Pepe Rodríguez

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Introducción: Apuntes, recuerdos y reflexiones

(Fuente: © Rodríguez, P. (2002). Morir es nada. Barcelona: © Ediciones B., Introducción, pp. 7-25)


Yo moriré. Y tú, que ahora estás leyendo estas líneas, también.

Nadie escapa a la muerte, ni aunque pase su existencia evitando pensar en ella. La muerte es el único destino cierto que nos aguarda al nacer, todo lo demás, todo lo que somos capaces de hacer, obtener, disfrutar o sufrir es mera anécdota que rellena el espacio y tiempo que transcurre entre el alfa y omega de eso que llamamos "una vida". Cuando se nace, ya se tiene edad suficiente para morir. Nada es tan democrático como la muerte.
Mentiría si dijese que la muerte no me preocupa -las páginas de este libro no son sino el reflejo de mi disposición e interés para reflexionar sobre ella-, pero también es cierto que, aunque no me guste en absoluto la perspectiva que abre delante de mí, la tengo tan asumida que no me inquieta. Somos colegas, habita y prospera dentro de mis genes y células desde que comencé a respirar y ambos hemos vivido exactamente lo mismo, aunque no con la misma intención: mientras el "yo" que aspira a vivir construía presente y futuro, el "yo" que aspira a morir se ha limitado a cobrar el peaje biológico que debemos pagar para poder transitar por este conglomerado de experiencias irrepetibles que conforman la aventura de vivir.
Al igual que le sucede a muchos adolescentes, yo creía a esa edad que iba a morir muy joven, una sensación que todavía recuerdo hoy, aunque muy difusa, pero que entonces, a pesar de que aparentemente no me angustiaba, sí forzó que comenzase a vivir a un ritmo demasiado rápido para una edad tan temprana. Nada grave, al menos en mi caso, salvo cometer algunas tonterías antes de hora.
Tal como le sucede a la mayoría de la gente del primer mundo, también a mí se me presentó el riesgo en momentos de ocio -algo que debería hacernos meditar sobre lo absurdos que somos los humanos al ponernos en peligro por mero placer-, estando a punto de dejarme la piel varias veces -al quedar atrapado entre unas rocas submarinas mientras pescaba buceando en apnea; al desprenderse parte de la cornisa de un acantilado y quedar colgado en una frágil pared rocosa; o en el decurso de algunos juegos con riesgo que eran normales en los días de mi adolescencia-; sin duda tuve mucha suerte en muchas ocasiones. La muerte esperada no parecía tener prisa por presentarse.
En noviembre de 1973, con 20 años escasos, tuve la inmensa fortuna de sobrevivir a un accidente de tráfico que debió haber sido mortal. No sufrí ni un arañazo, pero viví una experiencia tan impactante que alteró radicalmente mi percepción del vivir y del morir. El incidente fue un caso de lo que hoy se conoce como "Experiencia Cercana a la Muerte" (ECM), con sus episodios de revisión del proceso vital, sensación de placer infinito, visión del túnel, llegada hasta el mismísimo confín de la muerte, etc.
Hoy casi todo el mundo ha leído o escuchado historias de ECM, pero en esos días eran un hecho desconocido para la inmensa mayoría de la humanidad, puesto que quienes habían pasado por alguna la ocultaban o reservaban el secreto para sus parientes más cercanos. Los médicos a los que algún paciente había relatado una historia de ECM la ignoraban y despreciaban absolutamente achacándola a la imaginación del sujeto. Este tipo de casos sólo comenzaron a ser conocidos y debatidos años después, en parte debido al interés popular y suspicacias científicas levantados por el best-seller que Raymond Moody publicó en Estados Unidos, en 1975, bajo el título de Life after life (Vida después de la vida) (1).
A finales de la década de los años setenta me enteré de que muchas otras personas, en distintos países y diferentes circunstancias, habían pasado por experiencias parecidas a la mía. No me sorprendió lo más mínimo tal abundancia de casos, pero sí me dejó perplejo la importancia que se les concedía y la explicación, más religiosa que científica, que se les adjudicaba.
La ECM que tuve el privilegio de disfrutar -y que se relata con detalle y analiza en el capítulo 14- fue muy importante en mi vida, sin duda, pero al día siguiente del accidente, mientras hacía mi vida normal, lo único que me parecía extraordinario era que mi cuerpo hubiese superado sin el menor daño una serie de impactos -mi automóvil derrapó yendo a 140 kilómetros por hora y se precipitó por un terraplén- que debieron ser mortales; la ECM, en cambio, la sentí como algo lógico en esas circunstancias, como una percepción tan personal y subjetiva que no podía tener valor ninguno salvo para mí mismo, por eso me limité a comentar vagamente lo sucedido con un par de amigos, fijé las sensaciones vividas escribiendo una especie de síntesis poética y, a pesar de mi gran curiosidad innata, ni se me ocurrió intentar saber más sobre ella. ¿Le buscamos explicaciones al amor? ¿Indagamos sobre el mecanismo de la amistad? Seguramente no, ya que nos limitamos a vivir esos sentimientos, a disfrutarlos en los momentos en que emergen y nos inundan para, después, aprender de ellos y madurar con y desde ellos. Algo parecido representó la ECM para mí, por eso no comprendía tanto alboroto en torno a algo tan íntimo y lógico.
A pesar de no tener entonces, 1973, ninguna formación en bioquímica cerebral (2), pocos segundos después del accidente, tan pronto como recuperé la orientación y lucidez, tuve la certeza de que esa tremenda experiencia, aunque pareció expandirse hacia el mundo de la realidad física, sólo había ocurrido dentro de mi cerebro y gracias a alguna de las moléculas que éste era capaz de producir (3), así que esa experiencia, fascinante y demoledora, no me aportó ninguna certeza acerca del más allá, sino que, antes al contrario, me fortaleció la seguridad en el más acá. Sin embargo, produjo en mí un efecto inesperado: desde ese instante, consciente de que comenzaba a vivir de prestado, dejé de pensar en la muerte, desapareció mi convicción de que moriría joven, la muerte dejó de significar un presumible hecho doloroso, y mi actitud ante la vida se relajó totalmente, facilitando el poder tomar distancia y relativizar todo cuanto me afectase.
¿Qué fue lo que sucedió? Desde mi punto de vista, tanto por experiencia personal directa como por los conocimientos científicos que hoy tenemos, considero -al igual que todos los investigadores científicos de este fenómeno- que hay suficientes mecanismos de orden biológico que permiten explicar, sin misterio ninguno, lo que cientos de miles de personas se empeñan en interpretar como una prueba indiscutible de la existencia del "espíritu" y de la supervivencia postmórtem; pero no adelantemos aquí acontecimientos y reservemos el análisis de este tipo de experiencia y de sus causas para el capítulo 14.
Algo más tarde, mi vida profesional me ha llevado a asumir muchos riesgos personales y a tener que enfrentarme en no pocas ocasiones a la intención de muerte agazapada bajo diversas caras e intereses, pero he seguido teniendo suerte, al menos hasta hoy. Irónicamente, varios amigos y amigas que llevaron siempre existencias tranquilas han fallecido tempranamente en situaciones totalmente ajenas a su realidad cotidiana, pero así es la lógica de la vida y la de la muerte. Son muchos los factores que inciden en nuestro camino de vida -que, por eso mismo, también lo es de muerte-, unas veces nos son favorables y otras no, pero ninguno podemos eludir por demasiado tiempo el momento de la extinción.
"El fracaso definitivo es morirse antes de tiempo", sentenció el cantante Carlos Cano tras superar su primer aneurisma de aorta -lamentablemente no remontó el segundo y falleció a los 53 años, en la plenitud de su carrera y vida-, pero, tal como concordamos cuando un día le recordé su frase, el fracaso peor y más lamentable es morirse sin haber sabido vivir. No es tan importante cuán pronto o tarde se extinga una vida sino lo mucho o poco que su impronta ha empapado a los demás y viceversa.
Fracasar definitivamente ante la muerte, si es que queremos seguir usando este concepto engañoso -no se puede hablar de fracaso ante algo inevitable-, sería pasar la vida acumulando aspectos materiales sin disfrutar plenamente de experiencias emocionales, o esperar a un hipotético más allá para procurarse un mínimo de esa subjetividad que llamamos felicidad. El proceso de morir, en cada persona, se alimenta de la percepción que ésta tenga de su propia vida previa, por eso, cuanto peor sea el balance personal de la vida -en el ámbito emocional-, peor será el tránsito hacia la muerte, y viceversa. Morir no puede ser jamás ningún fracaso, puesto que es una necesidad para uno mismo y para los demás. La longevidad excesiva, lejos de ser un don acabaría resultando una carga, un castigo durísimo de soportar; y nuestro declive y extinción le es imprescindible a los demás para dotarse del espacio necesario para poder madurar y crecer como personas independientes y, también, para poder llegar a ser miembros de hecho y de derecho dentro de una organización social tan compleja como es la humana, en cualquiera de sus posibles versiones.
Sin embargo, dado que no solemos ver las cosas de este modo, el hecho de la muerte inquieta hasta lo indecible y mueve a la mayoría de nuestros conciudadanos a intentar ocultarse su existencia, a ignorarla o negarla impulsados por un vano intento de exorcizar su amenazadora presencia, a camuflarla bajo metáforas que no logran calmar el miedo por su llegada ni colmar el vacío que deja tras su paso.
Recuerdo que hace tan sólo treinta años, en mi pueblo, en casa de mis padres, cada mes llamaban al timbre y un agente de seguros de la compañía El Ocaso anunciaba a voz en grito: "¡los muertos!". La escena se repetía en todas las casas y en todos los pueblos; ese hombre venía a cobrar el recibo por la mensualidad del nicho reservado en el cementerio local y nadie se extrañaba lo más mínimo de su peculiar tarjeta de presentación -que no aludía al nombre de la compañía aseguradora sino a su función de cobrador del "recibo de los muertos"-; hoy esta escena es imposible. De hecho, ya muy poca gente paga durante su vida una cuota para cubrir los gastos de su entierro. Por esos días, cuando una visita, familiar o no, llegaba a una casa, se le solía ofrecer la habitación de invitados apuntando con orgullo: "en esta cama murió la abuela..." o cualquier otro familiar. Eso se tomaba entonces como un cumplido, pero ahora sería una invitación a huir despavoridos del lugar para ir a buscar alojamiento en cualquier otra parte, ¿qué diablos nos ha ocurrido en tan poco tiempo?
Si revisamos la historia de un medio de expresión tan reciente como es el cine, podremos ver la curiosa evolución -más bien lamentable degradación- que ha sufrido la concepción de la muerte a lo largo de los últimos años. Hasta la década de los años sesenta, la muerte estaba integrada en el argumento central de una película y era vivida como sustancial y significativa por los personajes que se veían afectados por ella y que maduraban y se transformaban desde ella; el hecho de la muerte tenía un sentido claro y pleno. En esos días tampoco existía este concepto en las películas de dibujos animados, donde ningún personaje moría a pesar de la violencia explícita que siempre caracterizó a la factoría Disney.
A partir de esos años, la muerte se convirtió en un mero recurso cinematográfico, en una excusa irrelevante por sí misma, en poco más que una necesidad para lucirse con los primeros efectos especiales -recuérdese, por ejemplo, las muertes a cámara lenta en los westerns de Sam Peckinpah-; en las películas comenzaron a aparecer muchas muertes, la mayoría gratuitas y descontextualizadas, como un mero telón de fondo de la historia narrada, y sólo alguno de los muertos, si acaso, reclamaba de los demás venganza pero jamás reflexión. El paso de los años empeoró este abordaje, convirtiendo a la muerte en mera consecuencia de un acto "violento" o de "justicia", la muerte natural, en el cine, salvo excepciones, pasó a ser el asesinato. Obviamente, el mismo proceso afectó a la televisión, al resto de medios de los comunicación y a los propios dibujos animados destinados al público infantil.
El hecho de la muerte se transformó en algo banal, absolutamente vacío de significado psicosocial, en un suceso que no se debe sino a una situación de violencia inusitada, que es algo ajeno a uno mismo, una "desgracia", algo "no merecido". Exactamente igual que estaba sucediendo en la sociedad urbana. La degradación de la conceptualización de la muerte en los medios de comunicación se derivó del cambio social al respecto espoleado por la sociedad de consumo, siendo consecuencia y catalizador fundamental, aunque no su causa.
La memez, ñoñería y superficialidad característicos de finales del siglo XX y principios del XXI, ha proseguido con el mismo esquema, aunque añadiéndole toques de la moda new age en argumentos donde el muerto se convierte en un ángel y protagoniza un nuevo modelo de héroe absurdo. La norma viene a ser más o menos ésta: una persona, siempre joven -no sea cuestión que nos demos cuenta de la relación que tiene el envejecer con la muerte-, fallece instantáneamente a causa de un accidente -no hay enfermedad, ni dolor, ni angustia, ni...- y se traslada hasta el cielo, donde, tras alguna situación jocosa, se le hace regresar a la tierra en forma de ángel para perfeccionar quién sabe qué y, claro está, para pasárselo muy bien. También desde esta perspectiva se convierte la muerte en un episodio banal y se oculta absolutamente su relevancia psicosocial.
Para completar este escueto apunte sobre tamaña majadería, compartida por todos, baste recordar que el patético modelo que ofrecen los medios de comunicación respecto de la muerte -y de cualquier otro asunto- es el que predomina durante el proceso de formación de nuestros hijos. Las consecuencias de ello no se limitan a favorecer la adquisición de un sentido profundamente deformado y pobre del hecho de morir -algo suficientemente grave ya de por sí-, sino que conducen a una actitud de indiferencia y frialdad ante la vida que incrementa la incomunicación, el fracaso, la violencia -el vandalismo juvenil y las agresiones y asesinatos son problemas en aumento en nuestras sociedades-, las conductas adictivas, la apatía e indiferencia social, insolidaridad, etc. Que cada cual medite sobre su entorno y se aplique las conclusiones.
Actualmente, en las sociedades industrializadas, sometidas al patrón urbano y consumista, prima el absurdo comportamiento de rechazar de forma radical justo lo único que es absolutamente consustancial con la vida, eso es los hechos, no siempre consecuentes, de envejecer y de morir. Instalados en la frágil atalaya que nos ha permitido construir la prepotencia de creernos la especie elegida y superior -gracias a la vieja teología antinaturalista propia de las religiones monoteístas-, y la tendencia a percibirnos cercanos a la omnipotencia -gracias a la nueva idealización de un desarrollo científico sin fin-, conceptualizamos la muerte como algo disonante, como una incoherencia o un absurdo, como un error inadmisible y fuera de lugar que debería remediarse cuanto antes de una vez por todas.
De ahí que a menudo califiquemos la muerte de nuestros allegados como "injusta", "mala suerte", "desgracia", "increíble", "injustificable"..., pero aunque podamos percibir una muerte bajo cualquiera de esas etiquetas, la extinción no tiene nada que ver con ellas. Vida y muerte son dos caras inseparables de la misma moneda. Todos cultivamos con vehemencia el mito del "todavía no era su hora" -que también nos aplicamos a nosotros mismos, claro-, pero no puede haber un mejor o peor momento para morir; se muere y punto, con independencia de que uno mismo o los demás estén o no preparados para asumir las consecuencias de cada pérdida.
En la sociedad moderna actual se ha debilitado en gran medida la capacidad individual para saber afrontar el hecho de la muerte, que se niega con obstinación -rebajándonos con ello a una conducta tremendamente inmadura- y, cuando aflora, suele sumir en el desconcierto y la ansiedad a quienes toca de cerca. La revolución industrial, eso es los drásticos cambios que impuso en la organización social (4) y su ruptura con lo natural (5), anuló progresivamente el universo de relaciones simbólicas y rituales que habíamos construido durante siglos a fin de poder encararnos con la muerte y, en consecuencia, nos ha dejado con escasos recursos emocionales para afrontar el proceso natural de la extinción. Hoy, una persona muerta es un estorbo que el propio sistema social impele a hacer desaparecer lo antes posible; su proceso final suele transcurrir en un hospital y un tanatorio, en medio de una tediosa y fría asepsia, pulcritud y burocracia; el fallecido viene a ser una especie de fracaso (6) y su muerte no es un hecho a socializar, a compartir, a trascender, sino un mero trámite legal -para seguir adelante con la vida obviando la muerte- realizado casi siempre con demasiada frialdad emocional, salvo en lo que afecta a los deudos más directos, claro está.
Conforme hemos ido degradando -desde la perspectiva de las necesidades emocionales humanas- la manera de vivir, en igual medida ha ido empeorando la forma de enfrentarse al hecho de morir. Y viceversa, dado que la actitud ante la vida y la muerte se influyen una a la otra dentro de un círculo de interacciones sin fin. Pretender seguir con la vida obviando el hecho de la muerte, manteniendo la ficción del "no pasa nada", obliga a integrarse en la farsa social de una cultura de consumo que solamente potencia el ver, admirar y desear aquello que es joven, saludable y exitoso en cualquiera de sus facetas posibles... por lo que quienes no tienen alguno o todos estos atributos acaban condenados a pagar un elevado precio en forma de marginación más o menos directa; envejecer o recibir el anuncio de una enfermedad terminal conlleva comenzar a caminar hacia una marginación social más o menos sutil, hacia un dejar de ser y de estar y, a menudo, también, hacia un dejar de significar.
Con frecuencia oigo hablar de la dictadura de la muerte, pero la única dictadura evidente, hasta la fecha, es la que nos impone la vida o, mejor dicho, la que se deriva de la forma que tiene cada cual de vivirla. De hecho, la tiranía bajo la que mantenemos nuestras propias vidas suele cerrar los puentes y puertas que posibilitarían poder vivir -compartir- la vida y la muerte de quienes nos importan tal como deberíamos, tal como, tras su desaparición, pensamos que debimos hacer y no hicimos.
Durante el año y pico que he pasado redactando este libro, seis amigos que fueron importantes en mi vida fallecieron. Su muerte fue un suceso inesperado -accidente de tráfico, atentado terrorista de ETA y fallo orgánico fulminante- y de cuatro de los decesos me enteré a través de la prensa. Al despertarme y conectar la radio, sin más, una voz cualquiera anunciaba su muerte, era una noticia más dentro de la sección de política o de sociedad. De repente desaparecieron de mi horizonte. No tuve oportunidad de acompañarles en su extinción, no pudimos despedirnos, no tuvimos ocasión de decirnos aquello que seguro teníamos pendiente para el próximo encuentro. No podrá haber ya un próximo encuentro.
Me afectó muy especialmente la muerte del querido Josep Mª Bardagí, músico con un talento tan grande como enorme era su corazón de amigo para quienes tuvimos el privilegio de intimar con él (7). Habíamos pasado tres años sin vernos -manteniendo unas pocas conversaciones telefónicas- y nos encontramos en la sección de música de la librería Fnac, ambos llevábamos mucha prisa, pero tras un abrazo largo y hermoso nos regalamos algo más de media hora en la cafetería del lugar. A cada tanto mirábamos el reloj de reojo y con disgusto, queríamos seguir charlando pero teníamos compromisos que cumplir. Quedamos para un almuerzo con eterna sobremesa en la semana siguiente... pero él no podía. Lo aplazamos para la otra semana... pero yo estaba de viaje. Acordamos día para otra semana después... pero dos días antes del encuentro, un edema pulmonar acabó con su vida. Ya no podremos tener esa sobremesa eterna que, con él, siempre se quedaba corta. Lo único eterno será su ausencia. Teníamos que ponernos al día de lo que habíamos hecho y sentido en los últimos tres años, pero estábamos tan ocupados ambos que aplazamos lo fundamental, disfrutar de la amistad, para volcarnos en lo accesorio, cumplir con la actividad profesional. Un error que, en este caso, ya no puede corregirse.
Las pérdidas de amigos habidas mientras escribía este libro, pero también el haberme replanteado el papel que, en el pasado, adopté durante la enfermedad, fallecimiento, funerales y duelo de personas más o menos próximas, fueron la causa de un cambio bastante radical en el contenido final de esta obra, que en un principio dedicaba un espacio muy secundario a lo que era, y sigue siendo, la parte II -"Enfrentando el destino: cómo asumir la muerte en nuestra vida"-, mientras que ahora supone un aspecto central y básico de la reflexión que plantea el texto acabado.
Al tener que trabajar a fondo en las cuestiones que obliga a plantearse este libro, me di cuenta de que si bien tenía una idea muy clara y sólida de lo que, para mí, es el hecho de morir -que se plasma, básicamente, en la primera parte del texto y que, por supuesto, es discutible-, también comprobé que tenía demasiados vacíos a la hora de responder a las necesidades psicosociales que derivan del proceso de morir. Pregunté a muchos amigos y conocidos y todos estaban en mi misma situación o peor. Tenemos y mantenemos una tremenda ignorancia acerca de cuanto es necesario para afrontar la muerte de los demás y la propia; desconocemos las pautas que deberíamos adoptar para hacernos presentes y útiles durante la enfermedad, el sufrimiento, la agonía y la muerte de las personas que nos son próximas, y las que pueden y deben adoptarse para ayudar a quienes están en duelo.
Basta imaginar a cualquier persona de nuestro entorno afectada por un diagnóstico de enfermedad terminal para que las ideas dejen de fluir, para que nos quedemos paralizados, vacíos... hasta que, para huir de esa confrontación con el sufrimiento, pasamos a pensar en otras cosas y borramos de la mente tal probabilidad. Pero lo grave es que nos comportamos exactamente igual cuando lo temido se hace realidad. ¿Somos capaces de mirar a los ojos del amigo o amiga que está muriendo y comportarnos como el amigo o amiga que se espera que sigamos siendo?, ¿o preferimos espaciar los contactos con esa persona para obviar una realidad que duele? En general, solemos poner distancia con quienes están muriendo, justo cuando más nos necesitan, por una razón: porque no sabemos qué hacer, qué decir, ni cómo estar.
Escribir este libro me ha permitido ser plenamente consciente de lo mucho que nos falta por saber -y por hacer- para poder afrontar de la mejor manera posible el hecho real e inevitable de la muerte, de la propia y de la de los demás. Habiendo superado ya la mitad de mi posibilidad de vida, reflexionar sobre el hecho de morir ha sido un privilegio que, sin duda alguna, ha modificado y seguirá modificando aspectos que son importantes para poder mejorar lo que me quede de existencia. Confío en que algo parecido le ocurra a la mayoría de los lectores, sea cual fuere su edad.
A lo largo del libro se aborda buena parte de lo fundamental que, sobre el proceso de morir, puede aportarse, hasta ahora, desde los enfoques biológico, etológico, psicológico, sociológico, médico y tanatológico. No se incluye en este texto el enfoque desde lo religioso, que considero muy importante, porque será abordado de forma más amplia y específica en otro libro posterior, pero, fundamentalmente, porque la visión y reflexión que se presenta aquí sigue vías muy ajenas al universo de las creencias, proponiendo una base para comprender y actuar que tanto puede complementar y mejorar un creyente de cualquier religión con su fe, como un ateo desde su postura contraria. Ante el hecho de la extinción no cabe descartar nada que pueda ayudar a alguien a asumirla mejor pero, en principio, para este autor, es obvio lo que resulta obvio y, tal como afirmó Keith Campbell, "la interacción de espíritu y cerebro no está positivamente excluida por el conocimiento contemporáneo. Sin embargo, para la mayoría de los que investigan la función cerebral, la hipótesis corriente es que no ocurre tal cosa" (8).
Jamás me he topado con nada parecido al "alma" en todo lo que he estudiado de psicología o biopsicología; tampoco he sentido nada en mí, ni percibido en otros, que precisase de un alma para expresarse, basta y sobra con los maravillosos mecanismos cerebrales que tenemos, capaces de dar soporte físico y percepción de realidad a todas nuestras emociones, desde la más maravillosa hasta la más trágica, mediante la acción de diversos neurotransmisores y sistemas cerebrales específicos. Esos circuitos cerebrales que me han permitido ser como soy -y como es cada uno-, que atesoran y gestionan eso que llamamos "conciencia", "personalidad", "yo"... desaparecerán al mismo ritmo que muera la masa neuronal. ¿Surgirá en ese momento una entidad denominada "alma" que, cual caballero medieval, salve de la extinción aquello que fui? ¿Se comportará como una especie de informático previsor y, antes del formateo definitivo, hará un backup de mi banco de memoria o "disco duro", dejándolo listo para mejor ocasión? Lo que sé, lo que siento y lo que intuyo me impiden creer en eso que llamamos "alma", pero cada quien es bien libre de creer en aquello que guste o precise.
Yo no necesito un "alma" y una promesa de "vida futura" para obligarme a ser mejor y actuar con corrección; ya me obligo a sacar de mí lo mejor posible sin más interés que el de sentirme bien conmigo mismo, algo totalmente subjetivo, cierto, pero que no lo es ni más ni menos que la propia construcción cultural del sistema "moral" -gestionado por cualquiera de los mil guardianes del paraíso que han surgido en los últimos ocho mil años- que predomine en cada sociedad.
Sin embargo, la mayoría de la humanidad cree en la supervivencia postmórtem, aunque mucho me temo que no es una postura mejor ni peor que la de negar tal posibilidad. La muerte no distingue entre creyentes y no creyentes; sólo las características con que cada cual ha integrado la muerte en su modelo de ciclo vital -adoptando la esperanza en algún tipo de vida más allá, o aceptando el fin aquí y ahora- nos distingue a unos de otros. Hay una sola manera de extinguirse, pero pueden ser tan variadas como las propias personas las formas posibles de percibir el acto y el hecho de morir; no las hay mejores o peores, sólo cabe diferenciar, tal vez, entre las que disminuyen o eliminan la angustia ante la extinción y las que no.
Mi vida -como la de otros muchos, pero al contrario de lo sucedido con las de otros muchos más- me ha llevado a pensar que no hay ningún principio en el fin, y no me encanta la idea, claro. He invertido mucho esfuerzo en mi propia vida y he invertido tanto o más esfuerzos, afectos y emociones en la vida de otros. No me gusta perder todo aquello por lo que he vivido y luchado, me disgusta imaginar que en un momento concreto dejaré de sentir y dejarán de sentirme, pero ¿puedo hacer algo para evitarlo? Sin duda no. Aunque, en cualquier caso, sí puedo cambiar mi percepción en relación a ese momento y vivir de acuerdo a la lógica biológica a la que estamos atados todos los seres vivos pluricelulares.
Vivir y percibir de otra manera, para poder afrontar el hecho de la muerte con serenidad y dignidad en medio de una sociedad que lo teme, distorsiona o niega, es hoy, más que nunca antes, una necesidad acuciante. Pero para embarcarse en lo que psicólogos y demás científicos sociales denominan como "pedagogía de la muerte" debe comenzarse por estar dispuesto a hablar, leer y reflexionar sobre la muerte con absoluta normalidad.


 

NOTAS:

(1) Cfr. Moody, R. A. Jr. (1975). Life after live. Atlanta: Mockingbird Books. Este libro que adquirí diez años después, cuando se editó en España, jamás llegué a leerlo ya que bastó una mera inspección rápida para comprobar que el texto carecía de todo rigor, era un mero folletín, algo inadmisible en un autor que se presenta como científico. En 1997, el propio Moody tuvo la desfachatez de declarar que el best-seller que le convirtió en famoso y millonario era un texto "nulo y vacío", "manipulado" por su editor, y solicitó que nadie "compre un solo ejemplar del mismo". El doctor Moody, al parecer, tardó veintidós años en aprender a ser honesto, pero no ha devuelto a sus lectores ni un solo dólar de las astronómicas ganancias que le proporcionaron los diez millones de ejemplares vendidos del libro que ahora repudia. Más adelante, en el capítulo 15, trataremos con detalle las circunstancias de este fraude.
(2) De hecho, la ciencia tampoco andaba sobrada de conocimientos al respecto por esa época. Pensemos, por ejemplo, que entre 1927 y 1975 los neurotransmisores descritos no llegaban a la decena y en ningún caso eran péptidos; en los siguientes cinco años, por el contrario, se descubrieron unos cuarenta neurotransmisores péptidos y otros cinco años más tarde, a mediados de la década de los ochenta, se añadieron unos cincuenta más a la lista. Las fundamentales endorfinas, neurotransmisores péptidos que actúan sobre los receptores de opiáceos replicando sus efectos, no fueron aisladas hasta finales de 1975. Y así un largo etcétera.
(3) Yo iba para químico y, además, buena parte de mi generación se caracterizó por una sabia y prudente experimentación con sustancias psicoactivas, de modo que fue inevitable comparar algunas de las percepciones vividas a consecuencia de la ECM con las producidas por determinadas drogas.
(4) Caracterizada por su sumisión absoluta a las necesidades del proceso productivo y a las pautas consumistas que lo mantienen en marcha.
(5) La sociedad industrial moderna, particularmente con el predominio de la cultura urbana, ha conllevado un alejamiento radical del hecho natural, pervertido y sustituido por el proceso industrial. Los alimentos apenas se relacionan ya con la tierra y el ciclo de las estaciones, son productos tan industrializados y maquillados que resulta francamente difícil relacionarlos con el proceso biológico que los originó. El efecto equivalente lo encontramos en todo el resto de facetas humanas, sometidas a un elevadísimo grado de tecnificación y artificialismo del que no escapa, sino todo lo contrario, el ámbito de la salud en cualquiera de sus estadios. La asepsia y la técnica nos domina desde que nacemos hasta que morimos; lo humano es una especie de telón de fondo, algo subsidiario de los avatares técnicos. Hoy, por ejemplo, los tomates tardan mucho en pudrirse gracias a una manipulación genética que sólo sirve a intereses comerciales, pero no biológicos... y nos parece algo extraño que un tomate se pudra, porque llevamos años sin ver tal cosa. Algo parecido nos sucede con nosotros mismos ya que, al igual que con el tomate, no estamos acostumbrados a vernos deteriorar lentamente y la extinción nos parece antinatural. El mundo artificial en el que vivimos inmersos nos dificulta aceptar que el proceso natural de un ser vivo siempre acaba con su declive y extinción.
(6) Desde un entorno altamente medicalizado y tecnificado como el nuestro, a menudo se tiende a presentar la muerte como un mero conjunto de patologías que siguen un curso previsible hasta desembocar en una situación en la que "la ciencia médica ya no puede hacer nada más"... y el paciente se muere; pero la deformación, o perversión, del concepto de la muerte, así como la prepotencia que caracteriza a no pocos médicos, acaba por presentar una imagen absurda: la ciencia médica todavía tenía instrumentos para mantener la vida... pero el paciente no fue capaz de resistir más. Parece que la muerte es consecuencia de nuestra propia fragilidad o, peor aún, de nuestra incapacidad para reaccionar tal como la ciencia médica necesita; parece que quien se muere no ha colaborado lo suficiente con sus médicos y, en suma, en él ha fracasado la medicina cuando, en realidad, lo único que ha pasado es que la biología ha cumplido con su deber. "Se nos ha ido", suelen decir los médicos ante el fallecido, y el resto pensamos que tal vez dentro de unos años esa muerte no se hubiera producido, la medicina adelanta año tras año... nos hemos llegado a creer que nos morimos por falta de una adecuada tecnología biomédica, perdiendo de vista que nos extinguimos, simplemente, porque en la naturaleza intrínseca de la vida anida la muerte.
(7) Mis lectores latinoamericanos sin duda lo habrán conocido acompañando con su mágico toque de guitarra a Joan Manuel Serrat en alguno de sus conciertos en directo.
(8) Cfr. Cambell, K. (1971). Body and Mind. London, pp. 54-55. Citado en Puente Ojea, G. (2000). El mito del alma. Madrid: Siglo XXI, pp. 395.


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