciones vertidas por Rajoy y otros en contra del partido socialista.
En ninguna otra jornada de reflexión los españoles debieron reflexionar tanto como en ésta, quizá no lo hicieran serenos de ánimo, pero al día siguiente se acudió a las urnas en masa y con ganas, cada uno de lo suyo, pero con ganas, sin la apatía y rutina típica de la mayoría de las jornadas electorales. El PP mantuvo a su electorado activado, con más de nueve millones y medio de votos, que es una base social muy importante. El PSOE, con casi once millones de votos, también convenció a los suyos de la necesidad de acudir a las urnas, pero también se benefició de una porción notable de voto útil -de votantes de otros partidos que ahora presta-ban su apoyo al candidato con más posibilidades- y de un voto ausente, del voto de decenas de miles de personas que no hubieran ido a votar en circunstancias normales, pero que se vieron impulsadas a hacerlo a consecuencia de la zafia campaña de desinformación del Gobierno del PP.
Las consecuencias sociopolíticas de los escasos tres minutos que duró la masacre perpetrada en Madrid, entre las 07.39 y 07.42 horas del día 11 de marzo de 2004, fueron cambiando el punto de vista de millones de españoles a lo largo de tres días, el 11, 12 y 13 de marzo, en los que el Gobierno disparó propaganda en lugar de aportar información.
Esa mentira del Gobierno, convertida en mentira de Estado cuando se urdió una trama expresamente destinada a ocultar la verdad -en realidad con la vana pretensión de enmascararla hasta después de las elecciones- al resto de gobiernos extranjeros e instituciones internacionales, acabó por transformar en buena medida el destino de España, en cuanto a su política interior y exterior, y también repercutirá ampliamente en los cambios de relación que el nuevo gobierno de Rodríguez Zapatero mantendrá con la Unión Europea, Estados Unidos y otros aliados. Todo está todavía por hacer. Ya llegará el día en que el Gobierno de Rodríguez Zapatero se haga acreedor de crítica, pero hoy, cuando estoy escribiendo este libro, dos semanas después del 11-M y de las elecciones, lo que sí ha sucedido ya, siendo historia pasada, es que una pésima política de comunicación gubernamental ante una crisis ha sido fundamental para la derrota electoral de quienes pretendieron inducir a engaño a los ciudadanos.
Para intentar comprender, en alguna medida, el monumental despropósito y el error absurdo que cometió el Gobierno de Aznar, será preciso hacer un poco de memoria para dibujar unos breves trazos que nos sitúen las relaciones entre el personaje y su propiedad, eso es, entre José María Aznar y el Partido Popular.
Este autor ha expresado en muchas ocasiones su convicción de que el PP era un partido secuestrado por su líder, Aznar, y sometido absolutamente a su imperio personal; las conversaciones mantenidas con diversos diputados del partido conservador, mientras escribía este libro, discrepan muy poco de esa impresión, y todos coinciden en situar a Aznar como el principal activo del partido, pero también como su lastre más importante en el momento actual.
Volviendo la mirada hacia el año 1990, nos encontramos ante un partido, presidido pero no controlado por Manuel Fraga, fragmentado y debilitado por luchas fraticidas internas. Un grupo de notables, entre los que estuvieron Miguel Herrero de Miñón y Rodrigo Rato, decidió viajar hasta Galicia para plantearle un órdago a Fraga: el gobernante incombustible desde la década de los sesenta debería dejar paso a otro líder capaz de poner orden en el partido, y ese líder no podría ser su candidata Isabel Tocino -que se intentaba presentar, sin éxito, como la Margaret Tatcher española-, que sólo tenía el apoyo de Fraga y de un pequeño sector conservador; la apuesta de Rato y sus compañeros puso a Aznar sobre la mesa, y Fraga aceptó.
Aznar, ya al frente del PP, entró en la sede de calle Génova sin hacer apenas ruido, se negó a ocupar el despacho de su antecesor y se instaló en otro más modesto desde el que comenzó a reorganizar la estructura del partido. Su plan se asentará sobre sus dos hombres de máxima confianza, Francisco Álvarez Cascos y Miguel Ángel Rodríguez -aunque a día de hoy ambos han tenido que pagar con su cabeza sus servicios a Aznar-. El primero, Álvarez Cascos, se ocupará de la secretaría general del partido, haciendo de "general secretario", tal como le bautizaron sus propios colegas a causa del autoritarismo con el que desempeñó las órdenes de Aznar; el segundo, Rodríguez, creará y diseñará la política de comunicación del PP.
José María Aznar, a juicio de los propios hombres de su partido, instauró una especie de régimen de terror, pero jugó bien sus cartas y no sólo se hizo con el poder en el partido sino que se ganó la confianza de la patronal y de los sindicatos, que se la juegan por él cuando comienzan a ver que podría llegar a ser un líder. En un momento en el que Felipe González le negaba todo a los sindicatos, éstos vieron a Aznar como un hombre negociador con el que podrían entenderse. La foto, publicada en portada de El País, de Aznar junto a Nicolás Redondo, delante del emblema del sindicato UGT, certificó el nacimiento de un líder capaz de abrirle al PP una ventana hacia el futuro.
En ese momento puede acallar a todos sus críticos dentro del partido y se lo apropia absolutamente. Quienes se le enfrentan, como Fernando Suárez, el que fue ministro de Trabajo con UCD, o Miguel Herrero de Miñón, que había sido su mentor en el partido, son arrinconados sin piedad. El 1993 la mano de hierro de Aznar es ya implacable y llega a toda España a través de las gestoras que creó y en las que puso a gente sumisa a sus planes y a su persona; el "general secretario" Álvarez Cascos fue la clave de ese éxito estratégico. Su actitud dentro del partido era mesiánica, pero incontestada, todos sabían que Aznar había resucitado al partido y preferían esperar a obtener una parte del pastel que acabar decapitados por pedir minucias tales como formas y maneras democráticas.
Ese año, 1993, Aznar perdió las elecciones -de forma injusta según el parecer de muchos- ante Felipe González, pero alcanzaría el poder en 1996, contando con el fundamental apoyo de Julio Anguita, líder de Izquierda Unida -que detestaba a Felipe González-, mediante la "pinza" que hicieron en común, y de la trama que se denominó el "golpe mediático", una conjura de varios medios de comunicación planificada para hacer caer el Gobierno de González mediante una campaña de acoso y derribo basada en errores y corrupciones, sin duda muy graves, que debían pagarse, efectivamente, con la salida del Gobierno del partido socialista.
Desde entonces, Aznar ha impuesto su voluntad en el partido y en el Gobierno, tanto que, especialmente en los dos últimos años, era muy frecuente que se negase a escuchar apreciaciones de sus ministros, haciéndoles callar con un gesto muy propio suyo, el de girar el rostro en dirección contraria a la posición de su interlocutor y levantarle la mano derecha en actitud de desafecto.
En medio de la crisis desatada por el atentado, la actitud personal de Aznar, que no admitía contestación a sus planes, y que se veía a sí mismo como una especie de elegido para acabar definitivamente con ETA y su entorno, debió ser muy influyente y decisiva, sin duda ninguna, a la hora de orientar la valoración de los análisis y datos que fueron llegando hasta la mesa de su Gabinete de Crisis.
El ministro del Interior, a juzgar por su biografía, quizá tampoco era la persona más capaz de mantener un análisis objetivo frente a la posibilidad de una acción de ETA. Ángel Acebes, tras pasar por diferentes cargos en el PP, en 1997, estando al frente de la gestión del aparato del partido, tuvo que enfrentar el comienzo de la sangrienta campaña de ETA centrada en asesinar a cargos electos del partido en el País Vasco, y esos dramáticos hechos le afectaron personalmente hasta el punto de adelgazar en exceso y ver como su cabello encanecía a causa de la tensión y el sufrimiento soportados.
Una última consideración previa, es que, durante esta crisis, ni el Gobierno ni el partido contaron con una política adecuada de comunicación. Aznar, durante los años que ha estado al frente del poder, sólo ha disfrutado de un excelente comunicador, Miguel Ángel Rodríguez Aguilar, al que incorporó como secretario de Estado de Comunicación, a pesar de no ser del partido.
Miguel Ángel Rodríguez diseñó toda la arquitectura de comunicación del Gobierno, haciendo un trabajo inmejorable, aunque finalmente quedaría deslucido al pasar a ser portavoz del Gobierno y ejercer el cargo de forma más bien penosa, en buena parte debido a su peculiar carácter y agresividad verbal. Cuando Miguel Ángel Rodríguez se vio forzado a dimitir de su cargo de secretario de Estado de Comunicación, el 13 de julio de 1998, la política de comunicación gubernamental desapareció rápidamente. Rodríguez no sólo fue un estratega eficaz, también fue un comunicador a tiempo completo, que siempre estaba disponible para hacer de puente entre el Gobierno y la Prensa.
A su eficacia profesional -fue él quien forjó la imagen pública de Aznar y le llevó hasta La Moncloa- se le añadía una cualidad que nadie ha osado tener en el PP de Aznar: la de decir abiertamente lo que pensaba y ser crítico con el líder si así lo creía necesario. Sus sucesores -Josep Piqué y Pío Cabanillas, en función de portavoces, y Pedro Antonio Martín Marín, como anodino e ineficaz secretario de Estado de Comunicación- no dieron la talla, y el Gobierno perdió tanto su coordinación interna a efectos de comunicación, como la vía -y figura- capaz de tender un puente eficaz entre lo que se plasmaba en La Moncloa y los medios que debían explicarlo al ciudadano. Cierto que Aznar, con su autoritarismo, incapacidad para asumir críticas y su semblante de perpetua irritación, no se lo ponía fácil a nadie, pero el aislamiento en que se sumió él mismo y abocó a sus decisiones de Gobierno lo pagaría caro en su segunda legislatura.
Fijándonos sólo en lo más inmediato, ese descontrol comunicativo, en el que Aznar decidía lo que se le antojaba y cada ministro iba por libre, declarando lo que le apetecía, sin coordinación global ninguna, había sido ya un gravísimo problema durante toda la campaña electoral, pero acrecentó el caos y el fracaso en la pésima gestión informativa de la crisis que siguió a los atentados del 11-M.
En julio de 2002, en una remodelación ministerial, Aznar se sacó de encima a Pío Cabanillas y eliminó el cargo de ministro Portavoz, incorporando de nuevo el de secretario de Estado de Comunicación, que le adjudicó a uno de sus hombres de máxima confianza, Alfredo Timermans, que conformará la tercera pata del taburete más personal de Aznar, el que tiene en las otras dos a Javier Zarzalejos, secretario general de la Presidencia, y a Carlos Aragonés, su director de Gabinete. A Timermans, sin embargo, le iba grande el cargo; sus relaciones con la Prensa no eran fluidas ni eficientes y las que mantenía con Rajoy, entonces ministro de la Presidencia, vicepresidente primero y portavoz, tampoco eran adecuadas y su descoordinación se incrementó con el tiempo.
Tampoco en el PP, en la sede de la calle Génova, las cosas han funcionado bien desde que, en marzo del 2002, Isidro Cuberos abandonó la Dirección de Comunicación del partido. En su lugar se quedó Marilar de Andrés, su segunda, una excelente profesional, colaboradora de José María Aznar y Ana Botella desde sus comienzos en política, pero que pronto quedó desbordada por una serie de despropósitos estructurales del partido que, para colmo y para enfado de no pocos altos cargos, no puede tener un portavoz profesional porque a Javier Arenas no hay quien le quite el caramelo diario de aparecer en los noticiarios hablando en nombre del partido.
Alfredo Timermans no ha sabido rentabilizar los muchos logros de la política de Aznar, pero tampoco ha sido capaz de controlar o minimizar sus muchos errores. Su gestión ha sido fuertemente criticada desde los medios más conservadores, sin duda porque desde sus redacciones tenían que hacerle el trabajo de propaganda gubernamental a quien se supone que cobraba para ello. Desde el entonces director de La Razón, Luis María Ansón, al director de ABC, José Antonio Zarzalejos -hermano del secretario general de la Presidencia-, pasando por Federico Jiménez Losantos, se han vertido acusaciones verdaderamente feroces contra esa incapacidad de comunicar del Gobierno; una carencia que, en definitiva, ponía en peligro la mismísima visión del mundo que esos medios, muy conservadores, pretendían implantar.
"Nadie transmite de manera continua y eficaz los argumentos de Aznar en el conflicto iraquí -se lamentaba Jiménez Losantos en su Libertad Digital nº 1124, de 25/2/03, arropado por la financiación publicitaria de BBVA, BSCH, Telefónica, Iberdrola, Endesa y Gas Natural-. Nadie trata de mitigar el desgaste que iniciativas tan improvisadas y lamentables como el viaje a México y Texas producen inevitablemente en la opinión pública. Medios siempre afectos al PP lo atacan sin piedad y sin matices. Medios nacidos del incienso y para el incienso gubernamental le atizan al Gobierno con el incensario, un día sí y otro no. A veces, un día sí y otro también (...) Es difícil explicar cosas impopulares. Pero ser incapaz siquiera de intentarlo va más allá de la torpeza. Timermans se ha convertido en el primer agente electoral del PSOE. Probablemente, de forma involuntaria, pero los efectos son tan impresionantes que sería justo concederle al encargado de medios de comunicación de La Moncloa la Gran Cruz de la Orden del Chapapote Informativo. Antes de que acabe de echar a Aznar. O en cuanto traiga a Zapatero".
En ABC, José Antonio Zarzalejos puso el dedo en la llaga al acusar al Gobierno de Aznar de una pésima política de comunicación, y de percepción del entorno, que le había conducido hasta un notable aislamiento de la realidad social del país, practicando, respecto a los medios de comunicación, un "autismo cuya única conexión externa ha sido la de subordinar algunos medios -los más débiles o los directamente controlados- a un cerrojazo informativo y de opinión a mayor gloria del halago o, explícitamente, de la ocultación de la realidad". Éste será, exactamente, el perfil de conducta que seguirá el Gobierno Aznar durante la crisis del 11-M.
Días después de la crisis, el 23 de marzo, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Paul Ingendaay escribía: "La asombrosa cadena de errores en la política informativa del Gobierno español está documentada sin lagunas y sólo deja abierta la pregunta de cómo es posible que pudieran producirse tantas equivocaciones y tonterías en el plazo de 72 horas".
Nuestro insigne escritor Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) andaba sobrado de razón cuando afirmó: "Porque tienen de su parte mucho poder las mentiras cuando parecen verdades". El Gobierno de Aznar aplicó esta máxima muchas veces y le dio un excelente rédito político, pero su intento desesperado de desinformar sobre la autoría del atentado del 11-M se realizó tan mal, que hasta las verdades parecían mentiras, así es que la estrategia no sólo no le aportó poder, sino que se lo arrebató de las manos cuando menos se lo esperaba.


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