Introducción:
Apuntes, recuerdos y reflexiones
(Fuente:
© Rodríguez,
P. (2002). Morir es nada.
Barcelona: © Ediciones
B., Introducción, pp. 7-25)
Yo moriré. Y tú, que ahora estás leyendo estas
líneas, también.
Nadie escapa a la muerte, ni aunque pase su existencia evitando
pensar en ella. La muerte es el único destino cierto que
nos aguarda al nacer, todo lo demás, todo lo que somos capaces
de hacer, obtener, disfrutar o sufrir es mera anécdota que
rellena el espacio y tiempo que transcurre entre el alfa y omega
de eso que llamamos "una vida". Cuando se nace, ya se
tiene edad suficiente para morir. Nada es tan democrático
como la muerte.
Mentiría si dijese que la muerte no me preocupa -las páginas
de este libro no son sino el reflejo de mi disposición e
interés para reflexionar sobre ella-, pero también
es cierto que, aunque no me guste en absoluto la perspectiva que
abre delante de mí, la tengo tan asumida que no me inquieta.
Somos colegas, habita y prospera dentro de mis genes y células
desde que comencé a respirar y ambos hemos vivido exactamente
lo mismo, aunque no con la misma intención: mientras el "yo"
que aspira a vivir construía presente y futuro, el "yo"
que aspira a morir se ha limitado a cobrar el peaje biológico
que debemos pagar para poder transitar por este conglomerado de
experiencias irrepetibles que conforman la aventura de vivir.
Al igual que le sucede a muchos adolescentes, yo creía a
esa edad que iba a morir muy joven, una sensación que todavía
recuerdo hoy, aunque muy difusa, pero que entonces, a pesar de que
aparentemente no me angustiaba, sí forzó que comenzase
a vivir a un ritmo demasiado rápido para una edad tan temprana.
Nada grave, al menos en mi caso, salvo cometer algunas tonterías
antes de hora.
Tal como le sucede a la mayoría de la gente del primer mundo,
también a mí se me presentó el riesgo en momentos
de ocio -algo que debería hacernos meditar sobre lo absurdos
que somos los humanos al ponernos en peligro por mero placer-, estando
a punto de dejarme la piel varias veces -al quedar atrapado entre
unas rocas submarinas mientras pescaba buceando en apnea; al desprenderse
parte de la cornisa de un acantilado y quedar colgado en una frágil
pared rocosa; o en el decurso de algunos juegos con riesgo que eran
normales en los días de mi adolescencia-; sin duda tuve mucha
suerte en muchas ocasiones. La muerte esperada no parecía
tener prisa por presentarse.
En noviembre de 1973, con 20 años escasos, tuve la inmensa
fortuna de sobrevivir a un accidente de tráfico que debió
haber sido mortal. No sufrí ni un arañazo, pero viví
una experiencia tan impactante que alteró radicalmente mi
percepción del vivir y del morir. El incidente fue un caso
de lo que hoy se conoce como "Experiencia Cercana a la Muerte"
(ECM), con sus episodios de revisión del proceso vital, sensación
de placer infinito, visión del túnel, llegada hasta
el mismísimo confín de la muerte, etc.
Hoy casi todo el mundo ha leído o escuchado historias de
ECM, pero en esos días eran un hecho desconocido para la
inmensa mayoría de la humanidad, puesto que quienes habían
pasado por alguna la ocultaban o reservaban el secreto para sus
parientes más cercanos. Los médicos a los que algún
paciente había relatado una historia de ECM la ignoraban
y despreciaban absolutamente achacándola a la imaginación
del sujeto. Este tipo de casos sólo comenzaron a ser conocidos
y debatidos años después, en parte debido al interés
popular y suspicacias científicas levantados por el best-seller
que Raymond Moody publicó en Estados Unidos, en 1975, bajo
el título de Life after life (Vida después de la vida)
(1).
A finales de la década de los años setenta me enteré
de que muchas otras personas, en distintos países y diferentes
circunstancias, habían pasado por experiencias parecidas
a la mía. No me sorprendió lo más mínimo
tal abundancia de casos, pero sí me dejó perplejo
la importancia que se les concedía y la explicación,
más religiosa que científica, que se les adjudicaba.
La ECM que tuve el privilegio de disfrutar -y que se relata con
detalle y analiza en el capítulo 14- fue muy importante en
mi vida, sin duda, pero al día siguiente del accidente, mientras
hacía mi vida normal, lo único que me parecía
extraordinario era que mi cuerpo hubiese superado sin el menor daño
una serie de impactos -mi automóvil derrapó yendo
a 140 kilómetros por hora y se precipitó por un terraplén-
que debieron ser mortales; la ECM, en cambio, la sentí como
algo lógico en esas circunstancias, como una percepción
tan personal y subjetiva que no podía tener valor ninguno
salvo para mí mismo, por eso me limité a comentar
vagamente lo sucedido con un par de amigos, fijé las sensaciones
vividas escribiendo una especie de síntesis poética
y, a pesar de mi gran curiosidad innata, ni se me ocurrió
intentar saber más sobre ella. ¿Le buscamos explicaciones
al amor? ¿Indagamos sobre el mecanismo de la amistad? Seguramente
no, ya que nos limitamos a vivir esos sentimientos, a disfrutarlos
en los momentos en que emergen y nos inundan para, después,
aprender de ellos y madurar con y desde ellos. Algo parecido representó
la ECM para mí, por eso no comprendía tanto alboroto
en torno a algo tan íntimo y lógico.
A pesar de no tener entonces, 1973, ninguna formación en
bioquímica cerebral (2),
pocos segundos después del accidente, tan pronto como recuperé
la orientación y lucidez, tuve la certeza de que esa tremenda
experiencia, aunque pareció expandirse hacia el mundo de
la realidad física, sólo había ocurrido dentro
de mi cerebro y gracias a alguna de las moléculas que éste
era capaz de producir (3),
así que esa experiencia, fascinante y demoledora, no me aportó
ninguna certeza acerca del más allá, sino que, antes
al contrario, me fortaleció la seguridad en el más
acá. Sin embargo, produjo en mí un efecto inesperado:
desde ese instante, consciente de que comenzaba a vivir de prestado,
dejé de pensar en la muerte, desapareció mi convicción
de que moriría joven, la muerte dejó de significar
un presumible hecho doloroso, y mi actitud ante la vida se relajó
totalmente, facilitando el poder tomar distancia y relativizar todo
cuanto me afectase.
¿Qué fue lo que sucedió? Desde mi punto de
vista, tanto por experiencia personal directa como por los conocimientos
científicos que hoy tenemos, considero -al igual que todos
los investigadores científicos de este fenómeno- que
hay suficientes mecanismos de orden biológico que permiten
explicar, sin misterio ninguno, lo que cientos de miles de personas
se empeñan en interpretar como una prueba indiscutible de
la existencia del "espíritu" y de la supervivencia
postmórtem; pero no adelantemos aquí acontecimientos
y reservemos el análisis de este tipo de experiencia y de
sus causas para el capítulo 14.
Algo más tarde, mi vida profesional me ha llevado a asumir
muchos riesgos personales y a tener que enfrentarme en no pocas
ocasiones a la intención de muerte agazapada bajo diversas
caras e intereses, pero he seguido teniendo suerte, al menos hasta
hoy. Irónicamente, varios amigos y amigas que llevaron siempre
existencias tranquilas han fallecido tempranamente en situaciones
totalmente ajenas a su realidad cotidiana, pero así es la
lógica de la vida y la de la muerte. Son muchos los factores
que inciden en nuestro camino de vida -que, por eso mismo, también
lo es de muerte-, unas veces nos son favorables y otras no, pero
ninguno podemos eludir por demasiado tiempo el momento de la extinción.
"El fracaso definitivo es morirse antes de tiempo", sentenció
el cantante Carlos Cano tras superar su primer aneurisma de aorta
-lamentablemente no remontó el segundo y falleció
a los 53 años, en la plenitud de su carrera y vida-, pero,
tal como concordamos cuando un día le recordé su frase,
el fracaso peor y más lamentable es morirse sin haber sabido
vivir. No es tan importante cuán pronto o tarde se extinga
una vida sino lo mucho o poco que su impronta ha empapado a los
demás y viceversa.
Fracasar definitivamente ante la muerte, si es que queremos seguir
usando este concepto engañoso -no se puede hablar de fracaso
ante algo inevitable-, sería pasar la vida acumulando aspectos
materiales sin disfrutar plenamente de experiencias emocionales,
o esperar a un hipotético más allá para procurarse
un mínimo de esa subjetividad que llamamos felicidad. El
proceso de morir, en cada persona, se alimenta de la percepción
que ésta tenga de su propia vida previa, por eso, cuanto
peor sea el balance personal de la vida -en el ámbito emocional-,
peor será el tránsito hacia la muerte, y viceversa.
Morir no puede ser jamás ningún fracaso, puesto que
es una necesidad para uno mismo y para los demás. La longevidad
excesiva, lejos de ser un don acabaría resultando una carga,
un castigo durísimo de soportar; y nuestro declive y extinción
le es imprescindible a los demás para dotarse del espacio
necesario para poder madurar y crecer como personas independientes
y, también, para poder llegar a ser miembros de hecho y de
derecho dentro de una organización social tan compleja como
es la humana, en cualquiera de sus posibles versiones.
Sin embargo, dado que no solemos ver las cosas de este modo, el
hecho de la muerte inquieta hasta lo indecible y mueve a la mayoría
de nuestros conciudadanos a intentar ocultarse su existencia, a
ignorarla o negarla impulsados por un vano intento de exorcizar
su amenazadora presencia, a camuflarla bajo metáforas que
no logran calmar el miedo por su llegada ni colmar el vacío
que deja tras su paso.
Recuerdo que hace tan sólo treinta años, en mi pueblo,
en casa de mis padres, cada mes llamaban al timbre y un agente de
seguros de la compañía El Ocaso anunciaba a voz en
grito: "¡los muertos!". La escena se repetía
en todas las casas y en todos los pueblos; ese hombre venía
a cobrar el recibo por la mensualidad del nicho reservado en el
cementerio local y nadie se extrañaba lo más mínimo
de su peculiar tarjeta de presentación -que no aludía
al nombre de la compañía aseguradora sino a su función
de cobrador del "recibo de los muertos"-; hoy esta escena
es imposible. De hecho, ya muy poca gente paga durante su vida una
cuota para cubrir los gastos de su entierro. Por esos días,
cuando una visita, familiar o no, llegaba a una casa, se le solía
ofrecer la habitación de invitados apuntando con orgullo:
"en esta cama murió la abuela..." o cualquier otro
familiar. Eso se tomaba entonces como un cumplido, pero ahora sería
una invitación a huir despavoridos del lugar para ir a buscar
alojamiento en cualquier otra parte, ¿qué diablos
nos ha ocurrido en tan poco tiempo?
Si revisamos la historia de un medio de expresión tan reciente
como es el cine, podremos ver la curiosa evolución -más
bien lamentable degradación- que ha sufrido la concepción
de la muerte a lo largo de los últimos años. Hasta
la década de los años sesenta, la muerte estaba integrada
en el argumento central de una película y era vivida como
sustancial y significativa por los personajes que se veían
afectados por ella y que maduraban y se transformaban desde ella;
el hecho de la muerte tenía un sentido claro y pleno. En
esos días tampoco existía este concepto en las películas
de dibujos animados, donde ningún personaje moría
a pesar de la violencia explícita que siempre caracterizó
a la factoría Disney.
A partir de esos años, la muerte se convirtió en un
mero recurso cinematográfico, en una excusa irrelevante por
sí misma, en poco más que una necesidad para lucirse
con los primeros efectos especiales -recuérdese, por ejemplo,
las muertes a cámara lenta en los westerns de Sam Peckinpah-;
en las películas comenzaron a aparecer muchas muertes, la
mayoría gratuitas y descontextualizadas, como un mero telón
de fondo de la historia narrada, y sólo alguno de los muertos,
si acaso, reclamaba de los demás venganza pero jamás
reflexión. El paso de los años empeoró este
abordaje, convirtiendo a la muerte en mera consecuencia de un acto
"violento" o de "justicia", la muerte natural,
en el cine, salvo excepciones, pasó a ser el asesinato. Obviamente,
el mismo proceso afectó a la televisión, al resto
de medios de los comunicación y a los propios dibujos animados
destinados al público infantil.
El hecho de la muerte se transformó en algo banal, absolutamente
vacío de significado psicosocial, en un suceso que no se
debe sino a una situación de violencia inusitada, que es
algo ajeno a uno mismo, una "desgracia", algo "no
merecido". Exactamente igual que estaba sucediendo en la sociedad
urbana. La degradación de la conceptualización de
la muerte en los medios de comunicación se derivó
del cambio social al respecto espoleado por la sociedad de consumo,
siendo consecuencia y catalizador fundamental, aunque no su causa.
La memez, ñoñería y superficialidad característicos
de finales del siglo XX y principios del XXI, ha proseguido con
el mismo esquema, aunque añadiéndole toques de la
moda new age en argumentos donde el muerto se convierte en un ángel
y protagoniza un nuevo modelo de héroe absurdo. La norma
viene a ser más o menos ésta: una persona, siempre
joven -no sea cuestión que nos demos cuenta de la relación
que tiene el envejecer con la muerte-, fallece instantáneamente
a causa de un accidente -no hay enfermedad, ni dolor, ni angustia,
ni...- y se traslada hasta el cielo, donde, tras alguna situación
jocosa, se le hace regresar a la tierra en forma de ángel
para perfeccionar quién sabe qué y, claro está,
para pasárselo muy bien. También desde esta perspectiva
se convierte la muerte en un episodio banal y se oculta absolutamente
su relevancia psicosocial.
Para completar este escueto apunte sobre tamaña majadería,
compartida por todos, baste recordar que el patético modelo
que ofrecen los medios de comunicación respecto de la muerte
-y de cualquier otro asunto- es el que predomina durante el proceso
de formación de nuestros hijos. Las consecuencias de ello
no se limitan a favorecer la adquisición de un sentido profundamente
deformado y pobre del hecho de morir -algo suficientemente grave
ya de por sí-, sino que conducen a una actitud de indiferencia
y frialdad ante la vida que incrementa la incomunicación,
el fracaso, la violencia -el vandalismo juvenil y las agresiones
y asesinatos son problemas en aumento en nuestras sociedades-, las
conductas adictivas, la apatía e indiferencia social, insolidaridad,
etc. Que cada cual medite sobre su entorno y se aplique las conclusiones.
Actualmente, en las sociedades industrializadas, sometidas al patrón
urbano y consumista, prima el absurdo comportamiento de rechazar
de forma radical justo lo único que es absolutamente consustancial
con la vida, eso es los hechos, no siempre consecuentes, de envejecer
y de morir. Instalados en la frágil atalaya que nos ha permitido
construir la prepotencia de creernos la especie elegida y superior
-gracias a la vieja teología antinaturalista propia de las
religiones monoteístas-, y la tendencia a percibirnos cercanos
a la omnipotencia -gracias a la nueva idealización de un
desarrollo científico sin fin-, conceptualizamos la muerte
como algo disonante, como una incoherencia o un absurdo, como un
error inadmisible y fuera de lugar que debería remediarse
cuanto antes de una vez por todas.
De ahí que a menudo califiquemos la muerte de nuestros allegados
como "injusta", "mala suerte", "desgracia",
"increíble", "injustificable"..., pero
aunque podamos percibir una muerte bajo cualquiera de esas etiquetas,
la extinción no tiene nada que ver con ellas. Vida y muerte
son dos caras inseparables de la misma moneda. Todos cultivamos
con vehemencia el mito del "todavía no era su hora"
-que también nos aplicamos a nosotros mismos, claro-, pero
no puede haber un mejor o peor momento para morir; se muere y punto,
con independencia de que uno mismo o los demás estén
o no preparados para asumir las consecuencias de cada pérdida.
En la sociedad moderna actual se ha debilitado en gran medida la
capacidad individual para saber afrontar el hecho de la muerte,
que se niega con obstinación -rebajándonos con ello
a una conducta tremendamente inmadura- y, cuando aflora, suele sumir
en el desconcierto y la ansiedad a quienes toca de cerca. La revolución
industrial, eso es los drásticos cambios que impuso en la
organización social (4)
y su ruptura con lo natural (5),
anuló progresivamente el universo de relaciones simbólicas
y rituales que habíamos construido durante siglos a fin de
poder encararnos con la muerte y, en consecuencia, nos ha dejado
con escasos recursos emocionales para afrontar el proceso natural
de la extinción. Hoy, una persona muerta es un estorbo que
el propio sistema social impele a hacer desaparecer lo antes posible;
su proceso final suele transcurrir en un hospital y un tanatorio,
en medio de una tediosa y fría asepsia, pulcritud y burocracia;
el fallecido viene a ser una especie de fracaso
(6) y su muerte no es un hecho a
socializar, a compartir, a trascender, sino un mero trámite
legal -para seguir adelante con la vida obviando la muerte- realizado
casi siempre con demasiada frialdad emocional, salvo en lo que afecta
a los deudos más directos, claro está.
Conforme hemos ido degradando -desde la perspectiva de las necesidades
emocionales humanas- la manera de vivir, en igual medida ha ido
empeorando la forma de enfrentarse al hecho de morir. Y viceversa,
dado que la actitud ante la vida y la muerte se influyen una a la
otra dentro de un círculo de interacciones sin fin. Pretender
seguir con la vida obviando el hecho de la muerte, manteniendo la
ficción del "no pasa nada", obliga a integrarse
en la farsa social de una cultura de consumo que solamente potencia
el ver, admirar y desear aquello que es joven, saludable y exitoso
en cualquiera de sus facetas posibles... por lo que quienes no tienen
alguno o todos estos atributos acaban condenados a pagar un elevado
precio en forma de marginación más o menos directa;
envejecer o recibir el anuncio de una enfermedad terminal conlleva
comenzar a caminar hacia una marginación social más
o menos sutil, hacia un dejar de ser y de estar y, a menudo, también,
hacia un dejar de significar.
Con frecuencia oigo hablar de la dictadura de la muerte, pero la
única dictadura evidente, hasta la fecha, es la que nos impone
la vida o, mejor dicho, la que se deriva de la forma que tiene cada
cual de vivirla. De hecho, la tiranía bajo la que mantenemos
nuestras propias vidas suele cerrar los puentes y puertas que posibilitarían
poder vivir -compartir- la vida y la muerte de quienes nos importan
tal como deberíamos, tal como, tras su desaparición,
pensamos que debimos hacer y no hicimos.
Durante el año y pico que he pasado redactando este libro,
seis amigos que fueron importantes en mi vida fallecieron. Su muerte
fue un suceso inesperado -accidente de tráfico, atentado
terrorista de ETA y fallo orgánico fulminante- y de cuatro
de los decesos me enteré a través de la prensa. Al
despertarme y conectar la radio, sin más, una voz cualquiera
anunciaba su muerte, era una noticia más dentro de la sección
de política o de sociedad. De repente desaparecieron de mi
horizonte. No tuve oportunidad de acompañarles en su extinción,
no pudimos despedirnos, no tuvimos ocasión de decirnos aquello
que seguro teníamos pendiente para el próximo encuentro.
No podrá haber ya un próximo encuentro.
Me afectó muy especialmente la muerte del querido Josep Mª
Bardagí, músico con un talento tan grande como enorme
era su corazón de amigo para quienes tuvimos el privilegio
de intimar con él (7).
Habíamos pasado tres años sin vernos -manteniendo
unas pocas conversaciones telefónicas- y nos encontramos
en la sección de música de la librería Fnac,
ambos llevábamos mucha prisa, pero tras un abrazo largo y
hermoso nos regalamos algo más de media hora en la cafetería
del lugar. A cada tanto mirábamos el reloj de reojo y con
disgusto, queríamos seguir charlando pero teníamos
compromisos que cumplir. Quedamos para un almuerzo con eterna sobremesa
en la semana siguiente... pero él no podía. Lo aplazamos
para la otra semana... pero yo estaba de viaje. Acordamos día
para otra semana después... pero dos días antes del
encuentro, un edema pulmonar acabó con su vida. Ya no podremos
tener esa sobremesa eterna que, con él, siempre se quedaba
corta. Lo único eterno será su ausencia. Teníamos
que ponernos al día de lo que habíamos hecho y sentido
en los últimos tres años, pero estábamos tan
ocupados ambos que aplazamos lo fundamental, disfrutar de la amistad,
para volcarnos en lo accesorio, cumplir con la actividad profesional.
Un error que, en este caso, ya no puede corregirse.
Las pérdidas de amigos habidas mientras escribía este
libro, pero también el haberme replanteado el papel que,
en el pasado, adopté durante la enfermedad, fallecimiento,
funerales y duelo de personas más o menos próximas,
fueron la causa de un cambio bastante radical en el contenido final
de esta obra, que en un principio dedicaba un espacio muy secundario
a lo que era, y sigue siendo, la parte II -"Enfrentando el
destino: cómo asumir la muerte en nuestra vida"-, mientras
que ahora supone un aspecto central y básico de la reflexión
que plantea el texto acabado.
Al tener que trabajar a fondo en las cuestiones que obliga a plantearse
este libro, me di cuenta de que si bien tenía una idea muy
clara y sólida de lo que, para mí, es el hecho de
morir -que se plasma, básicamente, en la primera parte del
texto y que, por supuesto, es discutible-, también comprobé
que tenía demasiados vacíos a la hora de responder
a las necesidades psicosociales que derivan del proceso de morir.
Pregunté a muchos amigos y conocidos y todos estaban en mi
misma situación o peor. Tenemos y mantenemos una tremenda
ignorancia acerca de cuanto es necesario para afrontar la muerte
de los demás y la propia; desconocemos las pautas que deberíamos
adoptar para hacernos presentes y útiles durante la enfermedad,
el sufrimiento, la agonía y la muerte de las personas que
nos son próximas, y las que pueden y deben adoptarse para
ayudar a quienes están en duelo.
Basta imaginar a cualquier persona de nuestro entorno afectada por
un diagnóstico de enfermedad terminal para que las ideas
dejen de fluir, para que nos quedemos paralizados, vacíos...
hasta que, para huir de esa confrontación con el sufrimiento,
pasamos a pensar en otras cosas y borramos de la mente tal probabilidad.
Pero lo grave es que nos comportamos exactamente igual cuando lo
temido se hace realidad. ¿Somos capaces de mirar a los ojos
del amigo o amiga que está muriendo y comportarnos como el
amigo o amiga que se espera que sigamos siendo?, ¿o preferimos
espaciar los contactos con esa persona para obviar una realidad
que duele? En general, solemos poner distancia con quienes están
muriendo, justo cuando más nos necesitan, por una razón:
porque no sabemos qué hacer, qué decir, ni cómo
estar.
Escribir este libro me ha permitido ser plenamente consciente de
lo mucho que nos falta por saber -y por hacer- para poder afrontar
de la mejor manera posible el hecho real e inevitable de la muerte,
de la propia y de la de los demás. Habiendo superado ya la
mitad de mi posibilidad de vida, reflexionar sobre el hecho de morir
ha sido un privilegio que, sin duda alguna, ha modificado y seguirá
modificando aspectos que son importantes para poder mejorar lo que
me quede de existencia. Confío en que algo parecido le ocurra
a la mayoría de los lectores, sea cual fuere su edad.
A lo largo del libro se aborda buena parte de lo fundamental que,
sobre el proceso de morir, puede aportarse, hasta ahora, desde los
enfoques biológico, etológico, psicológico,
sociológico, médico y tanatológico. No se incluye
en este texto el enfoque desde lo religioso, que considero muy importante,
porque será abordado de forma más amplia y específica
en otro libro posterior, pero, fundamentalmente, porque la visión
y reflexión que se presenta aquí sigue vías
muy ajenas al universo de las creencias, proponiendo una base para
comprender y actuar que tanto puede complementar y mejorar un creyente
de cualquier religión con su fe, como un ateo desde su postura
contraria. Ante el hecho de la extinción no cabe descartar
nada que pueda ayudar a alguien a asumirla mejor pero, en principio,
para este autor, es obvio lo que resulta obvio y, tal como afirmó
Keith Campbell, "la interacción de espíritu y
cerebro no está positivamente excluida por el conocimiento
contemporáneo. Sin embargo, para la mayoría de los
que investigan la función cerebral, la hipótesis corriente
es que no ocurre tal cosa" (8).
Jamás me he topado con nada parecido al "alma"
en todo lo que he estudiado de psicología o biopsicología;
tampoco he sentido nada en mí, ni percibido en otros, que
precisase de un alma para expresarse, basta y sobra con los maravillosos
mecanismos cerebrales que tenemos, capaces de dar soporte físico
y percepción de realidad a todas nuestras emociones, desde
la más maravillosa hasta la más trágica, mediante
la acción de diversos neurotransmisores y sistemas cerebrales
específicos. Esos circuitos cerebrales que me han permitido
ser como soy -y como es cada uno-, que atesoran y gestionan eso
que llamamos "conciencia", "personalidad", "yo"...
desaparecerán al mismo ritmo que muera la masa neuronal.
¿Surgirá en ese momento una entidad denominada "alma"
que, cual caballero medieval, salve de la extinción aquello
que fui? ¿Se comportará como una especie de informático
previsor y, antes del formateo definitivo, hará un backup
de mi banco de memoria o "disco duro", dejándolo
listo para mejor ocasión? Lo que sé, lo que siento
y lo que intuyo me impiden creer en eso que llamamos "alma",
pero cada quien es bien libre de creer en aquello que guste o precise.
Yo no necesito un "alma" y una promesa de "vida futura"
para obligarme a ser mejor y actuar con corrección; ya me
obligo a sacar de mí lo mejor posible sin más interés
que el de sentirme bien conmigo mismo, algo totalmente subjetivo,
cierto, pero que no lo es ni más ni menos que la propia construcción
cultural del sistema "moral" -gestionado por cualquiera
de los mil guardianes del paraíso que han surgido en los
últimos ocho mil años- que predomine en cada sociedad.
Sin embargo, la mayoría de la humanidad cree en la supervivencia
postmórtem, aunque mucho me temo que no es una postura mejor
ni peor que la de negar tal posibilidad. La muerte no distingue
entre creyentes y no creyentes; sólo las características
con que cada cual ha integrado la muerte en su modelo de ciclo vital
-adoptando la esperanza en algún tipo de vida más
allá, o aceptando el fin aquí y ahora- nos distingue
a unos de otros. Hay una sola manera de extinguirse, pero pueden
ser tan variadas como las propias personas las formas posibles de
percibir el acto y el hecho de morir; no las hay mejores o peores,
sólo cabe diferenciar, tal vez, entre las que disminuyen
o eliminan la angustia ante la extinción y las que no.
Mi vida -como la de otros muchos, pero al contrario de lo sucedido
con las de otros muchos más- me ha llevado a pensar que no
hay ningún principio en el fin, y no me encanta la idea,
claro. He invertido mucho esfuerzo en mi propia vida y he invertido
tanto o más esfuerzos, afectos y emociones en la vida de
otros. No me gusta perder todo aquello por lo que he vivido y luchado,
me disgusta imaginar que en un momento concreto dejaré de
sentir y dejarán de sentirme, pero ¿puedo hacer algo
para evitarlo? Sin duda no. Aunque, en cualquier caso, sí
puedo cambiar mi percepción en relación a ese momento
y vivir de acuerdo a la lógica biológica a la que
estamos atados todos los seres vivos pluricelulares.
Vivir y percibir de otra manera, para poder afrontar el hecho de
la muerte con serenidad y dignidad en medio de una sociedad que
lo teme, distorsiona o niega, es hoy, más que nunca antes,
una necesidad acuciante. Pero para embarcarse en lo que psicólogos
y demás científicos sociales denominan como "pedagogía
de la muerte" debe comenzarse por estar dispuesto a hablar,
leer y reflexionar sobre la muerte con absoluta normalidad.
NOTAS:
(1)
Cfr. Moody, R. A. Jr. (1975). Life after live. Atlanta: Mockingbird
Books. Este libro que adquirí diez años después,
cuando se editó en España, jamás llegué
a leerlo ya que bastó una mera inspección rápida
para comprobar que el texto carecía de todo rigor, era un
mero folletín, algo inadmisible en un autor que se presenta
como científico. En 1997, el propio Moody tuvo la desfachatez
de declarar que el best-seller que le convirtió en famoso
y millonario era un texto "nulo y vacío", "manipulado"
por su editor, y solicitó que nadie "compre un solo
ejemplar del mismo". El doctor Moody, al parecer, tardó
veintidós años en aprender a ser honesto, pero no
ha devuelto a sus lectores ni un solo dólar de las astronómicas
ganancias que le proporcionaron los diez millones de ejemplares
vendidos del libro que ahora repudia. Más adelante, en el
capítulo 15, trataremos con detalle las circunstancias de
este fraude.
(2) De hecho, la
ciencia tampoco andaba sobrada de conocimientos al respecto por
esa época. Pensemos, por ejemplo, que entre 1927 y 1975 los
neurotransmisores descritos no llegaban a la decena y en ningún
caso eran péptidos; en los siguientes cinco años,
por el contrario, se descubrieron unos cuarenta neurotransmisores
péptidos y otros cinco años más tarde, a mediados
de la década de los ochenta, se añadieron unos cincuenta
más a la lista. Las fundamentales endorfinas, neurotransmisores
péptidos que actúan sobre los receptores de opiáceos
replicando sus efectos, no fueron aisladas hasta finales de 1975.
Y así un largo etcétera.
(3) Yo iba para
químico y, además, buena parte de mi generación
se caracterizó por una sabia y prudente experimentación
con sustancias psicoactivas, de modo que fue inevitable comparar
algunas de las percepciones vividas a consecuencia de la ECM con
las producidas por determinadas drogas.
(4) Caracterizada
por su sumisión absoluta a las necesidades del proceso productivo
y a las pautas consumistas que lo mantienen en marcha.
(5) La sociedad
industrial moderna, particularmente con el predominio de la cultura
urbana, ha conllevado un alejamiento radical del hecho natural,
pervertido y sustituido por el proceso industrial. Los alimentos
apenas se relacionan ya con la tierra y el ciclo de las estaciones,
son productos tan industrializados y maquillados que resulta francamente
difícil relacionarlos con el proceso biológico que
los originó. El efecto equivalente lo encontramos en todo
el resto de facetas humanas, sometidas a un elevadísimo grado
de tecnificación y artificialismo del que no escapa, sino
todo lo contrario, el ámbito de la salud en cualquiera de
sus estadios. La asepsia y la técnica nos domina desde que
nacemos hasta que morimos; lo humano es una especie de telón
de fondo, algo subsidiario de los avatares técnicos. Hoy,
por ejemplo, los tomates tardan mucho en pudrirse gracias a una
manipulación genética que sólo sirve a intereses
comerciales, pero no biológicos... y nos parece algo extraño
que un tomate se pudra, porque llevamos años sin ver tal
cosa. Algo parecido nos sucede con nosotros mismos ya que, al igual
que con el tomate, no estamos acostumbrados a vernos deteriorar
lentamente y la extinción nos parece antinatural. El mundo
artificial en el que vivimos inmersos nos dificulta aceptar que
el proceso natural de un ser vivo siempre acaba con su declive y
extinción.
(6) Desde un entorno
altamente medicalizado y tecnificado como el nuestro, a menudo se
tiende a presentar la muerte como un mero conjunto de patologías
que siguen un curso previsible hasta desembocar en una situación
en la que "la ciencia médica ya no puede hacer nada
más"... y el paciente se muere; pero la deformación,
o perversión, del concepto de la muerte, así como
la prepotencia que caracteriza a no pocos médicos, acaba
por presentar una imagen absurda: la ciencia médica todavía
tenía instrumentos para mantener la vida... pero el paciente
no fue capaz de resistir más. Parece que la muerte es consecuencia
de nuestra propia fragilidad o, peor aún, de nuestra incapacidad
para reaccionar tal como la ciencia médica necesita; parece
que quien se muere no ha colaborado lo suficiente con sus médicos
y, en suma, en él ha fracasado la medicina cuando, en realidad,
lo único que ha pasado es que la biología ha cumplido
con su deber. "Se nos ha ido", suelen decir los médicos
ante el fallecido, y el resto pensamos que tal vez dentro de unos
años esa muerte no se hubiera producido, la medicina adelanta
año tras año... nos hemos llegado a creer que nos
morimos por falta de una adecuada tecnología biomédica,
perdiendo de vista que nos extinguimos, simplemente, porque en la
naturaleza intrínseca de la vida anida la muerte.
(7) Mis lectores
latinoamericanos sin duda lo habrán conocido acompañando
con su mágico toque de guitarra a Joan Manuel Serrat en alguno
de sus conciertos en directo.
(8) Cfr. Cambell,
K. (1971). Body and Mind. London, pp. 54-55. Citado en Puente Ojea,
G. (2000). El mito del alma. Madrid: Siglo XXI, pp. 395.
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