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Introducción:
náufragos entre el cielo y la tierra
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (1995). La vida sexual
del clero. Barcelona: © Ediciones
B., Introducción, pp. 7-13)
Italiano
Afirmar
que buena parte de los sacerdotes católicos mantiene relaciones
sexuales puede resultar casi una obviedad para muchos, pero, sin
embargo, son muy pocos —al margen del propio clero— los que conocen
algo de los hábitos sexuales de los sacerdotes, o de las motivaciones
psicológicas que les llevan a romper su compromiso de celibato con
tanta frecuencia. Este libro arrojará sobrada luz sobre este campo.
En
este estudio, riguroso y documentado, se abre las ventanas de la
realidad más celosamente guardada dentro de la Iglesia Católica.
Ha sido muy difícil y duro completar este trabajo ya que, por su
propia naturaleza, se ha tropezado a diario con hipocresías, miedos
—terror sería más exacto— a la jerarquía católica, ocultación de
datos, falta de colaboración que en ocasiones derivaba en claras
amenazas veladas, incomprensiones...
—
¿Por qué te interesas por la vida sexual de los sacerdotes si tú
no lo eres? —me han repetido hasta la saciedad sacerdotes en activo
o secularizados—. Éste es un tema que nadie que no sea un religioso
puede entender en su verdadera dimensión. Es mejor que investigues
sobre otra cosa, esta cuestión sólo nos afecta a nosotros, los curas.
Pero
la dimensión afectivo-sexual del clero, y las formas en que se expresa,
afecta a muchos más que a los 20.441 sacerdotes diocesanos, 27.786
miembros de órdenes religiosas masculinas y 55.063 de femeninas,
que hay en España; o a los 1.370.574 miembros del clero y personal
consagrado que hay actualmente en todo el mundo. El 17,6% del total
de la población mundial, y el 39,7% de la europea, el llamado "pueblo
católico", está directamente implicado en esta cuestión ya
que los sacerdotes, básicamente, mantienen relaciones sexuales con
creyentes católicos. Y, en todo caso, dado el peso institucional
y moral que la Iglesia Católica pretende tener para el conjunto
de la sociedad, conocer la realidad vital del clero es algo que
nos compete y afecta a todos por igual.
Así,
pues, guste o no al clero, dada su injerencia en la moral pública
y privada de la sociedad, la vida sexual de los sacerdotes debe
ser una cuestión abordable desde el debate público ya que afecta
a la credibilidad de la Iglesia Católica ante el mundo, y a la idoneidad,
capacidad y eficacia de sus ministros para servir a sus fieles.
Y, a pesar de que ni el autor de este libro es sacerdote, ni lo
serán la mayoría de sus lectores, los datos que se aportarán permitirán
a cualquiera el poder comprender en su "verdadera dimensión"
el tema que abordamos. Otra cosa será, ciertamente, que la sociedad
laica tenga o no la misma capacidad de justificación
y encubrimiento que caracteriza a la jerarquía de la Iglesia y a
sus clérigos en lo tocante a sus vidas afectivo-sexuales.
En
parte por la razón anterior, pero también para evitar que se dude
de la veracidad de los casos descritos en este libro, la mayoría
de los relatos —ejemplificadores en grado sumo— identifican por
su nombre y apellidos a los sacerdotes que los protagonizan. Sólo
se ha enmascarado alguna identidad, o se ha recurrido al uso de
seudónimos, cuando la persona que ha facilitado los datos así lo
ha exigido (habitualmente por temor a posibles represalias desde
la Iglesia —especialmente en casos de profesores de religión—, o
para evitar desmerecer ante el círculo social en el que vive la
fuente informativa en cuestión). Y, en aras de esa misma credibilidad,
en la medida de lo posible, siempre se ha preferido ejemplificar
mediante casos ratificados por trámite judicial antes que usar hechos
similares bien documentados aunque aún sin juzgar.
Convendrá
aclarar también, para evitar que algún lector se forme conceptos
apriorísticos erróneos, que este libro no va en modo alguno en contra
de la religión, puesto que aquí no se va a tratar de una cuestión
tan trascendental como es el religare[i],
sino de asuntos —como el celibato obligatorio— que son específicamente
humanos y mundanos, y nada tienen que ver, en principio, con Dios
o con su servicio.
Tampoco
se pretende atacar al clero sino que, por el contrario, se desarrolla
un contundente alegato en favor de sus derechos humanos, vulnerados
hasta hoy por una curia vaticana que ha venido violentando y manipulando
el mensaje histórico del Nuevo Testamento. Aunque resulte evidente
que mostrar la cara oculta e hipócrita de la mayoría del clero actual
no les deja en buen lugar, la pretensión central de este trabajo
es mostrar cómo los sacerdotes son víctimas de sí mismos y, básicamente,
de la estructura eclesial católica. Pero, eso sí, no cabe olvidar
que son víctimas a las que debe atribuirse la responsabilidad de estar victimizando,
a su vez, a una masa ingente de mujeres y menores.
De
todas formas, llegados a este punto, conviene recapitular para empezar
por decir que, sin duda alguna, existen muchas tipologías distintas
de sacerdotes en cuanto a sus vivencias sexuales. Los hay que han
guardado siempre con fidelidad su compromiso de celibato y hasta
se han mantenido básicamente castos (¿qué sacerdote no se ha masturbado
con alguna frecuencia?). Otros han vulnerado ocasionalmente su voto,
pero siempre entre propósitos de enmienda total. Algunos más viven
instalados en los hábitos del autoerotismo de una forma neurótica.
Y no son escasos, ni mucho menos, los que mantienen relaciones sexuales
con plena intencionalidad y sin mala conciencia.
Personalmente,
no me cabe la menor duda de que la castidad y el celibato, si se
viven con madurez y aceptación plena, pueden convertirse en un valioso
instrumento para la realización personal en el plano de lo religioso
(aunque ésta, tal como demuestran otras muchas religiones tan o
más dignas que la católica, no sea más que una de las varias vías
posibles).
Pero
andar por esta senda ni es fácil ni es posible para la mayoría de
los seres humanos. Para hacerlo, el sacerdote o religioso/a debería
aprender, desde joven y disciplinándose de forma progresiva, a sublimar
sus pulsiones sexuales con madurez, en vez de limitarse a reprimirlas
mediante mecanismos neuróticos, cargados de angustia, y básicamente
lesivos y desestructuradores de la personalidad. Pero nadie forma
a los futuros religiosos en esta vía. En los seminarios y casas
de formación religiosa se teme tanto a la sexualidad —de la que
se ignora casi todo—, que incluso se ha llegado al extremo de proscribir
su mera invocación naturalista y se trata de ocultar la realidad
biológico-afectiva que, inevitablemente, acabará por hacerla aflorar
con fuerza.
Los
clérigos especializados en la formación de sacerdotes y religiosos/as
afirman, con razón, que "en la lucha por la castidad perfecta
rige la ley de la gradualidad. Un hábito inveterado no se cambia
en un día; la pureza total no se logra sin penosos y largos esfuerzos"[ii]. Pero resulta evidente que
poco o nada podrá lograrse, por muchos esfuerzos y leyes que se
pongan, si la persona no parte previamente de una sólida madurez
psico-afectiva. Cuando, tal como es habitual entre el clero, se
carece de la suficiente formación y madurez personal, la vida del
sacerdote empieza a dar bandazos hasta llegar a convertirle en una
especie de profesional del vía
crucis sexual.
Intentar
llevar un vida de castidad, en principio, no tiene porque ser el
origen de problemas emocionales o psicopatológicos, pero sí lo es,
siempre y en todos los casos, cuando ésta viene forzada por decreto
y sin haber pasado por un adecuado proceso previo de maduración-asimilación-aceptación
y, también, cuando incide sobre personalidades frágiles y problemáticas
(ya que suele hacer aflorar los conflictos larvados y conduce a
situaciones netamente psicopatológicas).
Salta
a la vista que la moral católica dominante ha considerado a las
sensaciones físicas (es decir, a cualquier sensación placentera)
como algo peligroso y amenazante para "el buen orden"
físico y espiritual. Éste es uno de los motivos por los cuales la
Iglesia Católica jamás se ha preocupado por enseñar a comprender
el propio cuerpo y, a mayor despropósito y daño, no ha enseñado
a dialogar con él, con
sus pulsiones, más que a través de caminos moralizantes, culpabilizadores,
fríos, y carentes de todo afecto y valores humanos.
El
vacío afectivo —y no me refiero ahora a las necesidades sexuales—
que experimenta un sacerdote, especialmente si es diocesano, no
puede ni debe llenarse, sin más, con "los frutos de su labor
apostólica", tal como propugna la teología vaticana. El sacerdote
es un ser humano más y, en muchos momentos, para poder seguir adelante,
le hace falta disponer de algún afecto humano verdadero, sólido,
próximo y concreto; y de nada le sirve la caridad,
el afecto chato, frío
e institucionalizado que suele prodigarse el clero entre sí.
El
trato afectivo con la mujer, con lo femenino, le es indispensable
a todo varón para poder madurar adecuadamente y enriquecer su personalidad
con matices y sensibilidades que el hombre solo es incapaz de desarrollar.
Pero, en su lugar, los sacerdotes reciben una mezquina educación
manipuladora que les hace ver como sumamente peligroso y despreciable
el mundo de la mujer y a ella misma en tanto que ser humano (siempre
de naturaleza muy inferior al varón, para el clero), y acaban sumergidos
bajo un concepto sacralizado de la autoridad, y ahogados por una
fuerza institucional que obliga a aceptar que la negación de sí
mismo (de los sentimientos más humanos) es el sumum de la perfección.
Así
nace un mundo de varones que han aceptado el celibato sólo porque
es el precio que exige la Iglesia Católica para poder ser sacerdote
o religioso —y poder disfrutar así de sus privilegios para subsistir—,
que se han comprometido a ser castos en un momento de su vida en
que aún ignoraban casi todo —o tenían una visión maniquea y deformada,
que es mucho peor— sobre aquello que más teme el clero: la afectividad,
la sexualidad y la mujer. Lo que sucede es que, con el paso del
tiempo, la vida siempre se encarga de situar a cada sacerdote ante
estas tres necesidades. Y la práctica totalidad de ellos suspende
el examen de forma aparatosa.
Los
sacerdotes, acosados por sus estímulos y necesidades afectivo-sexuales,
se ven forzados a refugiarse en mecanismos psicológicos de tipo
defensivo, tales como el aislamiento emocional o la intelectualización,
o en otros más patógenos como la negación, la proyección y la represión,
que, en todos los casos, les llevarán a tener que padecer cotas
muy elevadas de sufrimiento y de deterioro de su salud mental. O
sucumben a esas necesidades y empiezan a vivir una doble vida que,
en todo caso, tampoco les servirá para realizarse mejor como personas
ni, en general, les evitará sufrir estados de culpabilidad y neurosis
más o menos profundos.
El
psicólogo norteamericano George Christian Anderson, creador de la
Academia de Religión y Salud Mental, sostiene, con gran acierto,
que "una religión sana, lejos de alimentar una neurosis, puede
favorecer nuestra salud mental; ayuda a estabilizar el comportamiento,
a favorecer la madurez psicológica, y a ser creativo e independiente."[iii]
Sin
embargo, lamentablemente, tal como iremos viendo a lo largo de este
libro, la estructura formativa dominante dentro de la Iglesia Católica,
especialmente en cuanto a la preparación de sacerdotes y religiosos/as
se refiere, está aún muy lejos de poderse considerar "una religión
sana", razón por la cual tanto los clérigos como los creyentes
se ven obligados a pagar un alto precio en sus vidas.
Náufragos
entre el cielo y la tierra, espoleados por leyes eclesiales muy
discutibles pero anclados por su indiscutible humanidad biológica,
miles de sacerdotes y religiosos viven sus existencias con dolor
y frustración; un sinsentido que, lejos de elevar por el camino
de la espiritualidad, acaba enbruteciendo todo aquello que pudo
ser bello, liberador y creativo.
La
ley del celibato obligatorio de la Iglesia Católica, tal como veremos
en las páginas que seguirán, es un absurdo, carece de fundamento
evangélico, daña a todo el mundo, responde a la visión maniquea
del ser humano que aún sostiene la Iglesia, y sólo se mantiene en
razón de ser uno de los instrumentos de poder y control más eficaces
que tiene la jerarquía para domeñar al clero.
En
buena lógica, cuando una religión llega a convertir en incompatibles
la expresión de lo humano y el servicio a lo divino, parece justo
volver la cara hacia sus jerarcas y demandarles responsabilidades.
Dado
que todo es —y debe ser— cuestionable y mejorable, este autor agradecerá
todas las opiniones, datos, correcciones, ampliaciones o testimonios
que puedan servir para mejorar futuras ediciones de este libro.
La
correspondencia puede enviarse a la dirección postal del autor:
Pepe
Rodríguez
Apartado
de correos 23.251
08080
Barcelona
(España)
[i]En
el sentido de "el vínculo de piedad que nos une a Dios"
que definió ya Lactancio en su Divinae
institutiones, IV, 28.
[ii]Cfr. Jiménez, A. (1993). Aportes
de la psicología a la vida religiosa. Santafé de Bogotá (Colombia): San Pablo, p. 82
[iii]Cfr. Anderson, G.C. (1970). Your
Religion: Neurotic or Healthy?. Nueva York: Doubleday &
Co., p. 26.
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